La luna creciente seguía hermosa allá arriba, rielando sobre el agua del Bodensee, el lago Constanza, mientras yo cruzaba a la carrera el desigual asfalto de la carretera de Friedrichshafen. Láufer lanzó tal suspiro de alivio al verme regresar que me recordó a un niño olvidado por sus padres en la puerta del colegio. Me dio pena despedirme de él, horas después, en el aeropuerto de Zúrich, tras recibir de sus manos el pequeño paquete para Amalia y Cávalo. En el fondo, era un genio simpático.

No volví a pensar en el extraño reentelado hasta el domingo por la tarde, día 4 de octubre, cuando fui a Santa María de Miranda para dejar el lienzo en el calabozo y, a punto ya de abandonar la celda y con mi tía esperándome impaciente en la puerta, recordé de pronto lo ocurrido durante el robo.

Después de unos segundos de desconcierto, durante los cuales consideré la posibilidad de dejar las cosas como estaban y salir de allí sin tocar nada, decidí investigar un poco por mi cuenta y, volviendo atrás, saqué de nuevo el lienzo de su tubo. El grosor era considerable debido a la adición del refuerzo aunque, al tacto, podía notarse que ambos tejidos no estaban completamente pegados entre sí, sino que rozaban uno contra el otro con suavidad, tan sueltos como el forro de un bolsillo. En realidad, la adherencia se producía sólo en los bordes, pero no parecía muy consistente, y me dio la impresión de que, sólo con despegar ligeramente una de las esquinas del reentelado, éste se desprendería sin grandes dificultades. Sin embargo, no me decidí a intentarlo. Me asustó la posibilidad de dañar la pintura original provocando algún conflicto con nuestro cliente ruso. Así que la guardé de nuevo en el portalienzos y regresé a casa dándole vueltas al asunto.

No tenía ningún sentido. Por más que lo analizaba mientras cenaba, no conseguía comprender el motivo de aquel arreglo en una tela en perfectas condiciones. Tanto llegó a preocuparme el asunto que, a medianoche, me levanté de la cama y me dirigí al despacho para mandarle un mensaje a Roi. Necesitaba que supiera lo que había descubierto y que me diera una buena explicación para que pudiera quedarme, por fin, tranquila.,

La respuesta de Roi llegó a primera hora de la mañana. Al parecer había estado hablando con Donna y ésta, como experta, recomendaba despegar el reentelado por dos razones fundamentales: la primera, porque la mera existencia de ese refuerzo era completamente absurda, tal y como yo pensaba, y la segunda, porque precisamente por ser absurda podía despertar la desconfianza de nuestro cliente. Si se trataba de un error, eliminarlo no iba a mermar en absoluto el valor de la obra, sino todo lo contrario.

Así que subí de nuevo en mi coche y repetí el camino hasta el cenobio de mi tía, que se quedó perpleja al verme regresar tan pronto.

– ¿Qué haces aquí a estas horas? -me preguntó con aire de reproche.

A pesar de todo, me dije armándome de paciencia, es mi tía y la quiero.

– Necesito revisar el material que dejé ayer en el calabozo.

– Pues no voy a poder acompañarte, Ana María. Tengo que dirigir el rezo de laudes dentro de cinco minutos.

– No necesito que estés siempre conmigo cuando vengo al monasterio, tía -repuse contenta-. Te recuerdo que conozco el camino mejor que el de mi propia casa.

– Pues muy bien -me espetó-. Si no me necesitas, mejor para las dos. Aquí tienes la llave. No se te ocurra irte sin devolvérmela.

– No me la llevaré, ya sé que te daría un ataque -le dije, y le planté un beso cariñoso en plena mejilla. Juana se quedó tan sorprendida que me miró confusa durante unos segundos, sin saber qué hacer. Luego, muy digna, giró sobre sí misma y se alejó en dirección a la iglesia.

Por el camino saludé a varias hermanas rezagadas que llegaban tarde a la oración. En el fondo, me encantaba pasear sola por aquel recinto fresco y limpio, lleno de historia, y me pregunté con curiosidad cuántas monjas habrían acudido corriendo a los rezos por aquellos pasillos, a esas mismas horas, a lo largo de los siglos. ¡Qué vida más rara! Por muy hermoso que fuera el monasterio, no podía entender que alguien se encerrara allí para siempre renunciando a todo lo que había de bueno (y de malo) en el exterior.

