– Si no recuerdo mal, hicimos el viaje a tal velocidad que tuvimos que dormir al raso casi todos los días.
– Sí, también eso es cierto…
– Entonces ¿cuál es tu queja?
Le vi debatirse atormentadamente entre la falta de argumentos y la certeza indemostrable de que yo no le dejaría volver al monasterio. Mi observación silenciosa de su impotencia no era crueldad; quería que encontrara la manera de defender de forma lógica lo que sólo eran sensaciones -acertadas- que luchaban en su interior por encontrar la manera de expresarse.
– Vuestra actitud -farfulló al fin-. Me quejo de vuestra actitud. No manifestáis el apoyo que un maestro dispensa a su aprendiz para que cumpla con sus obligaciones.
– ¿A qué obligaciones te refieres?
– La oración, el santo oficio del día, la misa…
– ¿Y soy yo quien debe obligarte a algo que debería nacer de ti…? Mira, Jonás, yo jamás impediré que lleves a cabo estas actividades, pero lo que no haré nunca será recordarte que debes hacerlas. Si es tu deseo, cúmplelas, y si no lo es, ya eres mayor para plantearte seriamente tu vocación.
– ¡Pero yo no soy libre! -gimió como el niño pequeño que en el fondo era todavía a pesar de su estatura-. Fui abandonado en el monasterio y mi destino es pronunciar los sagrados votos. Así está escrito en la Regla de san Mauricio.
– Ya lo sé -confirmé paciente-. También ocurre en los monasterios cistercienses y en otros de menor importancia. Pero recuerda que siempre se puede elegir. Siempre. Tu vida, desde que empiezas a tener un cierto control sobre ella, es un conjunto de elecciones acertadas o equivocadas, pero elecciones al fin y al cabo. Imagínate que estás trepando a un inmenso árbol del cual no puedes ver el final; para llegar hasta lo más alto de la copa debes ir eligiendo las ramas que te parezcan más acertadas, y vas, permanentemente, desechando una y eligiendo otra, que, a su vez, te llevará a una nueva elección. Si arribas a donde querías arribar, es que escogiste bien la trayectoria; si no, es que en algún punto te equivocaste, tomaste la decisión equivocada y las preferencias posteriores ya estaban condicionadas por aquel error.
– ¿Sabéis lo que estáis diciendo, frere? -me advirtió acobardado-. Estáis negando la predestinación de la Providencia, estáis elevando el libre albedrío por encima de los secretos planes de Dios.
– No. Lo único que estoy elevando es el hambre de mi estómago, que ya empieza a protestar con rabia. Y recuerda que no debes llamarme frere a partir de ahora… ¡Mesonero! ¡Mesonero!
– ¡Qué! -respondió una voz airada desde el fondo de las cocinas.
– ¿Viene ya ese pescado o es que todavía tenéis que ir al río a buscarlo?
– El caballero es amigo de chanzas, ¿eh? -dijo el tabernero apareciendo de repente detrás del mostrador. Era un hombre grueso y de aspecto vulgar, que lucía una enorme papada sudorosa, y, para completar su mugrienta traza, un sucio mandil atado a la cintura, con el que se limpiaba las manos de la grasa del pescado mientras se acercaba a nuestra mesa. El provenzal que utilizaba para expresarse era muy similar a mi lengua materna catalana. En cualquier caso, hubiéramos podido comunicarnos sin dificultades gracias a la profunda semejanza entre las lenguas romances.
– Tenemos hambre, mesonero. Pero ya veo que estáis en plena faena y, por mi propio bien, no quiero molestaros.
– ¡Pues lo habéis hecho! -declaró, malhumorado-. Ahora la comida tardará más en estar lista. Además, hoy estoy solo; mi mujer y mis hijos se han marchado a casa de unos parientes, así que contentad vuestros estómagos con esa hogaza.
– ¿Vos sois el famoso François? -pregunté fingiendo admiración y observándole minuciosamente. Él se volvió hacia mí con una nueva expresión en la cara. Así que eres vulnerable a la vanidad. ¡Bien, muy bien…!, me dije satisfecho. Cuando trabajaba en alguna misión encomendada por mi Orden tenía por costumbre olvidarme de la espada, el puñal y la lanza, pues en numerosas ocasiones había podido comprobar que no servían para nada a la hora de obtener información. Había depurado, por lo tanto, hasta casi la perfección, el arte del halago, la persuasión amistosa, los trucos verbales y la manipulación de la naturaleza y el temperamento ajenos.
