El juglar descendió feliz en Villanueva, y Escalona siguió en el bus hasta Valledupar, donde tuvo que acostarse a sudar la fiebre de cuarenta grados de un resfriado común. Tres días después fue domingo de carnaval, y la canción inconclusa, que Escalona le había cantado en secreto al amigo casual, barrió con toda la música vieja y nueva desde Valledupar hasta el cabo de la Vela. Sólo él supo quién la divulgó mientras sudaba su fiebre de carnaval, y quién le puso el nombre: «La vieja Sara».
La historia es verídica, pero no es rara en una región y en un gremio donde lo más natural es lo asombroso. El acordeón, que no es un instrumento propio ni generalizado en Colombia, es popular en la provincia de Valledupar, tal vez importado de Aruba y Curazao. Durante la segunda guerra mundial se interrumpió la importación de Alemania, y los que ya estaban en la Provincia sobrevivieron por el cuidado de sus dueños nativos. Uno de ellos fue Leandro Díaz, un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro del acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a pesar de ser ciego de nacimiento. El modo de vida de esos juglares propios es cantar de pueblo en pueblo los hechos graciosos y simples de la historia cotidiana, en fiestas religiosas o paganas, y muy sobre todo en el desmadre de los carnavales. El de Rafael Escalona era un caso distinto. Hijo del coronel Clemente Escalona, sobrino del célebre obispo Celedón y bachiller del liceo de Santa Marta que lleva su nombre, empezó a componer desde muy niño para escándalo de la familia, que consideraba el cantar con acordeón como un oficio de menestrales. No sólo era el único juglar graduado de bachiller, sino uno de los pocos que sabían leer y escribir en aquellos tiempos, y el hombre más altivo y enamoradizo que existió jamás. Pero no es ni será el último: ahora los hay por cientos y cada vez más jóvenes. Bill Clinton lo entendió así en los días finales de su presidencia, cuando escuchó a un grupo de niños de escuela primaria que viajaron desde la Provincia a cantar para él en la Casa Blanca.
Por aquellos días de buena fortuna me encontré por casualidad con Mercedes Barcha, la hija del boticario de Sucre a la que le había propuesto matrimonio desde sus trece años. Y al contrario de las otras veces, me aceptó por fin una invitación para bailar el domingo siguiente en el hotel del Prado. Sólo entonces supe que se había mudado a Barranquilla con su familia por la situación política, cada vez más opresiva. Demetrio, su padre, era un liberal de racamandaca que no se amilanó con las primeras amenazas que le hicieron cuando se recrudeció la persecución y la ignominia social de los pasquines. Sin embargo, ante la presión de los suyos, remató las pocas cosas que le quedaban en Sucre e instaló la farmacia en Barranquilla, en los límites del hotel del Prado. Aunque tenía la edad de mi papá, mantuvo siempre conmigo una amistad juvenil que solíamos recalentar en la cantina de enfrente y más de una vez terminamos en borracheras de galeote con el grupo completo en El Tercer Hombre. Mercedes estudiaba entonces en Medellín y sólo iba con la familia en las vacaciones de Navidad. Siempre fue divertida y amable conmigo, pero tenía un talento de ilusionista para escabullirse de preguntas y respuestas y no dejarse concretar sobre nada. Tuve que aceptarlo como una estrategia más piadosa que la indiferencia o el rechazo, y me conformaba con que me viera con su padre y sus amigos en la cantina de enfrente. Si él no vislumbró mi interés en aquellas vacaciones ansiosas fue por ser el secreto mejor guardado en los primeros veinte siglos de la cristiandad. En varias ocasiones se vanaglorió en El Tercer Hombre de la frase que ella me había citado en Sucre en nuestro primer baile: «Mi papá dice que todavía no ha nacido el príncipe que se casará conmigo». Tampoco supe si ella se lo creyó, pero se comportaba como si lo creyera, hasta las vísperas de aquella Navidad en que aceptó que nos encontráramos el domingo siguiente en el baile matinal del hotel del Prado. Soy tan supersticioso que atribuí su resolución al peinado y el bigote de artista que me había hecho el peluquero, y al vestido de lino crudo y la corbata de seda comprados para la ocasión en un remate de turcos. Seguro de que iría con su padre, como a todas partes, invité también a mi hermana Aída Rosa, que pasaba sus vacaciones conmigo. Pero Mercedes se presentó sola en alma, y bailó con una naturalidad y tanta ironía que cualquier propuesta seria iba a parecerle ridícula. Aquel día se inauguró la temporada inolvidable de mi compadre Pacho Galán, creador glorioso del merecumbé que se bailó durante años y fue el origen de nuevos aires caribes todavía vivos. Ella bailaba muy bien la música de moda, y aprovechaba su maestría para sortear con argucias mágicas las propuestas con que la acosaba. Me parece que su táctica era hacerme creer que no me tomaba en serio, pero con tanta habilidad que yo encontraba siempre el modo de seguir adelante.
