Jonás y yo trabajábamos en la herrería, limando unos delicados instrumentos quirúrgicos que, con gran sacrificio y torpeza, habíamos fabricado a semejanza de los que aparecían en las láminas del maestro Albucasis. Aquella tarea requería una enorme concentración, pues, a falta del hermano herrero, las aleaciones y el forjado dejaban mucho que desear, y los instrumentos se nos quebraban en las manos como figurillas de barro. Tanta era nuestra concentración en lo que estábamos haciendo, que no acudimos a recibir a los viajeros, como hubiera sido lo correcto; ellos, por su parte, tardaron poco en hacer acto de presencia en la herrería.
– ¡Caballero Galcerán de Born! -gritó una voz familiar-. ¡Cómo os atrevéis a llevar ese sucio mandil de herrero en presencia de otros fratres milites de vuestra Orden!
– ¡Joanot de Tahull!… ¡ Gerard! -exclamé, levantando de golpe la cabeza.
– ¡Seréis duramente sancionado por el maestre provincial! -bramó mi hermano Joanot propinándomeun fuerte abrazo; el ruido del acero de su cota de mallas y los golpes de la vaina de su espada contra las grebas me despertaron bruscamente de un largo sueño.
– Freires! -balbucí sin salir de mi asombro-. ¿Qué hacéis aquí?
– Se terminó el descanso, freire, debes volver al trabajo -rió Gerard abrazándome también. -Hemos venido por ti, para que no sigas estropeándote y engordando con esta vida regalada de monje de convento.
Me dejé caer, abrumado, en una de las banquetas y observé a mis hermanos lleno de entusiasmo. Allí estaban, frente a mí, los dos caballeros hospitalarios más dignos y honrados del orbe cristiano, con sus mantos negros, sus largas barbas sobresaliendo de los almófares y sus espadas bendecidas al cinto. ¡Cuántas batallas habíamos librado juntos, cuántos caminos habíamos recorrido hasta casi la muerte, cuántas horas de estudio, de duro entrenamiento, de servicio! Y ni siquiera me había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que los echaba de menos, de lo mucho que añoraba el regreso…
– ¡Está bien -declaré incorporándome-, vámonos, aquí ya he aprendido todo lo que vine a aprender!
– ¡Alto ahí! ¿Adónde crees que vas? -Mi hermano Gerard me paró en seco, apoyando su guante de malla sobre mi pecho.
– ¿No habéis dicho que debo regresar…?
– Pero no a Rodas, hermano. Tú todavía no vuelves a casa.
Presumo que debí poner cara de estúpido.
– ¡Ah, no, eso sí que no! -advirtió Joanot-. ¡A fe mía que no soporto ver lágrimas en los ojos de un hospitalario!
– No seáis zoquete, freire. Las lágrimas estarán en vuestros sucios ojos en cuanto recupere mi espada… y en cuanto recupere la fortaleza para blandirla, naturalmente.
– Dices bien, hermano, porque tu aspecto es el de…
– ¡Callaos ya los dos! -vociferó Gerard-. ¡Y tú, Joanot, entrégale las cartas!
– ¿Las cartas…? ¿Qué cartas?
– Tres cartas muy importantes, freire Galcerán: una, del mismísimo senescal de Rodas, a cuyas órdenes permaneces; otra, del gran comendador de los hospitalarios de Francia, a cuyas órdenes vas a pasar; y, por último, una tercera, de Su Santidad el papa Juan XXII, a quien el Altísimo proteja, y que es el culpable de toda esta telaraña cartularia.
Sólo pude murmurar un triste «¡Vivediós…!» antes de caer como un fardo sobre mis pobres instrumentos quirúrgicos.
Las misivas eran taxativas. La del senescal me indicaba que debía ponerme a las órdenes del gran comendador de Francia antes de finales de mayo; la del gran comendador de Francia me indicaba que debía presentarme en la sede pontificia de Aviñón antes del 1 de junio, y la de su santidad Juan XXII contenía mi nombramiento como legado papal con todos los derechos y honores que esto representaba, muy en especial, según señalaba explícitamente, el de utilizar las caballerías más rápidas que yo mismo eligiera en las cuadras de cualquier cenobio, parroquia, o casa cristiana desde Ponç de Riba hasta Aviñón… O lo que venía a ser lo mismo, haciendo un breve resumen, que tenía que llegar a Aviñón antes de dos semanas… Admirable.
Me encargué personalmente de alojar a mis hermanos en las celdas de la casa de los peregrinos, y luego, ya avanzada la tarde, me encerré en la iglesia para meditar. Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos probables de la partida, sin haber calculado todas las posibilidades -las más verosímiles, al menos-, sin haber pensado cuidadosamente en los beneficios y las pérdidas, en las eventuales consecuencias y en las repercusiones sobre la vida de uno y sobre las vidas de los que dependen de uno… aunque no lo sepan, como era el caso de Jonás. Así pasé el resto de la tarde y la noche, solo en el centro de la iglesia, arropándome por última vez con el hábito blanco que abandonaría en cuanto saliera el sol para recuperar definitivamente mis propios atavíos, aquellos que harían renacer al Galcerán que desembarcó en Barcelona diecisiete meses atrás.
Recé maitines con los monjes, en la sala capitular, y pedí al prior que tuviera a bien recibirme unos instantes en su celda para comunicarle mi precipitada marcha del monasterio. Jamás le habría dado detalles sobre los motivos de mi partida de no haber sido porque, a cambio, pensaba obtener algo mucho más valioso, así que exhibí ante sus ojos la epístola del Papa, dejándole boquiabierto, y le hice creer que me estaba desahogando con él, como si fuera un amigo, al confesarle lo mucho que me trastornaba dicho nombramiento y cuánto me disgustaba mi salida de Ponç de Riba precisamente ahora que él iba a ser elegido abad. Antes de que pudiera abrir la boca, mientras todavía le tenía aturdido y deslumbrado, solicité su permiso para llevar conmigo al novicio García con el fin de no interrumpir su preparación, y le aseguré que, sin falta, antes de un año se lo devolvería maduro y formado, listo para tomar los votos. Le juré que el muchacho viviría siempre en el monasterio mauricense más cercano al lugar en el que yo me encontrara, y que cumpliría con todas las obligaciones y prácticas propias de su Orden.
Ni que decir tiene que cometí perjurio a conciencia y que toda aquella palabrería no era más que una sarta de mentiras, a cuál mayor; pero debía obtener la custodia de Jonás de manos del prior y sacarlo de aquellos muros a los que, desde luego, no volvería jamás.
La comitiva formada por tres caballeros hospitalarios, dos escuderos, llamados armigeri, también del Hospital de San Juan, un novicio mauricense a punto de cumplir catorce años, y dos mulas cargadas con el equipaje, abandonó el convento al mediodía bajo un sol de justicia, avanzando en dirección norte, hacia Barcelona.