Sentí curiosidad y le pregunté cuál era.
– ¡No te lo creerás! -me dijo con los ojos brillantes.
– Inténtalo.
– ¡Estamos exactamente debajo del campo de concentración de Buchenwald!
– ¡Qué!
– ¡Te lo aseguro! Debajo mismo del campo, en un paraje llamado Ettersberg.
Mil ideas cruzaron mi cabeza en décimas de segundo. ¡Así que el Gauforum y el KZ Buchenwald estaban comunicados por túneles bajo tierra! ¡Así que no era debajo del Gauforum donde se escondía el Salón de Ámbar, sino debajo de Buchenwald!
– Entré por una boca de alcantarilla que hay en la Blutstrasse , el camino que comunica Weimar con el campo, construido con hormigón por los propios presos, y…
Fue entonces cuando sentí un dolor agudo en el costado y un brazo que rodeaba con brutalidad mi garganta hasta cortarme la respiración. Escuché una exclamación y algunos golpes, pero no supe exactamente qué estaba pasando hasta que oí la voz de Roi junto a mi oreja:
– ¡Dame las pistolas! ¡Dame las pistolas o la mato!
Me revolvía, furiosa, tratando desesperadamente de apartar con las dos manos aquel cepo que me impedía respirar. Pero cuanto más forcejeaba, más notaba el doloroso pinchazo en el costado.
– ¡Dame las pistolas, José, o la mato! ¡No bromeo!
Oí un disparo. Y luego otro. En realidad oí también el silbido de las balas pasando muy cerca de mí. Pero cuando, por fin, una bocanada de aire logró entrar en mis pulmones, perdí el conocimiento.
EPÍLOGO
No es que yo sea una delicada flor de invernadero que se desmaya en cuanto escucha una palabra soez. Es que el brazo de Roí me había impedido respirar durante demasiado tiempo y mi cerebro había dejado de recibir oxígeno. Por eso caí al suelo sin sentido en el mismo momento en que José disparaba y mataba al príncipe Philibert.
Roi había aflojado sus ataduras en cuanto abandoné la nave de las obras de arte. Supongo que se dio cuenta de mi precipitación y nerviosismo a la hora de maniatarle y debió colocar las manos de manera que las correas quedaron completamente sueltas. Luego mató a Vladimir Melentiev y a sus secuaces con el mismo puñal de oro y pedrería con que me había pinchado a mí. Lo cogió de una de las colecciones de armas robadas por Koch en algún museo de San Petersburgo. Matando a aquellos tres desgraciados, se aseguraba la posesión, no sólo de los tesoros contenidos en la nave, como había pactado con Melentiev, sino también del Salón de Ámbar, cuyo valor era incalculable.
Luego había cruzado el cuartel y había llegado hasta el extremo de la mina, justo al otro lado de la puerta acorazada, y allí había permanecido hasta que encontró el momento adecuado para atacar a la persona que estaba más cerca de su escondite, o sea, yo. Le había salido perfecta la jugada, pues José había cogido las tres pistolas antes de salir de la nave y, atrapándome a mí, se aseguraba que éste se las devolviera. Pero calculó mal la reacción de José. Éste, al verme flaquear, creyó que me había clavado de verdad el puñal (¡poco faltó, desde luego!) y, ciego de ira, cuando Roi creía que se disponía a darle las armas, sujetó fuertemente una de ellas y le disparó a la cabeza, con tan buena puntería que acertó.
José, Heinz y yo abandonamos aquella misma noche las alcantarillas de Weimar por la boca situada en las inmediaciones de Buchenwald, no sin antes enterrar bajo la tierra negra y húmeda de la mina los cuerpos del príncipe Philibert y de Vladimir Melentiev y sus gorilas. Los otros, los que permanecían en sus camastros del cuartel, tendrían que esperar hasta nuestra siguiente visita.
