Matilde Asensi
El Salón De Ámbar
Mientras en el centro de la abarrotada plaza del Mercado Chico un clérigo de la Inquisición arrojaba libros herejes a la hoguera, dos calles más arriba yo luchaba desesperadamente por sacar del garaje mi flamante BMW 525 tds, color granate metalizado, en dura liza con la riada de rezagados que llegaban tarde a la fiesta medieval organizada por el ayuntamiento. Para mi desgracia, desde varios días atrás estaban teniendo lugar, en la misma puerta de mi casa, ruidosas reyertas de mendigos, ventas de esclavos, torneos de caballeros y ajusticiamientos de vendedoras de remedios y reliquias. Me decía, desesperada, que si hubiera sido un poco más lista, me habría abstenido de quedarme esos días en Ávila, marchándome a la finca con Ezequiela y dejando que mis conciudadanos se divirtiesen como les viniera eh gana. Pero acababa de regresar de un largo viaje y necesitaba urgentemente el entorno de mi propia casa, la comodidad de mi propia cama y un poco de… ¿tranquilidad? Las dichosas fiestas municipales me estaban sentando fatal.
Golpeé suavemente el claxon e hice señales con las luces para que el río humano se apartara y me dejara salir, pero fue totalmente inútil. Hube de contener un agudo instinto asesino al ver cómo un corro de adolescentes se dedicaba a aporrearme el capó entre gestos obscenos y risotadas. En estas ocasiones, y en otras del mismo pelaje, siempre juro para mis adentros -generalmente en hebreo- que es el último año que me quedo encerrada en el interior de las murallas a merced de la jauría.
Es evidente que por nada del mundo hubiera salido a la calle en tales circunstancias de no haberse producido la imperiosa llamada de mi querida tía Juana, a quien, precisamente, tenía pensado visitar al día siguiente para dar por terminado el asunto de San Petersburgo. Pero cuando Juana dice «¡Ahora!», ni todo el ejército norteamericano, con Patton a la cabeza, se atrevería a llevarle la contraria.
– Llévate la chaqueta, que está refrescando -me advirtió Ezequiela desde el salón-. ¡Y no le des recuerdos de mi parte a… ésa! -añadió con desprecio.
La vieja Ezequiela llevaba trabajando para mi familia desde que tenía doce años, cuando mi abuela se la trajo desde la aldehuela de Blasconuño, al norte de la provincia. Había visto crecer a mi padre y a mi tía, había amortajado a mis abuelos, había servido fielmente a mis padres y, luego, tras la muerte de mi madre, me había criado a mí. Su cariño y lealtad sólo tenían parangón con la irreductible hostilidad que sentía por mi tía: Ezequiela conservaba un recuerdo muy vivido del mal genio y el temperamento agrio de la joven Juana y nunca podría perdonarle ciertos agravios que, años atrás, la habían herido en lo más hondo.
Abandoné el recinto amurallado por la ermita de San Martín y, más tranquila ya, crucé el puente Adaja y tomé la carretera de Piedrahíta. Tenía por delante media hora de pacífica conducción escuchando las noticias de la radio: el presidente ruso, Boris Yeltsin, seguía empeñado en que la Duma aceptara a Chernomirdin como primer ministro, y la Duma, capitaneada por los comunistas, decía que no, que para nada, y que, si Boris insistía, estaban dispuestos a empezar la tercera guerra mundial; por su parte, el presidente norteamericano, Bill Clinton, ante la inminente publicación del informe Lewinsky, seguía empeñado en defender la enorme diferencia entre «relaciones sexuales» y «relaciones inapropiadas». Así que, por estos insignificantes problemillas, las bolsas mundiales estaban en caída libre y el desarrollo económico en franca recesión, aunque, al parecer, ningún conflicto era tan importante para nuestro país como el hecho de que Javier Clemente, el seleccionador nacional de fútbol, se negaba a dejar el puesto a pesar del ridículo mundial que habíamos hecho en Francia y en Chipre.