Mis manos temblaban cuando abrí la puerta del calabozo y tuve que respirar hondo varias veces para controlar mi pulso acelerado. ¡Qué tontería! Durante las operaciones más peligrosas, en los momentos de mayor riesgo, los latidos de mi corazón permanecían inalterados, proporcionándome la frialdad necesaria para adoptar las decisiones más correctas. Sin embargo, ahora, a punto de despegar dos vulgares telas, estaba nerviosa y excitada como una tonta.

Sobre una mesa italiana de nogal del siglo xvi, con patas en forma de «as de copas», extendí un amplio pliego de papel vegetal y, sobre él, puse el lienzo de Krilov invertido. Luego, con ayuda de unos bastoncillos para las orejas humedecidos con agua y de una pequeña espátula, comencé a despegar las dos telas tan rápidamente como me permitía la vieja resina utilizada para el encolado. Incluso antes de haber terminado el proceso, que me llevó unos diez minutos, ya me había dado cuenta de que el extraño reentelado era, en realidad, otra pintura distinta adherida a la de Krilov y, cuando por fin terminé de separarlas y levanté en el aire el falso refuerzo, me encontré ante un segundo cuadro que nada tenía que ver con el original. Como no podía verlo bien con aquella pobre iluminación, salí del calabozo buscando en el claustro la claridad del día, tan sorprendida y desconcertada que no me preocupé de comprobar si alguna monja despistada andaba por allí en aquel momento. Debía ofrecer una imagen curiosa, saliendo de la celda con paso apresurado y con los brazos completamente extendidos, como un crucificado, para mantener desplegada la pintura frente a mis ojos.

Un viejo de larga barba y rostro maligno levantaba la cabeza y miraba hacia lo alto desde el fondo de lo que parecía un pozo lleno de lodo que le llegaba hasta la cintura. Por debajo de los brazos, unas gruesas cuerdas tiraban hacia arriba de él, que se dejaba izar sin cambiar la expresión de odio de su mirada. La imagen era tenebrosa, sin matices y bastante mal ejecutada, como hecha por la mano torpe de un aficionado. En la parte superior, una cartela de forma oval, envuelta por un falso marco de volutas, exhibía una inscripción indescifrable en hebreo, y abajo, a la derecha, aparecía el nombre del artista, un tal Erich Koch, y la fecha, 1949. ¡Qué extraño que alguien hubiera pegado aquel engendro en el dorso de una obra como los Mujiks de Krilov! Por fortuna, había llevado conmigo la cámara de fotografiar, así que disparé varias instantáneas desde distintos ángulos con la idea de enviárselas a Roi.

Guardé el Krilov en el portalienzos y puse mi hallazgo en otro tubo de láminas que tenía por allí. Estaba deseando llegar a casa para informar al Grupo del resultado de mi hazaña. Bueno -me dije contenta-, el misterio está resuelto.

A media tarde recogí las fotografías de la tienda de revelado en una hora que hay junto a la catedral y las pasé rápidamente por el escáner para mandarlas a Roi por e-mail. Gomo no terminé de aclararme con los formatos de las imágenes, puse tanta calidad en la resolución que estuve más de media hora enviando el mensaje. A las diez de la noche, después de haber estado comprobando el correo cada veinte minutos, desistí de que el príncipe Philibert diera señales de vida y apagué el ordenador. Luego, durante la cena, Ezequiela, que tenía un no sé qué raro en la mirada, estuvo contándome los cotillees y novedades de la jornada. Cuando terminamos de recoger la mesa, la dejé con la palabra en la boca y me retiré a mi habitación: tenía ganas de leer un rato antes de dormir y el Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline me llamaba a gritos desde la mesilla de noche. Pero Ezequiela, que, al parecer, no me lo había terminado de contar todo, apareció inesperadamente con una gran taza rebosante de leche caliente que le sirvió de excusa para entrar y sentarse a los pies de la cama.