Ya en el coche de Heinz, mientras nos alejábamos de la puerta del KZ, nos pusimos en contacto con Amalia y con Ezequiela a través del móvil. Hablamos con ellas largo y tendido, aunque sin entrar en detalles sobre lo ocurrido. Los teléfonos móviles son muy poco seguros, pues cualquiera puede captar la señal con un vulgar escáner y seguir punto por punto la conversación. Las tranquilizamos mientras Láufer conducía por las autopistas alemanas en dirección a su casa de Bonn, donde nos quedamos un par de días descansando después de tanto ajetreo. José pudo afeitarse por fin y quitarse la barba, pero yo llegué a la conclusión de que me gustaba más con pelo en la cara y le hice prometer que volvería a dejársela. También prestamos atención a otros importantes aspectos mientras estuvimos con Heinz: se hacía necesario desmantelar el sistema informático del Grupo de Ajedrez. La desaparición de Roi (que, evidentemente, tenía visos de prolongarse para siempre) acabaría llamando la atención de alguno de sus allegados, de manera que Láufer destruyó, a distancia, el contenido del disco duro de la máquina del príncipe, llevando a cabo un formateo de la unidad que hacía imposible la recuperación de los datos. No creímos que Roi hubiera sido tan inconsciente de dejar por ahí papeles o fotografías. Ninguno lo hacíamos, precisamente por su insistencia en temas de seguridad, de manera que nos sentimos bastante tranquilos después de esta intervención. Sólo hubo una cosa que Láufer no borró y que transfirió íntegramente a su ordenador: el fichero en el que Roi guardaba la lista de los clientes 'del Grupo y de los coleccionistas de arte más importantes del mundo.
Rook y Donna recibieron un mensaje anónimo muy sencillo en sus direcciones públicas de correo electrónico: una sola palabra, «Jaque», cargada para ellos de significado. A partir de ese momento, debían estar en alerta, vaciar sus ordenadores, eliminar la menor señal de su pertenencia al Grupo de Ajedrez y esperar instrucciones.
José estaba muy preocupado por su coche, abandonado en el destartalado garaje del edificio en ruinas de la Rómerhofstrasse de Francfort, y por el viejo Mercedes azul oscuro que habíamos dejado en Weimar. Láufer le aseguró que él mismo iría a Francfort a recoger el Saab y que se haría cargo del vehículo hasta quejóse pudiera recuperarlo. En cuanto al Mercedes, llevaba dieciséis días aparcado en el mismo lugar y no sabíamos qué habría podido ser de él. Aparte de que desconocíamos por completo la procedencia del automóvil, podía hallarse en esos momentos en el depósito de la policía, por ejemplo, o, en el peor de los casos, sometido a vigilancia, a la espera de que apareciera el dueño. Esto último no era probable pero, como estábamos tan histéricos, Láufer indagó en los ordenadores del Rathau de Weimar y, después de dar muchas vueltas, encontró una breve nota que daba cuenta de la recuperación, en la misma calle que nosotros habíamos dejado el coche, de un vehículo de idénticas características (aunque diferente matrícula) a otro desaparecido de un taller de reparaciones de Francfort a mediados de octubre. Supusimos que lo habrían restablecido a su verdadero propietario sin hacer más averiguaciones – como era lo normal en estos casos-, y, recordando que, además, no habíamos dejado nuestras huellas, nos tranquilizamos y nos olvidamos del tema.
A primera hora del martes 17 de noviembre embarcamos, por fin, en un vuelo con destino a Madrid. Una vez en Barajas, estuvimos haciendo tiempo hasta la hora de comer y luego salimos del aeropuerto con un grupo de pasajeros franceses que acababa de arribar. Viajamos en taxi hasta Ávila, hablando, en francés, de tonterías, y, a media tarde, entramos por la puerta de mi casa como dos náufragos que ponen el pie en tierra firme después de muchas semanas de mar. Amalia y Ezequiela nos abrazaron como si fuéramos dos niños perdidos y hallados en el templo, pero mucho más se abrazaron entre sí cuando, tres días después, José y la niña partieron en tren rumbo a Oporto. A Amalia se le habían subido mucho los humos a la cabeza tras su intervención en la aventura, pero, aunque no le restó importancia y supo valorar su actuación, José no permitió que se pusiera tonta y, con cuatro frases, la devolvió a su condición de adolescente de trece años que todavía tenía que seguir yendo al colegio. Una noche, cuando José ya dormía, me levanté de la cama y entré en mi antigua habitación. Amalia se despertó de golpe y me miró sorprendida. «Sólo quiero darte las gracias a solas -le dije sonriente-, sin ti no estaríamos aquí. Si, cuando seas mayor, deseas entrar en el Grupo, tendrás todo mi apoyo. Pero no se lo digas a tu padre, ¿vale? Creo que no estaría de acuerdo conmigo. ¡Ah!, y puedes venir a esta casa cuando quieras y usar mi ordenador.» Era todo un pacto. Amalia me abrazó muy fuerte y yo le respondí, lo cual, para dos caracteres tan secos como los nuestros, era toda una alianza. Mi criada también se había encariñado realmente con la niña y me expresó ampliamente su satisfacción por la aparente estabilidad de mi relación con el padre de la criatura. Llegó a insinuarme, incluso, que no le importaría dejar Ávila y vivir en el país vecino si yo lo creía necesario». Por supuesto, le cerré la boca con unas cuantas inconveniencias.