José apretó los labios con gesto de frustración y suspiró.
– Creo que tienes razón. Koch traicionó a Sauckel.
– Bueno -dije con resolución, cogiendo la mano de José-, no creo que el gauleiter de Weimar merezca nuestra compasión. Pongamos manos a la obra, cariño: en este cubículo hay una segunda puerta que debemos encontrar. A ti te toca inspeccionar el cuarto de los motores y a mí el aseo. Luego, los dos volveremos sobre este despacho, por si se me hubiera pasado algo por alto, ¿vale?
Necesitamos dos horas para llegar a la ultrajante conclusión de que no habíamos sido capaces de encontrar nada. Y, sin embargo, yo estaba segura de que lo que buscábamos estaba allí, que lo teníamos delante de nuestras narices y no podíamos verlo. Y eso me exasperaba y me encorajinaba hasta ponerme de un mal humor insoportable. Estaba acostumbrada a bregar con muros, sistemas de alarma, puertas blindadas, cajas fuertes y perros guardianes, pero no con argucias y artimañas mentales capaces de volver loco a cualquiera.
– ¿Nada…? -me preguntó José, desolado, desde el otro lado de la mesa del despacho. Sostenía en la mano la preciosa pitillera de plata firmada por Koch.
– Nada -admití, dejándome caer en uno de los sillones que había a mi espalda.
– ¿Estás completamente segura…? -me miraba como si yo fuera el reo y él el juez.
– ¡Maldita sea, José! ¡Si te digo que no he encontrado nada, es que no he encontrado nada! ¿Crees que te lo ocultaría? ¿Con qué objeto, eh?
– Quiero decir que si no has encontrado nada que te llame la atención, cualquier cosa que te haya resultado extraña, diferente… Lo que sea, desde alguna cuenta de esas facturas de Sauckel hasta un libro o el pedazo de jabón del cuarto de baño..
– Aparte de que ese pedazo de jabón mugriento pueda estar hecho con grasa del cuerpo de los judíos incinerados en Buchenwald (producto abundantemente fabricado en los campos de exterminio nazis), lo único que se me ocurre, así, ahora mismo, es que, entre los libros de los anaqueles he encontrado la versión en alemán de la novela de Céline que leí hace poco, Viaje al fin de la, noche.
– ¿ Viaje al fin de la noche…?
– Reise ans Ende der Nacht -le corregí-. Va de un soldado francés que resulta herido durante la Primera Guerra Mundial y que regresa a su país para trabajar de médico rural. Es una novela muy amarga, que resulta estremecedora por ese ritmo alterado y quebradizo del estilo de Céline, ya sabes: muchas admiraciones, muchos puntos suspensivos, frases terriblemente cortas… Céline fue acusado de antisemitismo y colaboracionismo con los nazis al terminar la guerra y estuvo bastantes años exiliado en Alemania y Dinamarca. Aun así, se le considera una de las figuras más notables de la literatura de este siglo. Por cierto que, cuando lo estaba leyendo, una noche entró Ezequiela en mi habitación para pedirme que…
La sangre se me heló en las venas. Enmudecí.
– Para pedirte… -me animó José, desconcertado por mi brusco silencio.
– ¡Lo tengo, José! ¡Ya lo he encontrado!
– ¿Lo has encontrado…? ¿Qué has encontrado?
No le hice caso. De un salto me puse en pie y, como una exhalación, llegué hasta las repisas donde se encontraban los libros. Recordaba perfectamente haber amenazado a Ezequiela con el grueso tomo del Viaje al fin de la noche, un único tomo, no dos como en la edición alemana. Era imposible publicar esa obra en dos partes tan voluminosas como las que allí había. Simplemente, el texto no daba para tanto, aunque lo hubieran impreso con letras del tamaño de una moneda de veinte duros. Podía equivocarme, es verdad, pero menos era nada.
– ¡Mira, mira! -grité alborozada: el primero de los dos libros contenía, en efecto, la novela de Céline. El segundo, sin embargo, resultó ser otro libro completamente distinto, al que le habían añadido unas tapas falsas-. Volk ans… Ge… wehr! Lieder-buch der…Nationalso… zialistis… chen Deutschen Arbei… ter Partei -balbucí dificultosamente. Una cosa es saber leer alemán y otra muy distinta pronunciarlo en voz alta.
