– ¡De todos modos, maestro, todavía le queda mucho costumbrismo!

Yo, agradecido, alcancé a gritarle:

– ¡Pero del bueno de Faulkner!

Y él puso término a todo lo no dicho ni pensado con una risotada fenomenal:

– ¡No sea hijueputa!

Cincuenta años después, cada vez que me acuerdo de aquella tarde, vuelvo a oír la carcajada explosiva que resonó como un reguero de piedras en la calle en llamas.

Me quedó claro que a los tres les había gustado la novela», con sus reservas personales y tal vez justas, pero no lo dijeron con todas sus letras quizás porque les parecía un recurso fácil. Ninguno habló de publicarla, lo cual era también muy de ellos, para quienes lo importante era escribir bien. Lo demás era asunto de los editores.

Es decir: estaba otra vez en nuestra Barranquilla de siempre, pero mi desgracia era la conciencia de que aquella vez no tendría ánimos para perseverar con «La Jirafa». En realidad había cumplido su misión de imponerme una carpintería diaria para aprender a escribir desde cero, con la tenacidad y la pretensión encarnizada de ser un escritor distinto. En muchas ocasiones no podía con el tema, y lo cambiaba por otro cuando me daba cuenta de que todavía me quedaba grande. En todo caso, fue una gimnasia esencial para mi formación de escritor, con la certidumbre cómoda de que no era más que un material alimenticio sin ningún compromiso histórico.

La sola busca del tema diario me había amargado los primeros meses. No me dejaba tiempo para más: perdía horas escudriñando los otros periódicos, tomaba notas de conversaciones privadas, me extraviaba en fantasías que me maltrataban el sueño, hasta que me salió al encuentro la vida real. En ese sentido mi experiencia más feliz fue la de una tarde en que vi al pasar desde el autobús un letrero simple en la puerta de una casa: «Se venden palmas fúnebres».

Mi primer impulso fue tocar para averiguar los datos de aquel hallazgo, pero me venció la timidez. De modo que la vida misma me enseñó que uno de los secretos más útiles para escribir es aprender a leer los jeroglíficos de la realidad sin tocar una puerta para preguntar nada. Esto se me hizo mucho más claro mientras releía en años recientes las más de cuatrocientas «jirafas» publicadas, y de compararlas con algunos de los textos literarios a que dieron origen.

Por Navidades llegó de vacaciones la plana mayor de El Espectador, desde el director general, don Gabriel Cano, con todos los hijos: Luis Gabriel, el gerente; Guillermo, entonces subdirector; Alfonso, subgerente, y Fidel, el menor, aprendiz de todo. Llegó con ellos Eduardo Zalamea, Ulises, quien tenía un valor especial para mí por la publicación de mis cuentos y su nota de presentación. Tenían la costumbre de gozar en pandilla la primera semana del nuevo año en el balneario de Pradomar, a diez leguas de Barranquilla, donde se tomaban el bar por asalto. Lo único que recuerdo con cierta precisión de aquella barabúnda es que Ulises en persona fue una de las grandes sorpresas de mi vida. Lo veía a menudo en Bogotá, al principio en El Molino y años después en El Automático, y a veces en la tertulia del maestro De Greiff. Lo recordaba por su semblante huraño y su voz de metal, de los cuales saqué la conclusión de que era un cascarrabias, que por cierto era la fama que tenía entre los buenos lectores de la ciudad universitaria. Por eso lo había eludido diversas ocasiones para no contaminar la imagen que me había inventado para mi uso personal. Me equivoqué. Era uno de los seres más afectuosos y serviciales que recuerdo, aunque comprendo que necesitaba un motivo especial de la mente o del corazón. Su materia humana no tenía nada de la de don Ramón Vinyes, Álvaro Mutis o León de Greiff, pero compartía con ellos la aptitud congénita de maestro a toda hora, y la rara suerte de haber leído todos los libros que se debían leer.

