La vida con la familia completa, en condiciones azarosas, no es un dominio de la memoria sino de la imaginación. Los padres dormían en una alcoba de la planta baja con alguno de los menores. Las cuatro hermanas se sentían ya con derecho de tener una alcoba para cada una. En la tercera dormían Hernando y Alfredo Ricardo, al cuidado de Jaime, que los mantenía en estado de alerta con sus prédicas filosóficas y matemáticas. Rita, que andaba por los catorce años, estudiaba hasta la medianoche en la puerta de la calle bajo la luz del poste público, para ahorrar la de la casa. Aprendía de memoria las lecciones cantándolas en voz alta y con la gracia y la buena dicción que todavía conserva. Muchas rarezas de mis libros vienen de sus ejercicios de lectura, con la mula que va al molino y el chocolate del chico de la cachucha chica y el adivino que se dedica a la bebida. La casa era más viva y sobre todo más humana desde la medianoche, entre ir a la cocina a tomar agua, o al excusado para urgencias líquidas o sólidas, o colgar hamacas entrecruzadas a distintos niveles en los corredores. Yo vivía en el segundo piso con Gustavo y Luis Enrique -cuando el tío y su hijo se instalaron en su casa familiar-, y más tarde con Jaime, sometido a la penitencia de no pontificar sobre nada después de las nueve de la noche. Una madrugada nos tuvo despiertos durante varias horas el balido cíclico de un cordero huérfano. Gustavo dijo exasperado:

– Parece un faro.

No lo olvidé nunca, porque era la clase de símiles que en aquel tiempo atrapaba al vuelo en la vida real para la novela inminente.

Fue la casa más viva de las varias de Cartagena, que se fueron degradando al mismo tiempo que los recursos de la familia. Buscando barrios más baratos fuimos descendiendo de clase hasta la casa del Toril, donde se aparecía de noche el espanto de una mujer. Tuve la suerte de no estar allí, pero los solos testimonios de padres y hermanos me causaban tanto terror como si hubiera estado. Mis padres dormitaban la primera noche en el sofá de la sala, y vieron a la aparecida que pasó sin mirarlos de un dormitorio a otro, con un vestido de florecí tas rojas y el cabello corto sostenido detrás de las orejas con moños colorados. Mi madre la describió hasta por las pintas de su vestido y el modelo de sus zapatos. Papá negaba que la hubiera visto para no impresionar más a la esposa ni asustar a los hijos, pero la familiaridad con que la aparecida se movía por la casa desde el atardecer no permitía ignorarla. Mi hermana Margot despertó una madrugada y la vio en la baranda de su cama escrutándola con una mirada intensa. Pero lo que más la impresionó fue el pavor de ser vista desde otra vida.

El domingo, a la salida de misa, una vecina le confirmó a mi madre que en aquella casa no vivía nadie desde hacía muchos años por el descaro de la mujer fantasma que alguna vez apareció en el comedor a pleno día mientras la familia almorzaba. Al día siguiente salió mi madre con dos de los menores en busca de una casa para mudarse y la encontró en cuatro horas. Sin embargo, a la mayoría de los hermanos les costó trabajo conjurar la idea de que el fantasma de la muerta se había mudado con ellos.

En la casa del pie de la Popa, a pesar del mucho tiempo de que disponía, era tanto el gusto que me sobraba para escribir, que los días se me quedaban cortos. Allí reapareció Ramiro de la Espriella, con su diploma de doctor en leyes, más político que nunca y entusiasmado con sus lecturas de novelas recientes. Sobre todo por La piel, de Curzio Malaparte, que se había convertido aquel año en un libro clave de mi generación. La eficacia de la prosa, el vigor de la inteligencia y la concepción truculenta de la historia contemporánea nos atrapaban hasta el amanecer. Sin embargo, el tiempo nos demostró que Malaparte estaba destinado a ser un ejemplo útil de virtudes distintas de las que yo deseaba, y terminaron por derrotar su imagen. Todo lo contrario de lo que nos sucedió casi al mismo tiempo con Albert Camus.

Los De la Espriella vivían entonces cerca de nosotros y tenían una bodega familiar que saqueaban en botellas inocentes para llevarlas a nuestra casa. Contra el consejo de don Ramón Vinyes, les leía entonces largos trozos de mis borradores a ellos y a mis hermanos, en el estado en que se encontraban y todavía sin desbrozar, y en las mismas tiras de papel de imprenta de todo lo que escribí en las noches insomnes de El Universal.