– ¡Dios mío, no he comprendido nada! -se quejó José, arrebatándome el ejemplar de las manos y examinándolo con ojos de experto-. Volk ans Gewehr! Liederbuch der Nationalsozialistis-chen Deutschen Arbeiter Partei -moduló con su perfecto dominio de la lengua de Goethe, y, luego, tradujo:- ¡Pueblo al fusil! Libro oficial de canciones del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes. Es una edición de 1934.
– ¡Ábrelo!
Haciendo pinza con el índice y el pulgar de la mano derecha, pasó rápidamente las hojas echándoles un ligero vistazo.
– Aquí hay algo -anunció, deteniéndose y abriendo el libro por la mitad.
– ¿Qué hay?
– Mi impaciencia no tenía límites. Asomaba la cabeza por encima de su hombro, en un vano intento por ver lo que había encontrado.
– Una de las canciones está subrayada con lápiz rojo.
– ¿Y qué dice?
– Se titula Hermanos, en minas y galerías. Es de un tal Host Wessel, jefe de las SA de Berlín.
– ¡Tradúcemela, por favor!
– «Hermanos, en minas y galerías -empezó-, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas / ¡seguid la marcha de nuestro Führer! / Hitler es nuestro conductor, / él no recibe paga áurea / que rueda a sus pies / desde los tronos judíos. /Alguna vez llegará el día de la riqueza, / alguna vez seremos libres: / Alemania creadora, ¡despierta! / ¡Rompe tus cadenas! / A Hitler somos lealmente adictos, / ¡fieles hasta la muerte! / Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria.»
– ¿Ya está…?
– Ya está.
– Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria -repetí, como hipnotizada-. Hitler nos ha de llevar…
– Está muy claro -anunció José-. Ea pista es Hitler.
– Eo de «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas» parece hecho a propósito para este lugar.
– Por eso la eligieron Sauckel y Koch. Por eso y porque les venía de maravilla para sus planes. Eos dos versos siguientes son muy claros: «¡Seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor.» ¿Qué hay de Hitler por aquí?
– El único que he visto es ese horroroso busto de cera del último cajón de la mesa.
– ¡Ah, sí, el que estaba junto a la pitillera de plata! Es de un mal gusto increíble.
Me encaminé hacia el escritorio y abrí de nuevo el cajón. La cabecita de cera pintada de betún rodó hacia mí, dando tumbos, desde el fondo de la gaveta. La cogí y la examiné cuidadosamente.
– No parece tener nada especial…-dictaminé pasado un momento-. Desde luego no creo que sea la solución a nuestro problema.
– Intenta romperla, o cortarla, o abrirla por la mitad.
– ¡Sí, hombre! -protesté indignada-. Quizá haya que colocarla en algún lugar especial para que se abra la puerta de la cámara del tesoro.
– ¡Qué imaginación más fértil! -rezongó José, arrebatándome al pequeño monstruo de las manos-. ¿Has visto por aquí alguna hornacina con el perfil de este repugnante objeto? ¿No…? Pues entonces déjame a mí.
Intentó clavar en la base del busto la punta de un cuchillo que sacó de la mochila, pero la cera se había endurecido con los años y parecía pedernal. Con mucho esfuerzo, apenas consiguió desprender algunos fragmentos.
– Más vale maña que fuerza -sentencié-. Déjame a mí.
Con mucha parsimonia, encendí el hornillo de gas y, sobre él, puse el pequeño recipiente metálico que utilizábamos para calentar el agua en el que había dejado caer la cabeza de Hitler. La cera vieja puede ser muy dura, le expliqué tranquilamente a José, pero no por ello deja de ser cera. Instantes después, un caldo espeso tiznado de es trías negras empezó a burbujear en el interior de la cazoleta.
– O tienes éxito… -murmuró José-, o has acabado para siempre con nuestras posibilidades de encontrar el Salón de Ámbar.
No contesté. Había visto la esquina de un pequeño objeto metálico aparecer y desaparecer súbitamente en la superficie de la sopa. Apagué el fuego.