– Sabía que había alguna cosa detrás de todo esto… -observó satisfecho-. Tenéis mi juramento. -Sí, pero no te diré nada ahora. Estamos en el centro de la hoguera, ¿me comprendes?
– ¡Por supuesto, sire! Estamos haciendo algo relacionado con el secreto.
– En efecto, y ahora ¡cuidado!, vuelve el mesonero.
El grueso Françoise avanzó hacia nosotros portando una enorme cazuela humeante que escampó por todas partes un agradable aroma a pescado. En su cara traía puesta la mejor de sus sonrisas.
– ¡Aquí tenéis, sire, el mejor pescado del Ródano preparado a la provenzal, con hierbas aromáticas del Comtat Venaissin!
– ¡Espléndido, mesonero! ¿Y un poco de vino para acompañar? ¿Acaso en esta hostería no servís vino?
– ¡El mejor! -afirmó señalando las barricas que había al otro lado de la estancia.
– Pues tomaos un vaso con nosotros mientras comemos y así nos hacéis compañía.
Le hice hablar hasta que vimos el fondo de la olla y dimos buena cuenta del caldo con la hogaza de pan. Jonás, mientras tanto, le rellenaba el vaso en cuanto se le vaciaba, y se le yació varias veces a lo largo del almuerzo. Al final, me había puesto en antecedentes de su vida, la de su esposa, las de sus hijos y las de buena parte de la Curia Apostólica. Todavía no he podido encontrar un método mejor para obtener la información deseada que provocar la confianza del informante haciéndole hablar sobre sí mismo, sobre sus seres queridos y sobre aquellas cosas de las que se siente orgulloso, acompañando la atenta escucha con leves gestos apreciativos. Para cuando terminamos con el queso y las uvas, François ya estaba en mi poder.
– De manera, François -comenté limpiándome los dedos en la seda de mis finas calzas-, que vos sois el hombre en cuya casa murió el santo padre Clemente…
Su cara porcina y brillante, palideció súbitamente.
– ¿Qué…? ¿Cómo sabéis vos…?
– ¡Vamos, vamos, François! ¿Queréis decirme que no os habíais dado cuenta de lo extraño de mi presencia en esta casa a los dos meses justos de la muerte de mi primo?
François abrió la boca para decir algo pero no se oyó nada.
– ¿De verdad que no habíais recelado de tan curiosa coincidencia?… ¡No puedo creerlo de un hombre tan inteligente como vos! Volvió a abrir la boca, pero sólo pudo escucharse un sonido ahogado.
– ¿Quién sois? -preguntó por fin con un gemido-. ¿Sois algún espía del rey o del nuevo Papa?
– Ya os lo he dicho. Soy Galcerán de Born, primo del difunto cardenal Henri de Saint-Valéry, y ésa es toda la verdad. Jamás os engañaría, debéis creerme. Lo único que he hecho hasta ahora ha sido callar el motivo de mi visita. Quería comprobar qué clase de persona erais y he quedado gratamente satisfecho. Por eso, paso a explicaros por qué he venido a vuestra casa.
Dos pares de ojos me observaron atentamente; unos, los de Jonás, con vivo interés; otros, los del pobre François, con un destello de agonía.
– Mi primo Henri vio anunciado el momento de su muerte durante un sueño en el que se le apareció la Santísima Virgen. -El pobre mesonero tiritaba bajo su mandil como si estuviera desnudo bajo la nieve-. Así que me escribió una larga carta suplicándome que acudiera a su lado para acompañarlo en los últimos momentos… Por culpa de la vieja nao en la que viajé desde Valencia a Roma, llegué con el tiempo justo para cogerle la mano y decirle adiós. Sin embargo, instantes antes de morir, Henri me sujetó la cabeza y acercó mi oído a su boca para confesarme algo que no pudo terminar… ¿Sabéis de lo que estoy hablando, mesonero?
François asintió y, soltando un lamento, ocultó la cara entre las manos.
