– Pásame el cuchillo, por favor -urgí.
Arrastrándola con la punta afilada, arrinconé y, por fin, saqué, una gruesa llave de doble pala guiada.
– ¿Qué te parece? -inquirí, orgullosa, poniéndola delante de la cara de José.
– Parece la llave de una caja fuerte.
– Es la llave de una caja fuerte -corroboré como perita en la materia que soy-. Este tipo de llaves todavía se utiliza hoy en las cerraduras analógicas de alta seguridad. Trabaja con un doble juego de guías dentadas que encajan en dos ejes paralelos de guardas.
– Caramba, parece algo importante. Pero ¿dónde está la caja fuerte que se abre con esta maravillosa llave?
– Bueno -repuse-, no tengo ni idea. Pero, al menos, ahora sabemos lo que debemos buscar: una bocallave, seguramente disimulada.
– ¿Una cerradura, quieres decir?
– Exacto. Así que manos a la obra.
– Vale, pero empiezo a estar harto de este sitio.
– Sí, yo también. Pero no hay otro remedio. Venga.
Algún dios desconocido tuvo piedad de nosotros. Quizá Kermes, que, además de proteger los cruces de caminos, es el bienhechor de los ladrones y el soberano de las ganancias inesperadas. El caso es que encontramos la dichosa cerradura con bastante facilidad: mi amor por los libros me llevó a desalojar en primer lugar los anaqueles de madera para dejar al descubierto la pared posterior, y allí, detrás de Die Relativitdtstheorie Einsteins de Max Born, apareció, no sólo la bocallave buscada, sino también la rueda de combinaciones, de dos discos y, a la derecha, tras los siete tomos en vitela de Auf der Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido), de Marcel Proust, el.volante para hacer girar los pestillos. No había, en realidad, caja fuerte: había una enorme puerta acorazada, camuflada bajo una capa del mismo yeso que cubría las paredes, que coincidía con la cavidad en la que encajaban horizontalmente los tableros de madera. ¡Qué tontos habíamos sido al no darnos cuenta!
La llave de doble pala, después de desprender los restos de cera, encajó a la perfección en el orificio y giró las guardas.
– ¿Y ahora qué? -preguntó José, desconcertado-. Tú eres la experta en cerraduras.
– Ahora, cariño, tenemos un problema. Los discos de la rueda de combinaciones pueden formar hasta cien millones de claves de longitud desconocida. Así que sólo nos queda apelar a la lógica. Si tú, hombre inteligente y miembro de un exquisito grupo de ladrones de obras de arte, pusiste como clave de acceso a tus ficheros secretos el número de una de tus tarjetas de crédito, Sauckel, que fue quien supervisó las obras y utilizó este despacho, debió poner una combinación que reprodujera alguna tontería semejante.
– Gracias por la parte que me toca.
– De nada -suspiré-. De modo que sólo necesitamos saber fechas tales como la de su nacimiento, el de su mujer, los de sus diez hijos, el de su madre… o la de su entrada en el partido nazi, la del día de su ascenso a ministro de Reich, la de…
– ¡Vale, lo he comprendido! Sin embargo, pienso que, si hasta ahora hemos sido guiados paso a paso por multitud de pistas y señales, no tiene por qué ser diferente en este caso. Busquemos en las facturas, por ejemplo, o en las páginas de ese periódico austríaco que hay en uno de los cajones de la mesa.
– ¡El periódico! -exclamé- ¡Eso es! ¡La fecha estaba marcada en rojo, como los versos de la canción! ¡Creo que era el 20 de abril de 1942!
José abrió el cajón y sacó el ejemplar del Volks-Zeitung.
– Sí, el 20 de abril de 1942, cumpleaños del Führer, Adolf Hitler, según reza, en grandes letras góticas, el titular de portada. Ese día -leyó- hubo una gran celebración en la Cancillería del Reich, en Berlín, y multitud de actos festivos por toda Alemania. El Führer recibió tantos regalos que, para darles cabida, hubo que habilitar varias salas del palacio de Charlottenburg.
No pude contener la risa y solté una estruendosa carcajada.