De los Cano jóvenes -Luis Gabriel, Guillermo, Alfonso y Fidel- llegaría a ser más que un amigo cuando trabajé como redactor de El Espectador. Sería temerario tratar de recordar algún diálogo de aquellas conversaciones de todos contra todos en las noches de Pradomar, pero también sería imposible olvidar su persistencia insoportable en la enfermedad mortal del periodismo y la literatura. Me hicieron otro de los suyos, como su cuentista personal, descubierto y adoptado por ellos y para ellos. Pero no recuerdo como tanto se ha dicho- que alguien hubiera sugerido siquiera que me fuera a trabajar con ellos. No lo lamenté, porque en aquel mal momento no tenía la menor idea de cuál sería mi destino ni si me dieran a escogerlo.

Álvaro Mutis, entusiasmado por el entusiasmo de los Cano, volvió a Barranquilla cuando acababan de nombrarlo jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana, y trató de convencerme de que me fuera a trabajar con él en Bogotá. Su verdadera misión, sin embargo, era mucho más dramática: por un fallo aterrador de algún concesionario local habían llenado los depósitos del aeropuerto con gasolina de automóvil en vez de gasolina de avión, y era impensable que una nave abastecida con aquel combustible equivocado pudiera llegar a ninguna parte. La tarea de Mutis era enmendar el error en secreto absoluto antes del amanecer sin que se enteraran los funcionarios del aeropuerto, y mucho menos la prensa. Así se hizo. El combustible fue cambiado por el bueno en cuatro horas de whiskys bien conversados en los separes del aeropuerto local. Nos sobró tiempo para hablar de todo, pero el tema inimaginable para mí fue que la editorial Losada de Buenos Aires podía publicar la novela que yo estaba a punto de terminar. Álvaro Mutis lo sabía por la vía directa del nuevo gerente de la editorial en Bogotá, Julio César Villegas, un antiguo ministro de Gobierno del Perú asilado desde hacía poco en Colombia.

No recuerdo una emoción más intensa. La editorial Losada era una entre las mejores de Buenos Aires, que habían llenado el vacío editorial provocado por la guerra civil española. Sus editores nos alimentaban a diario con novedades tan interesantes y raras que apenas si teníamos tiempo para leerlas. Sus vendedores nos llegaban puntuales con los libros que nosotros encargábamos y los recibíamos como enviados de la felicidad. La sola idea de que una de ellas pudiera editar La hojarasca estuvo a punto de trastornarme. No acababa de despedir a Mutis en un avión abastecido con el combustible correcto, cuando corrí al periódico para hacer la revisión a fondo de los originales.

En los días sucesivos me dediqué de cuerpo entero al examen frenético de un texto que bien pudo salírseme de las manos. No eran más de ciento veinte cuartillas a doble espacio, pero hice tantos ajustes, cambios e invenciones, que nunca supe si quedó mejor o peor. Germán y Alfonso releyeron las partes más críticas y tuvieron el buen corazón de no hacerme reparos irredimibles. En aquel estado de ansiedad revisé la versión final con el alma en la mano y tomé la decisión serena de no publicarlo. En el futuro, aquello sería una manía. Una vez que me sentía satisfecho con un libro terminado, me quedaba la impresión desoladora de que no sería capaz de escribir otro mejor.

Por fortuna, Álvaro Mutis sospechó cuál era la causa de mi demora, y voló a Barranquilla para llevarse y enviar a Buenos Aires el único original en limpio, sin darme tiempo de una lectura final. Aún no existían las fotocopias comerciales y lo único que me quedó fue el primer borrador corregido en márgenes e interlíneas con tintas de colores distintos para evitar confusiones. Lo tiré a la basura y no recobré la serenidad durante los dos meses largos que demoró la respuesta.

Un día cualquiera me entregaron en El Heraldo una carta que se había traspapelado en el escritorio del jefe de redacción. El membrete de la editorial Losada de Buenos Aires me heló el corazón, pero tuve el pudor de no abrirla allí mismo sino en mi cubículo privado.

Gracias a eso me enfrenté sin testigos a la noticia escueta de que La hojarasca había sido rechazada. No tuve que leer el fallo completo para sentir el impacto brutal de que en aquel instante me iba a morir.