—¡Oh! Tú... tú eres también una republicana —respondió la madre.

Después dijo que, naturalmente, los negocios iban menos bien que en tiempo de su marido, maestro en el arte de la confitería... ( ¡Un grand’uomo!, gruñó Pantaleone con aire sombrío); pero que, sin embargo, gracias al cielo, aún se encontraban medios para vivir.

V

Gemma escuchaba a su madre, y tan pronto reía, tan pronto suspiraba, como le pasaba suavemente la mano por el hombro o le dirigía amenazas joviales con el dedo, y algunas veces miraba a Sanin. Levantóse por último, estrechó a su madre entre los brazos y la besó en el cuello, debajo de la barba. La madre rióse mucho y hasta dio un leve grito.

Sanin trabó también más amplio conocimiento con Pantaleone. Supo que éste había sido antaño cantante de ópera, en los papeles de barítono, pero que hacía mucho tiempo que había abandonado la carrera teatral, y ocupaba en la familia Roselli un término medio entre un sirviente y un amigo de la casa. A pesar de su larga residencia en Alemania, no había aprendido nada del idioma del país; sólo conocía los términos injuriosos y los destrozaba sin piedad. Ferrofutto spiccebubbiodecía de casi todos los alemanes. Hablaba el italiano con perfección, habiendo nacido en Sinigaglia, donde se oye la lingua toscana in bocca romana.

Emilio dejábase mimar y se abandonaba a las agradables impresiones de un convaleciente o de alguien que acaba de librarse de un grave peligro; por lo demás, aparte de eso, era fácil ver que todos los de casa le mimaban. Dio gracias con timidez a Sanin y se dedicó más que nada al jarabe y a las golosinas. Sanin se vio obligado a tomar dos jícaras de chocolate excelente y a comer una considerable cantidad de bizcochos; no hacía más que tragar uno, cuando ya le presentaba otro Gemma. ¿Cómo rehusárselo? Bien pronto se sintió a sus anchas, como en su casa; las horas corrían con una rapidez inverosímil. Le hicieron tratar de muchos asuntos: acerca de Rusia en general, el clima, la sociedad, los campesinos rusos (y en particular los cosacos), la guerra de 1812, Pedro el Grande, El Kremlin, las campanas y las canciones rusas. Las dos damas no tenían más que una idea muy vaga de esa región inmensa y remota. La señora Rose (o, como solían llamarla por lo común, FrauLenore) dejó estupefacto a Sanin al preguntarle si aún existía la célebre casa de hielo construida en San Petersburgo el siglo pasado, y a propósito de la cual había leído un artículo tan interesante en uno de los libros de su difunto esposo: Bellezze delle arti. Ycomo Sanin exclamase: “¿De veras se figura usted que no hay verano en Rusia?”. FrauLenore le explicó cómo se había presentado hasta entonces ese país: nieves eternas, todo el mundo envuelto en pieles y todos los hombres militares, pero una extremada hospitalidad y campesinos muy sumisos. Sanin se esforzó en darle, así como a su hija, informes más precisos. La conversación recayó acerca de la música rusa; y al punto le rogaron que cantase un aire ruso cualquiera, y le indicaron en un rincón de la pieza un pianito en que las teclas blancas estaban reemplazadas por negras, y viceversa. Obedeció sin hacerse rogar, y acompañándose bien o mal con los dedos de la mano derecha y tres de la izquierda (el pulgar, el del corazón y el meñique) cantó un poco nasalmente y con vocecilla de tenor, primero el Sarafán y después Po ulitse mostowoy. Las damas le elogiaron por su voz y su música, pero admiraron sobre todo la dulzura y la sonoridad de la lengua rusa, y le rogaron que tradujese el texto. Sanin satisfizo su deseo; pero como las palabras del Sarafány de Po ulitse mostowoy(que traducía con poca elegancia. “Por una calle empedrada, iba una joven por agua”) no podían hacerles formar una gran idea de la poesía rusa declaró, tradujo y cantó, no sin degollarla un poco en las coplas en tono menor, la romanza de Puchkin, Recuerdo esas horas divinas, puesta en música por Glinka. Las damas quedaron entonces entusiasmadas, y FrauLenore hasta descubrió en la lengua rusa pasmosas relaciones con la italiana: Mognovenie (ó viani), sa mnoi (siam noi), etcétera. Los mismos apellidos de Glinka y Puchkin, que pronunciaba Puski, pareciéronle tener una armonía familiar para su oído.

Sanin, a su vez, rogó a las damas que le cantasen alguna cosa. Tampoco hicieron melindres con él. FrauLenore se puso al piano y cantó con su hija algunos dúos y stornelli. La madre debió haber te nido en sus tiempos una buena voz de contralto; la voz de la joven, aunque un poco débil, sin embargo, era agradable.

VI

Pero lo que admiraba Sanin no era la voz de Gemma, sino a Gemma misma. Sentado detrás y un poco al lado de la joven, decíase que jamás palmera ninguna, ni aun en las estrofas de Beneditof, poeta de moda entonces, hubiera podido competir en elegancia con las felices proporciones de su talle. Cuando en los pasajes expresivos alzaba los ojos al techo, preguntábase él qué cielos no hubieran podido abrirse ante tal mirada.

Apoyado contra el quicio de la puerta, con la barba y la boca sepultadas en su inmensa corbata, o escuchando muy serio con el aire de un inteligente, el viejo Pantaleone mismo admiraba la belleza de la joven y se extasiaba, aun cuando hubiera debido estar habituado a ella.

Habiendo concluido FrauLenore de cantar sus dúos, advirtió que Emilio tenía una hermosa voz, de timbre argentino, pero que estaba en la edad de mudarla (en efecto, hablaba con voz de bajo, con detonaciones constantes en falsete), y, por consiguiente, no debía cantar. Pero invitó a Pantaleone a sacudir la nieve de los años en honor de su huésped.

Pantaleone tomó en seguida un aire arisco, frunció las cejas, desgreñó sus melenas y declaró que desde mucho tiempo atrás había renunciado a todo eso. Por lo demás añadió—, en su juventud no hubiera retrocedido ante un reto, porque pertenecía a aquella gran época en que existía una verdadera escuela de canto y verdaderos cantantes, cantantes clásicos que nada tenían de común con los chillones de ahora. Él mismo en persona, Pantaleone Cippatola da Varese, recibió un día en Módena el homenaje de una corona de laurel, y en aquella ocasión hasta soltaron palomas blancas en el teatro; y un príncipe ruso, el príncipe Tarbusski, con quien tuvo en otro tiempo relaciones de íntima amistad, le invitaba siempre después de cenar a que se fuese a Rusia, prometiéndole montañas de oro... ¡montañas! Pero él no había querido abandonar il paese del Dante. Verdad es que más tarde circunstancias desgraciadas... sus propias imprudencias... Aquí se interrumpió el viejo, suspiró profundamente y bajó la cabeza; después empezó otra vez a hablar de la época clásica del canto y sentía una admiración tan honda como desmedida.

—¡Qué hombre! Il gran Garcíanunca se rebajó hasta cantar de falsete, como lo hacen los pésimos tenores, los tenoraccide nuestros días. ¡De pecho, nada más que de pecho! ¡Voce di petto, si!

El viejo, con sus dedillos flacos, se golpeó enérgicamente el buche.

—¡Y qué actor, un volcán! ¡Signori miei, un volcán, un Vesubio! ¡Tuve el honor y el gusto de cantar con él en la ópera dell’illustrissimo maestro Rossini, en el Otello! García cantaba el papel de Otelo, yo el de Yago. Y cuando cantó esta frase...