– ¿Por qué me conocéis? No recuerdo haberos visto antes por aquí.
– Y no había venido nunca, pero vuestras comidas son famosas por todo el Languedoc.
– ¿Sí? -preguntó sorprendido-. ¿Y quién os ha hablado de mí?
– ¡Oh, bueno, mucha gente! -mentí; me estaba metiendo en un atolladero.
– ¡Decidme uno!
– Bien, dejadme recordar… ¡Ah… sí! El primero fue mi amigo Langlois, que pasó por aquí un día camino de Nevers, y que me dijo: «Si alguna vez pasas por Aviñón, no dejes de comer en la posada de François, en Roquemaure.» También me viene a la memoria en este momento el conde Fulgence Delisle, a quien sin duda recordaréis, que tuvo el gusto de probar vuestra comida hace algún tiempo y que os elogió en el transcurso de una fiesta en Toulouse. Y, por último, mi primo segundo, el cardenal Henri de Saint-Valéry, que os recomendó especialmente.
– ¿El cardenal Saint-Valéry…? -preguntó mirándome de reojo, con recelo. He aquí un hombre, me dije, que guarda un secreto. Las piezas comenzaban a encajar tal y como yo había sospechado-. ¿Es primo vuestro…?
– ¡Oh, quizá he exagerado…! -rectifiqué soltando una carcajada-. Nuestras respectivas madres eran primas segundas. Como habréis notado por mi acento, yo no soy de por aquí; soy de Valencia, al otro lado de los Pirineos. Pero mi madre era de Marsella, en la Provence. -Di un ligero toque con el pie a Jonás por debajo de la mesa para que cerrara sus desorbitados ojos-. Sé que mi primo os visitaba con frecuencia cuando era Camarero del papa Clemente. Él mismo me lo dijo en más de una ocasión antes de morir.
Me estaba jugando el todo por el todo, pero era una partida interesante.
– ¿Es que ha muerto…?
– ¡Oh, sí! Murió hace dos meses, en Roma.
– ¡Demonios…! -dejó escapar sorprendido, y luego, dándose cuenta, rectificó veloz-: ¡Caramba, lo siento, sire!
– No pasa nada. No debéis preocuparos.
– Ahora mismo os traeré la comida -dijo desapareciendo precipitadamente en la cocina.
Jonás me miró espantado.
– ¡Frere Galcerán, habéis contado un montón de mentiras! -balbució.
– Querido Jonás, ya te he dicho que no me llames frere. Debes aprender a llamarme sire, micer, señor, caballero Galcerán, o como se te ocurra, pero no frere.
– ¡Habéis mentido! -repitió machaconamente.
– Si, bueno, ¿y qué? Arderé en los infiernos, si eso te consuela.
– Creo que voy a regresar muy pronto a mí monasterio.
Durante un instante me quedé paralizado. No había previsto, por un sentido errado de secreta posesión sobre el muchacho, que él pudiera apelar a su libertad para regresar a Ponç de Riba; antes bien, había supuesto que a mi lado se sentiría libre por primera vez en su vida, lejos de los monjes y viajando por el mundo. Pero, naturalmente, él desconocía mis planes para su futuro e ignoraba que su auténtica formación estaba a punto de comenzar. Sin embargo, al parecer, me había equivocado completamente de método. Debía preguntarme qué me gustaría a mí y cómo actuaría yo si volviera a tener la edad de Jonás.
– Está bien, muchacho -dije después de unos minutos de silencio-. Hay algo que debes saber. Pero este conocimiento exige el mayor secreto por tu parte. Si estás dispuesto a jurar que callarás para siempre, hablaré. Si no, ahora mismo puedes regresar al cenobio.
Presumo que, en el fondo, no había tenido nunca la intención de abandonarme, aunque sólo fuera por el miedo que le daba el largo camino de regreso. Pero aquel bribón era tan astuto como yo y estaba aprendiendo de mí a jugar peligrosamente.