Apareció a mi izquierda la desviación hacia Molinillos de Trave y, quinientos metros más allá, apoyado contra la ladera del monte de la Visión, recortado por la débil luz de la luna menguante, se vislumbró el enorme contorno azulado del monasterio de Santa María de Miranda, cuyo campanario, en forma de linterna de ocho caras, amenazaba al cielo con tanta virulencia como el puño de mi tía en uno de sus días de mal humor. Nunca entendí por qué Juana había decidido enterrarse en aquel lugar después de haber disfrutado de todos los placeres de la vida. Yo tenía entonces diez u once años y recuerdo las furiosas peleas entre mi padre y ella, que, en una ocasión, como prueba de su férrea decisión y de su profunda vocación religiosa, llegó a tirarle a la cabeza, una cajita persa de bronce del siglo vin que le abrió en la frente una brecha de tres centímetros. Después de aquello, estuvieron mucho tiempo sin hablarse y, entretanto, Juana profesó y se convirtió, para sorpresa de todos, en una sumisa y disciplinada redentorista filipense de hábito negro y toca blanca. No obstante, como ambos hermanos eran buenos exponentes del espíritu práctico de la familia Galdeano, volvieron a reunirse al cabo de algunos años, aunque manteniendo hasta la muerte de mi padre una frialdad en el trato tan gélida como sus respectivos orgullos.
Detuve el coche frente a la cancela del monasterio y esperé a que una de las monjas bajara corriendo la pendiente para abrirme. Eran casi las diez de la noche y, como la comunidad, según la Regla, ya debería estar durmiendo después de haber rezado completas, me extrañó ver tanta animación y tantas luces en la puerta del edificio.
Antes de que pudiera darme cuenta, la hermana Natalia, sudorosa por la carrera y por el esfuerzo de empujar las pesadas hojas de hierro de la cancela, me estaba mirando a través de la ventanilla con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios que le dejaba al descubierto las dos blancas hileras de dientes. Suspiré con resignación… Natalia siem pre se ofrecía voluntaria para abrirme la verja con tal de que la invitara a subir en el coche durante el corto trayecto de vuelta. Algún día, me decía yo cargada de malas intenciones, algún día enfilaría hacia el monasterio a toda velocidad y la abandonaría allá abajo sin misericordia.
– ¡Qué coche tan bonito te has comprado esta vez, Ana! ¡A ver si te dura más que los otros! -exclamó, dejando caer sus buenos noventa kilos de peso en la mullida tapicería de mi BMW. Desde que ha"bía sobrepasado los cincuenta, Natalia no había hecho más que aumentar escandalosamente de volumen.
– ¿Por qué te metiste a monja, Natalia? Siempre he dicho que deberías haber sido la amante de algún jeque millonario.
– ¡Qué disparate! -carcajeó encantada.
Si hay algo que me revienta de las monjas de este cenobio es su inmaculada ingenuidad, su pueril impermeabilidad a todas las barbaridades que soy capaz de decirles.
Tiesa como un sargento e inmóvil como una estatua, mi tía me esperaba en el interior de la conserjería. Juana acababa de cumplir cincuenta y siete años pero, por esa misteriosa capacidad de conservación que disfrutan las esposas de Cristo, aparentaba poco más de cuarenta y tantos. Su rostro esquinado y vertical, de marcadas ojeras y labios finos, era idéntico al de mi padre y al mío, aunque sus ojos azules nada tenían que ver con los Galdeano y todavía estaba por aclararse su exótico e ilegítimo origen. Afortunadamente, el envaramiento de Juana era sólo una pose, y, en cuanto me tuvo a tiro, su gesto se dulcificó y me estrechó en un largo abrazo bajo la almibarada mirada de las hermanas que la rodeaban y de la enorme sonrisa blanca de Natalia.
– ¿Qué tal por San Petersburgo? -me preguntó, soltándome al fin-. Estás bastante más delgada…
– No hay mucha comida en Rusia -rezongué, recordando las parcas cantidades de repollo, sémola de trigo y remolacha que había tragado durante una semana.