Por esos días volvieron Álvaro Mutis y Gonzalo Mallarino, pero tuve el pudor afortunado de no pedirles que leyeran el borrador sin terminar y todavía sin título. Quería encerrarme sin pausas para hacer la primera copia en cuartillas oficiales antes de la última corrección. Tenía unas cuarenta páginas más que la versión prevista, pero aún ignoraba que eso pudiera ser un tropiezo grave. Pronto supe que sí: soy esclavo de un rigor perfeccionista que me fuerza a hacer un cálculo previo de la longitud del libro, con un número exacto de páginas para cada capítulo y para el libro en total. Una sola falla notable de estos cálculos me obligaría a reconsiderar todo, porque hasta un error de mecanografía me altera como un error de creación. Pensaba que este método absoluto se debía a un criterio exacerbado de la responsabilidad, pero hoy sé que era un simple terror, puro y físico.

En cambio, desoyendo otra vez a don Ramón Vinyes, le hice llegar a Gustavo Ibarra el borrador completo, aunque todavía sin título, cuando lo di por terminado. Dos días después me invitó a su casa. Lo encontré en un mecedor de bejuco en la terraza del mar, bronceado al sol y relajado en ropa de playa, y me conmovió la ternura con que acariciaba mis páginas mientras me hablaba. Un verdadero maestro, que no me dictó una cátedra sobre el libro ni me dijo si le parecía bien o mal, sino que me hizo tomar conciencia de sus valores éticos. Al terminar me observó complacido y concluyó con su sencillez cotidiana:

– Esto es el mito de Antígona.

Por mi expresión se dio cuenta de que se me habían ido las luces, y cogió de sus estantes el libro de Sófocles y me leyó lo que quería decir. La situación dramática de mi novela, en efecto, era en esencia la misma de Antígona, condenada a dejar insepulto el cadáver de su hermano Polinices por orden del rey Creonte, tío de ambos. Yo había leído Edipo en Colona en el volumen que el mismo Gustavo me había regalado por los días en que nos conocimos, pero recordaba muy mal el mito de Antígona para reconstruirlo de memoria dentro del drama de la zona bananera, cuyas afinidades emocionales no había advertido hasta entonces. Sentí el alma revuelta por la felicidad y la desilusión. Aquella noche volví a leer la obra, con una rara mezcla de orgullo por haber coincidido de buena fe con un escritor tan grande y de dolor por la vergüenza pública del plagio. Después de una semana de crisis turbia decidí hacer algunos cambios de fondo que dejaran a salvo mi buena fe, todavía sin darme cuenta de la vanidad sobrehumana de modificar un libro mío para que no pareciera de Sófocles. Al final -resignado- me sentí con el derecho moral de usar una frase suya como un epígrafe reverencial, y así lo hice.

La mudanza a Cartagena nos protegió a tiempo del deterioro grave y peligroso de Sucre, pero la mayoría de los cálculos resultaron ilusorios, tanto por la escasez de los ingresos como por el tamaño de la familia. Mi madre decía que los hijos de los pobres comen más y crecen más rápido que los de los ricos, y para demostrarlo bastaba el ejemplo de su propia casa. Los sueldos de todos no hubieran bastado para vivir sin sobresaltos.

El tiempo se hizo cargo de lo demás. Jaime, por otra confabulación familiar, se hizo ingeniero civil, el único de una familia que apreciaba un diploma como un título nobiliario. Luis Enrique se hizo maestro de contabilidad y Gustavo se graduó de topógrafo, y ambos siguieron siendo los mismos guitarristas y cantantes de serenatas ajenas. Yiyo nos sorprendió desde muy niño con una vocación literaria bien definida y por su carácter fuerte, del cual nos había dado una muestra precoz a los cinco años cuando lo sorprendieron tratando de prenderle fuego a un armario de ropa con la ilusión de ver a los bomberos apagando el incendio dentro de la casa. Más tarde, cuando él y su hermano Cuqui fueron invitados por condiscípulos mayores a fumar marihuana, Yiyo la rechazó asustado. El Cuqui, en cambio, que siempre fue curioso y temerario, la aspiró a fondo. Años después, náufrago en el tremedal de la droga, me contó que desde aquel primer viaje se había dicho: «¡Mierda! No quiero hacer nada más que esto en la vida». En los cuarenta años siguientes, con una pasión sin porvenir, no hizo más que cumplir la promesa de morir en su ley. A los cincuenta y dos años se le fue la mano en su paraíso artificial y lo fulminó un infarto masivo.