El joven dio un salto; pero otro oficial de más edad le detuvo con un ademán, le hizo sentarse, y dirigiéndose a Sanin le preguntó, en francés también, si era hermano, pariente o novio de aquella joven.
—Nada tengo que ver con ella —exclamó Sanin—. Soy un viajero ruso, pero no he podido ver a sangre fría tal insolencia. Por lo demás, aquí están mi nombre y mis señas; el caballero oficial sabrá dónde encontrarme.
Al decir estas palabras, Sanin echó en la mesa su tarjeta de visita y con rápido ademán cogió la rosa de Gemma que uno de los oficiales había dejado caer en un plato. El joven oficialete hizo un nuevo esfuerzo para levantarse de la silla, pero su compañero le retuvo por segunda vez diciéndole:
—¡Quieto, Donhof! ( Dönhof, sei still!)
Luego se levantó él mismo, y llevándose la mano a la visera de la gorra, no sin un matiz de cortesía en la voz y en la actitud, dijo a Sanin que en la mañana siguiente uno de los oficiales de su regimiento tendría el honor de presentánsele. Sanin respondió con un breve saludo y se apresuró a reunirse con sus amigos.
HerrKlüber fingió no haber notado la ausencia de Sanin ni sus explicaciones con los oficiales; daba prisa al cochero que enganchaba los caballos, e irritábase en extremo contra su lentitud. Gemma tampoco dijo nada a Sanin; no le miró siquiera. Por sus cejas fruncidas, sus labios pálidos y apretados, su misma inmovilidad, adivinábase lo que sucedía en su alma. Sólo Emilio tenía visibles deseos de hablar con Sanin y de interrogarle: le había visto acercarse a los oficiales, darles una cosa blanca, un pedazo de papel, carta o tarjeta... Palpitábale el corazón al pobre muchacho, le abrasaban las mejillas; estaba pronto a echarse al cuello de Sanin, pronto a llorar, o arrojarse con él para reducir a polvo a todos aquellos abominables oficiales. Sin embargo, se contuvo y se limitó a seguir con atención cada uno de los movimientos de su noble amigo ruso.
Por fin, el cochero acabó de enganchar los caballos; subieron los cinco al coche. Emilio, precedido por Tartaglia, trepó al pescante; allí estaba más libre y no le quitaba la vista a Klüber, a quien no podía ver a sangre fría.
Durante todo el camino discurseó HerrKlüber... y habló él sólo: nadie le interrumpió ni le hizo ninguna señal de aprobación. Insistió especialmente en lo mal que hicieron en no escucharle cuando propuso comer en un gabinete reservado. ¡De ese modo no hubiera habido ningún disgusto! Enseguida enunció juicios severos y hasta con ribetes de liberalismos acerca de la imperdonable indulgencia del gobierno con los oficiales; les acusó de descuidar el sostenimiento de la disciplina y de no respetar bastante el elemento civil en la sociedad ( das bürgerliche element in der societät). Después dijo cómo con el tiempo esto produciría descontento general; que de eso a la revolución no había más que un paso, como lo atestiguaba (aquí exhaló un suspiro compasivo, pero severo) el triste, el tristísimo ejemplo de Francia. Sin embargo, al punto añadió que personalmente se inclinaba ante el poder, y que no sería revolucionario jamás de los jamases; pero que no podía menos de manifestar su desaprobación respecto a tanta licencia. Luego entró en consideraciones generales sobre los principios y la falta de principios, la moralidad, las conveniencias y el sentimiento de la dignidad.
Durante el paseo que precedió a la comida, Gemma no había parecido enteramente satisfecha de HerrKlüber, y por eso mismo habíase mantenido un poco apartada de Sanin, como si la presencia de éste la hubiese turbado; pero a la vuelta, mientras escuchaba la fraseología de su futuro, era visible que tenía vergüenza de él. Al final del viaje experimentaba un verdadero sufrimiento, y de pronto dirigió una mirada suplicante a Sanin, con quien no había reanudado la conversación. Por su parte, Sanin experimentaba más compasión hacia ella que descontento contra Klüber; y hasta, sin confesárselo del todo, regocijábase en secreto por todo lo acontecido aquel día, aun cuando esperaba un cartel de desafío para la siguiente mañana.
Sin embargo, aquella penosa “gira de recreo” concluyó. Al ayudar a Gemma a apearse del coche a la puerta de la confitería, sin decir una palabra, Sanin le puso en la mano la rosa que había rescatado. Ruborizóse ella, le apretó la mano e inmediatamente ocultó la flor. Aunque apenas era de noche, ni él tuvo ganas de entrar en la casa, ni ella le invitó a que lo hiciese. Además, apareció en el quicio de la puerta Pantaleone y anunció que FrauLenore estaba durmiendo, Emilio dijo un tímido adiós a Sanin: casi le tenía miedo, ¡tanta era la admiración que le produjo! Klüber acompañó a Sanin en coche hasta la fonda y le dejó haciéndole un saludo afectado. A pesar de toda su suficiencia, ese alemán, organizado en toda regla, sentíase un poco molesto. En fin, que todos ellos, quien más, quien menos, estaban a disgusto.
Preciso es decir que ese sentimiento de malestar se disipó en seguida en Sanin y se trocó en un estado de ánimo bastante vago, pero alegre y hasta triunfal. Se puso a silbar paseándose por su cuarto. Estaba contentísimo de sí mismo.
XVII
Aguardaré las explicaciones del caballero oficial hasta las diez —pensaba al arreglarse por la mañana al día siguiente—, y después que me busque si le da la gana.
Pero los alemanes se levantan temprano; antes de que el reloj señalase las nueve, el criado entró a anunciar a Sanin que el señor subteniente ( der Her Seconde Lieutenant) von Richter deseaba verle.
Sanin se puso a escape un redingoty dijo que le hiciese pasar. En contra de lo que Sanin esperaba, von Richter era un jovenzuelo, casi un niño. Esforzábase en dar aire de importancia a su rostro imberbe, aunque sin conseguirlo, ni siquiera fue capaz de ocultar su emoción, y habiéndosele enredado los pies en el sable, en poco estuvo que no cayera al sentarse. Después de muchas vacilaciones y con gran tartamudeo, declaró a Sanin en muy mal francés, que era portador de un mensaje de parte de su amigo el barón von Dónhof; que su misión consistía en exigir excusas al caballero vonSanin por las expresiones ofensivas empleadas por él la víspera; y que en caso de que el caballero vonSanin se negase a lo pedido, el barón von Dónhof exigía satisfacción.
Sanin respondió que no tenía el propósito de presentar excusas y que estaba dispuesto a dar satisfacción.
Entonces, el caballero von Richter, siempre tartamudeando, le preguntó con quién, dónde y a qué hora podrían celebrarse las conferencias indispensables.
Sanin le respondió que podía volver dentro de un par de horas, y que de allí a entonces trataría Sanin de hallar un testigo.
“¿A quién diablos tomaré de testigo?”, pensaba entre tanto.
El caballero von Richter se levantó y saludó para despedirse. Pero al llegar a los umbrales de la puerta, se detuvo como presa de un remordimiento de conciencia, y dirigiéndose a Sanin le dijo que su amigo el barón von Dónhof no dejaba de comprender que hasta cierto punto había sido culpa suya los sucesos de la víspera, y que por consiguiente se contentaría con muy poco: