II

Los constantes enfrentamientos entre las familias romanas Gaetani y Colonna, que habían convertido Roma en un sangriento campo de batalla, obligaron al papa Benedicto XI a buscar seguridad fuera de los territorios de Italia. Su sucesor, Clemente V, que ostentaba el cargo de arzobispo de Bordeaux cuando fue elegido por el cónclave, a la vista de la situación en que se hallaban los Estados Pontificios, decidió no moverse de Francia hasta que las cosas en Roma se hubieran calmado, iniciando así el período conocido, no se sabe muy bien por qué, como «El cautiverio de Babilonia». Pero las cosas no mejoraron en absoluto, y Juan XXII, elegido dos años después de la muerte de Clemente -años en que la silla de San Pedro permaneció vacía por primera vez en su historia-, optó por seguir en su palacio episcopal de Aviñón, que se convirtió, de este modo, en el centro de la cristiandad. Después de dos Papas francos, ¿quién puede saber si el pontificado volverá algún día a Italia?

Sin embargo, lo que sí estaba claro en aquellas postrimerías del mes de abril de 1317 era que Jonás y yo debíamos recorrer cuatrocientas setenta millas a lomos de nuestras caballerías -atravesando los arriesgados desfiladeros pirenaicos-, con el tiempo pisándonos los talones. Pese a todo, nos entretuvimos más de lo deseable en Barcelona para despedirnos de Joanot y Gerard, que regresaban a Rodas.

Jonás y yo, que no podíamos relajarnos en nuestro viaje, atravesamos Foix y el Languedoc en un suspiro, parando en Narbonne un par de días para descansar y reemplazar los caballos y las mulas. Casi siempre dormíamos junto al camino, sobre nuestras capas, al resguardo de un buen fuego, y aunque al principio el muchacho se quejaba un poco de las incomodidades a las que no estaba acostumbrado, pronto encontró el placer de dormir bajo las estrellas, con el cuerpo apoyado directamente sobre la madre tierra. Yo no podía explicarle lo importante que es el contacto con las arcanas fuerzas de la vida porque él no había sido iniciado todavía, pero en poco tiempo se le vio reverdecer como una planta en primavera, y el escurrido y pálido novicio de Ponç de Riba, que ya era casi tan alto como yo, se convirtió en el vigoroso armiger al que todo caballero hospitalario tiene derecho por su condición.

Cruzamos Béziers a galope tendido, y alcanzamos el Nemausus [2] de la Galia Narbonensis en sólo una jornada de viaje desde Montpellier. Finalmente, a última hora de la tarde del 31 de mayo, entrábamos en el territorio papal llamado Comtat Venaissin, estratégicamente situado entre Francia, Alemania e Italia, y nuestros animales pisaron, al fin, el magnífico Pont St. Bénézet, sobre el negro Rhóne [3], cuando todavía el sol no había desaparecido a nuestras espaldas.

El Castillo del Obispo, alma del orbe, fue el primero de los imponentes edificios con los que tropezamos nada más cruzar las murallas de Aviñón; le echamos una mirada cansada y curiosa y continuamos nuestra exhausta cabalgata a paso sofrenado en dirección al barrio judío, tras el cual se hallaba la capitanía de los Caballeros del Hospital de San Juan.

Un siervo nos abrió las puertas y se hizo cargo de nuestras caballerías mientras nosotros éramos conducidos al interior por un armiger.

– ¿Dónde queréis alojar a vuestro escudero? -preguntó éste sin volver la cabeza.

– Llevadle con vos, hermano. Que duerma con los armigeri.

Jonás dio un respingo y me miró ofendido.

– Lo siento, frere Galcerán -dijo-, pero yo no puedo dormir en una casa de hospitalarios.

– ¿Ah, no? -repuse divertido avanzando por unos amplios y extensos pasillos cubiertos de ricos tapices-. ¿Y dónde quieres dormir?

– Si no os molesta, preferiría llegarme hasta el convento mauricense más cercano. Así se lo prometisteis al prior de mi monasterio y ya habéis incumplido bastante vuestra promesa durante el viaje, ¿no os parece?

Su insolencia se había hecho tan grande como su cuerpo, pero era preferible soportarle así antes que verle convertido en un sumiso monacus de Ponç de Riba.

– Sea. Vete. Pero mañana, con las primeras luces, te quiero listo en el patio y con los caballos preparados.

El armiger carraspeó.

– Hermano…

– Decid.

– Siento tener que informar a vuestro escudero de que en la ciudad de Aviñón no hay comunidades mauricenses. -Se detuyo frente a una puerta bellamente labrada y sujetó las manijas con ambas manos-. Ya hemos llegado.

– Muy bien, Jonás, escucha -le dije volviéndome hacia él, exasperado-. Ahora seguirás al criado y dormirás con los armigeri, y mañana por la mañana te darás una buena fregada por todo el cuerpo con agua fría, te quitarás la suciedad del camino, y harás desaparecer de mi vista esa vieja saya mauricense… Y ahora, vete.

El gran comendador de Francia, el prior de Aviñón y otros destacados oficiales de mi Orden me esperaban en la sala. Mi aspecto no era precisamente el más correcto para un encuentro de tan alto nivel, pero ellos parecieron no dar importancia al hábito sucio, al mal olor y a la barba de varios días. En realidad, se trató sólo de una corta bienvenida y de ponerme en antecedentes de cómo iba a ser el inmediato encuentro con el Papa: únicamente el gran comendador de Francia, frey Robert d‘Arthus-Bertrand, duque de Soyecourt, y yo, acudiríamos a la cita con el Pontífice, y, para mi sorpresa, me anunció que lo haríamos disfrazados de franciscanos -con los que, por cierto, Su Santidad no tenía muy buenas relaciones por causa de las famosas tesis sobre la pobreza de Nuestro Señor Jesucristo-, y que haríamos el camino a pie y sin darnos a conocer hasta que llegáramos a sus habitaciones privadas, donde nos esperaba a la hora de maitines.

– ¡A la hora de maitines! -grité aterrorizado-. ¡Mi señor Robert, por caridad, ordenad que me preparen un baño urgentemente! No puedo presentarme ante Su Santidad con este aspecto. También me gustaría comer algo, si es que nos alcanza el tiempo.

– Tranquilo, hermano, tranquilo… La cena está caliente y detrás de esa puerta os espera el barbero. No os preocupéis; todavía faltan tres horas.

Era noche cerrada cuando, transformados de repente en un par de poverellos de Francesco, el comendador y yo afrontábamos las preguntas de las patrullas papales que hacían la ronda nocturna por la ciudadela. Con la mayor serenidad, respondíamos, simplemente, que nos habían llamado de la catedral de Notre Dame des Doms, donde una anciana sin familia estaba agonizando en la sacristía. Era una respuesta absurda, y si los soldados se hubieran parado a pensar, se habrían dado cuenta de que, a esas horas, ni siquiera los freires franciscanos salen de su convento por una anciana que debía estar ya muy bien atendida espiritual y sacramentalmente por algún prelado de la iglesia en la que, supuestamente, agonizaba. Pero no se apercibieron, así que nos dejaron pasar sin problemas. Siempre digo que la gente piensa demasiado poco.

Notre Dame des Doms, por encontrarse junto al Castillo del Obispo -dentro del recinto protegido por las antiguas murallas romanas-, era un destino perfecto: nos permitía avanzar en la dirección correcta sin despertar sospechas. Por fin, la dejamos a un lado y, dando un pequeño rodeo, nos encontramos de pronto frente a los portalones de las cuadras papales.

– Fijaos -me susurró frey Robert-. Están entornados.