A las doce en punto se asustó por la hora y me dejó plantado en la mitad de la pieza, pero no quiso que la acompañara ni a la puerta. A mi hermana le pareció tan extraño, que de algún modo se sintió culpable, y todavía me pregunto si aquel mal ejemplo no tendría algo que ver con su determinación repentina de ingresar en el convento de las salesianas de Medellín. Mercedes y yo, desde aquel día, terminamos por inventarnos un código personal con el cual nos entendíamos sin decirnos nada, y aun sin vernos.
Volví a tener noticias de ella al cabo de un mes, el 22 de enero del año siguiente, con un mensaje escueto que me dejó en El Heraldo: «Mataron a Cayetano». Para nosotros sólo podía ser uno: Cayetano Gentile, nuestro amigo de Sucre, médico inminente, animador de bailes y enamorado de oficio. La versión inmediata fue que lo habían matado a cuchillo dos hermanos de la maestrita de la escuela de Chaparral que le vimos llevar en su caballo. En el curso del día, de telegrama en telegrama, tuve la historia completa.
Todavía no eran tiempos de teléfonos fáciles, y las llamadas personales de larga distancia se tramitaban con telegramas previos. Mi reacción inmediata fue de reportero. Decidí viajar a Sucre para escribirlo, pero en el periódico lo interpretaron como un impulso sentimental. Y hoy lo entiendo, porque ya desde entonces los colombianos nos matábamos los unos a los otros por cualquier motivo, y a veces los inventábamos para matarnos, pero los crímenes pasionales estaban reservados para lujos de ricos en las ciudades. Me pareció que el tema era eterno y empecé a tomar datos de testigos, hasta que mi madre descubrió mis intenciones sigilosas y me rogó que no escribiera el reportaje. Al menos mientras estuviera viva la madre de Cayetano, doña Julieta Chimento, que para colmo de razones era su comadre de sacramento, por ser madrina de bautismo de Hernando, mi hermano número ocho. Su razón -imprescindible en un buen reportaje- era de mucho peso. Dos hermanos de la maestra habían perseguido a Cayetano cuando trató de refugiarse en su casa, pero doña Julieta se había precipitado a cerrar la puerta de la calle, porque creyó que el hijo ya estaba en su dormitorio. Así que el que no pudo entrar fue él, y lo asesinaron a cuchillo contra la puerta cerrada.
Mi reacción inmediata fue sentarme a escribir el reportaje del crimen pero encontré toda clase de trabas. Lo que me interesaba ya no era el crimen mismo sino el tema literario de la responsabilidad colectiva. Pero ningún argumento convenció a mi madre y me pareció una falta de respeto escribir sin su permiso. Sin embargo, desde aquel día no pasó uno en que no me acosaran los deseos de escribirlo. Empezaba a resignarme, muchos años después, mientras esperaba la salida de un avión en el aeropuerto de Argel. La puerta de la sala de primera clase se abrió de repente y entró un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y en el puño una hembra espléndida de halcón peregrino, que en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Cayetano Gentile, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia Feliz. En el momento de su muerte tenía en la hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un neblí escocés adiestrado para la defensa personal. Yo conocía entonces la entrevista histórica que George Plimpton le hizo a Ernest Hemingway en The París Review sobre el proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway le contestó: «Si yo explicara cómo se hace eso, algunas veces sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación». Sin embargo, desde aquella mañana providencial en Argel, mi situación era la contraria: no me sentía con ánimos para seguir viviendo en paz si no escribía la historia de la muerte de Cayetano.