– Lo que el cardenal me dijo fue: «Iré al infierno, primo, iré al infierno si no encuentras a François, el posadero de Roquemaure, y le dices que te cuente la verdad. La Virgen me anunció que tanto François como yo arderíamos en el infierno si no rompíamos antes de morir el juramento que hicimos cierto día… Dile a él todo esto, primo, dile que salve su alma.» Y, después, murió… Un par de días más tarde -continué-, entre los papeles de mí primo hallé una carta a mi nombre. En vista de que mi barco no terminaba de llegar y de que su final se acercaba, Henri me dejó unas líneas dentro de un sobre lacrado, en las que me pedía que os encontrara a vos, mesonero, «el hombre en cuya casa murió el Santo Padre Clemente». ¿Podéis explicaros…?
– ¡Todo fue muy rápido! -lloriqueó François, atemorizado-. ¡Ni vuestro primo ni yo tuvimos la culpa de nada!
– ¿Se puede saber, hombre de Dios, de qué demonios estáis hablando? -me escandalicé.
– ¡Lo que voy a decir no puede escucharlo vuestro sirviente! ¿Quién es él para conocer secretos que sólo conocen cuatro personas… tres, ahora, en todo el mundo?
– En realidad, François, este joven no sólo es mí sirviente y mi escudero, también es mi hijo, mi único hijo; por desgracia es ilegítimo, bastard… por eso lo llevo conmigo como lacayo, pero ya veis que podéis hablar con tranquilidad. No dirá nada.
– ¿Estáis seguro, sire, de que no hablará?
– ¡Jurad, Jonás! -ordené a mi sorprendido aprendiz que nunca se había encontrado en una situación tan descabellada como aquélla.
– Yo, Jonás… -murmuró atolondrado-, juro que jamás diré nada.
– Empezad, François.
François se limpió las lágrimas y la nariz en los faldones de su pringoso mandil y, más sereno, inició su relato.
– Si la Virgen quiere que rompa mi juramento, ¡sea…!, lo rompo en este día por el bien de mi alma… -Y se persignó tres veces para conjurar la presencia del demonio-. En realidad, tiene razón Nuestra Señora, porque habéis de saber, caballero, que vuestro primo y yo nos juramentamos por miedo, por temor a que nos culparan de la muerte del Santo Padre.
– ¿Y por qué iban a hacer una cosa así? ¿Acaso lo matasteis?
– ¡No! -chilló con desesperación-. ¡Sólo quisimos salvarle!
– Mejor será, amigo François, que empecéis por el principio.
– Sí, sí… Tenéis razón… Pues veréis, sire, aquel día la comitiva papal se detuvo frente a mi establecimiento y, del carruaje principal, varios sirvientes ayudaron a bajar al Santo Padre, al que reconocí por la túnica roja y el gorro. Era un hombre de unos cincuenta años, con barba poblada, y parecía no encontrarse muy bien de salud. Un soldado me ordenó a gritos que echara a la calle a todos los clientes que tenía en ese momento y vuestro primo, que entró a continuación, me pidió que preparara una cama para que el Santo Padre pudiera descansar un rato antes de seguir su camino. Mi esposa y mis hijos se esmeraron adecentando el mejor cuarto que tenemos, el último del piso de arriba, y allí llevaron a Clemente, que estaba pálido y sudoroso.
– Decid… -le interrumpí-. ¿Os fijasteis en el color de sus labios? ¿Estaban grises o azules?
– Ahora que lo pienso… Recuerdo que sí me fijé, pero lo hice porque, precisamente, me llamó la atención el color rojo subido que tenían, como silos llevara pintados.
– Ajá… Continuad, por favor.
– Pasaban las horas y no había novedades. Los soldados bebían en silencio en estas mismas mesas que ahora veis, como sí estuvieran asustados y, en aquel rincón, en la tabla grande, un grupo de cardenales de la Cámara y la Cancillería conversaban en voz baja. Algunos de ellos eran viejos conocidos míos, clientes de esos que entran por la escalera del granero para que nadie les vea… En fin, les di de comer a todos, y luego subí comida para el Papa y para vuestro primo, que le cuidaba con la ayuda de un joven sacerdote que ya había bajado antes a tomar alguna cosa. Clemente estaba incorporado en el lecho, apoyado contra los almohadones, y respiraba afanosamente, ya sabéis, muy rápida y muy profundamente… Como si se ahogara; de hecho parecía que le faltaba el aire.