– ¡Qué mente tan retorcida! -dejé escapar entre hipos-. ¡Qué admirable capacidad para los entuertos! ¿No te das cuenta, José? ¡Charlottenburg! ¡Charlottenburg! ¡Los regalos del Führer se guardaron en Charlottenburg! El Salón de Ámbar, el Bernsteinzimmer, fue construido por Federico I de Prusia para utilizarlo como salón de fumar en su palacio de Charlottenburg, ¿no te acuerdas? Nos lo explicó Roi en el IRC.
José esbozó una sonrisa siniestra.
– Tienes razón; ¡qué mente tan retorcida! «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas -declamó a voz en grito-, ¡seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor.» ¡Prueba con la fecha del cumpleaños de Hitler, cariño! ¡Apuesto mi joyería a que se abre a la primera!
Giré los discos hasta formar la combinación «2004» y, con una simple rotación del volante, descorrí, a la primera -como había dicho José-, los cinco pestillos cilindricos de acero cuyos extremos quedaron a la vista cuando empujamos la pared y ésta giró sobre sus goznes, dejando al descubierto el profundo y oscuro túnel de una mina. José, siguiendo su costumbre, procedió a pulsar rápidamente el ancho interruptor de cerámica situado a la derecha y una larga hilera de bombillas desnudas se encendió con titubeos en el techo, dejando al descubierto unas paredes de piedra viva. En el suelo, de tierra negra, apelmazada y húmeda, dibujando el mismo itinerario rectilíneo que la formación de bombillas, unos viejos raíles para vagonetas nos marcaban el camino que debíamos seguir.
– ¿Vamos…? -preguntó José, mirándome risueño.
– Vamos.
La galería, de unos cien metros de largo, se encaminaba hacia un sólido muro de cemento gris, que la cerraba y que formaba ángulo recto con las paredes de piedra. Un vano en el muro daba acceso a un nuevo pasillo de fabricación humana.
– Lo mismo hubiera dado que escondieran sus tesoros en las tripas de la pirámide de Keops -murmuré sobrecogida-. Es igual de divertido. Tengo la sensación de que vamos a encontrarnos con la tumba del faraón de un momento a otro.
– No te preocupes, cariño, yo te protegeré si te ataca la momia.
– A veces tienes un humor bastante negro, José.
– ¡Pensar que siempre había creído que Peón era valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos!
– ¡Soy valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos! -protesté enérgicamente-. ¡Pero es que este lugar resulta tétrico! Es como si flotara un soplo maligno en el aire.
Habíamos llegado al fondo del pasillo, que torcía a la derecha, y allí encontramos dos puertas entreabiertas, una a cada lado. La primera nos introdujo en un espacioso cuarto de paredes alicatadas y suelo de baldosas en el que había una sucesión de duchas, letrinas y lavabos, todo muy lóbrego y sucio; la segunda, en un comedor con un par de mesas en el centro, cubiertas de polvo, y, contra las paredes, vitrinas con platos, vasos y fuentes. Otra puerta, dentro de aquella misma estancia, conducía a un segundo comedor repleto de largos tablones de madera sin desbastar y bancos de similares ca racterísticas. Colgados de los muros, emblemas nazis como banderolas, estandartes, fotografías de Hitler y una placa de hierro con un águila negra de largas alas que sujetaba entre las garras una corona de laurel con una esvástica en el centro.
– ¿Qué se supone que es este sitio? -quise saber, confundida.
– Parece un cuartel. O una cárcel.
Salimos de nuevo al pasillo y seguimos con nuestra inspección, más desconcertados que al principio. Junto a los comedores, unas láminas metálicas, que giraban en ambos sentidos, daban paso a las cocinas, que olían a inmundicias, como si cincuenta años no hubieran sido suficientes para borrar el hedor de los primeros días. Después, el corredor por el que avanzábamos se dividía en dos brazos, a derecha e izquierda. La pared del frente, que iba de lado a lado, mostraba cuatro puertas iguales. José abrió la más cercana a nosotros, miró el interior y retrocedió bruscamente, cerrando de golpe.