De un día para otro, por razones diversas -y algunas demasiado frívolas- empecé a mejorar la ropa, me corté el pelo como recluta, me adelgacé el bigote y aprendí a usar unos zapatos de senador que me regaló sin estrenar el doctor Rafael Marriaga, miembro itinerante del grupo e historiador de la ciudad, porque le quedaban grandes. Por la dinámica inconsciente del arribismo social empecé a sentir que me ahogaba de calor en el cuarto del Rascacielos, como si Aracataca hubiera estado en Siberia, y a sufrir por los clientes de paso que hablaban en voz alta al levantarse y no me cansaba de refunfuñar porque las pájaras de la noche seguían arriando a sus cuartos cuadrillas enteras de marineros de agua dulce.
Hoy me doy cuenta de que mi catadura de mendigo no era por pobre ni por poeta sino porque mis energías estaban concentradas a fondo en la tozudez de aprender a escribir. Tan pronto como vislumbré el buen camino abandoné el Rascacielos y me mudé al apacible barrio del Prado, en el otro extremo urbano y social, a dos cuadras de la casa de Meira Delmar y a cinco del hotel histórico donde los hijos de los ricos bailaban con sus amantes vírgenes después de la misa del domingo. O como dijo Germán: empecé a mejorar para mal.
Vivía en la casa de las hermanas Ávila -Esther, Mayito y Toña-, a quienes había conocido en Sucre, y estaban empeñadas desde hacía tiempo en redimirme de la perdición. En vez del cubículo de cartón donde perdí tantas escamas de nieto consentido, tenía entonces una alcoba propia con baño privado y una ventana sobre el jardín, y las tres comidas diarias por muy poco más que mi sueldo de carretero. Compré un pantalón y media docena de camisas tropicales con flores y pájaros pintados, que por un tiempo me merecieron una fama secreta de maricón de buque. Amigos antiguos que no habían vuelto a cruzarse conmigo los encontraba entonces en cualquier parte. Descubrí con alborozo que citaban de memoria los despropósitos de «La Jirafa», eran fanáticos de Crónica por lo que ellos llamaban su pundonor deportivo y hasta leían mis cuentos sin acabar de entenderlos. Encontré a Ricardo González Ripoll, mi vecino de dormitorio en el Liceo Nacional, que se había instalado en Barranquilla con su diploma de arquitecto y en menos de un año había resuelto la vida con un Chevrolet cola de pato, de edad incierta, donde enlataba al amanecer hasta ocho pasajeros. Me recogía en casa a la prima noche tres veces por semana para irnos de parranda con nuevos amigos obsesionados por enderezar el país, unos con fórmulas de magia política y otros a trompadas con la policía.
Cuando se enteró de estas novedades, mi madre me mandó un recado muy suyo: «La plata llama plata». A los del grupo no les informé nada de la mudanza hasta una noche en que los encontré en la mesa del café Japy, y me agarré de la fórmula magistral de Lope de Vega: «Y me ordené, por lo que convenía el ordenarme a la desorden mía». No recuerdo una rechifla igual ni en el estadio de fútbol. Germán apostó a que no se me ocurriría ni una sola idea concebida fuera del Rascacielos. Según Álvaro, no iba a sobrevivir a los retortijones de tres comidas diarias y a sus horas. Alfonso, en contravía, protestó por el abuso de intervenir en mi vida privada y le echó tierra al asunto con una discusión sobre la urgencia de tomar decisiones radicales para el destino de Crónica. Pienso que en el fondo se sentían culpables de mi desorden pero eran demasiado decentes para no agradecer mi decisión con un suspiro de alivio.
Al contrario de lo que podía esperarse, mi salud y mi moral mejoraron. Leía menos por la estrechez de mi tiempo, pero le subí el tono a «La Jirafa» y me forcé a seguir escribiendo La hojarasca en mi nuevo cuarto con la máquina rupestre que me prestó Alfonso Fuenmayor, y en los amaneceres que antes malgastaba con el Mono Guerra. En una tarde normal en la redacción del periódico podía escribir «La Jirafa», un editorial, algunas de mis tantas informaciones sin firma, condensar un cuento policíaco y escribir las notas de última hora para el cierre de Crónica. Por fortuna, en vez de hacerse fácil con los días, la novela en proceso empezó a imponerme sus criterios propios contra los míos y tuve la candidez de entenderlos como un síntoma de vientos propicios.
Tan resueltos estaban mis ánimos que improvisé de emergencia mi cuento número diez -«Alguien desordena estas rosas»-, porque sufrió un infarto grave el comentarista político al que habíamos reservado tres páginas de Crónica para un artículo de última hora. Sólo cuando corregí la prueba impresa de mi cuento descubrí que era otro drama estático de los que ya escribía sin darme cuenta. Esta contrariedad acabó de agravarme el remordimiento de haber despertado a un amigo poco antes de la medianoche para que me escribiera el artículo en menos de tres horas. Con ese ánimo de penitente escribí el cuento en el mismo tiempo, y el lunes volví a plantear en el consejo editorial la urgencia de echarnos a la calle para sacar la revista de su marasmo con reportajes de choque. Sin embargo, la idea -que era de todos- fue rechazada una vez más con un argumento favorable a mi felicidad: si nos echábamos a la calle, con la concepción idílica que teníamos del reportaje, la revista no volvería a salir a tiempo -si salía-. Debí entenderlo como un cumplido, pero nunca pude superar la mala idea de que la razón verdadera de ellos era el recuerdo ingrato de mi reportaje sobre Berascochea.
Un buen consuelo de aquellos días fue la llamada telefónica de Rafael Escalona, el autor de las canciones que se cantaban y se siguen cantando de este lado del mundo. Barranquilla era un centro vital, por el paso frecuente de los juglares de acordeón que conocíamos en las fiestas de Aracataca, y por su divulgación intensa en las emisoras de la costa caribe. Un cantante muy conocido entonces era Guillermo Buitrago, que se preciaba de mantener al día las novedades de la Provincia. Otro muy popular era Crescencio Salcedo, un indio descalzo que se plantaba en la esquina de la lunchería Americana para cantar a palo seco las canciones de las cosechas propias y ajenas, con una voz que tenía algo de hojalata, pero con un arte muy suyo que lo impuso entre la muchedumbre diaria de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud la pasé plantado cerca de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hasta aprenderme de memoria su vasto repertorio de canciones de todos.
La culminación de esa pasión llegó a su clímax una tarde de sopor en que el teléfono me interrumpió cuando escribía «La Jirafa». Una voz igual a las de tantos conocidos de mi infancia me saludó sin fórmulas previas:
– Quihubo, hermano. Soy Rafael Escalona.
Cinco minutos después nos encontramos en un reservado del café Roma para entablar una amistad de toda la vida. Apenas si terminamos los saludos, porque empecé a exprimir a Escalona para que me cantara sus últimas canciones. Versos sueltos, con una voz muy baja y bien medida, que se acompañaba tamboreando con los dedos en la mesa. La poesía popular de nuestras tierras se paseaba con un vestido nuevo en cada estrofa. «Te voy a dar un ramo de nomeolvides para que hagas lo que dice el significado», cantaba. De mi parte, le demostré que sabía de memoria los mejores cantos de su tierra, tomados desde muy niño en el río revuelto de la tradición oral. Pero lo que más le sorprendió fue que yo le hablaba de la Provincia como si la conociera.
Días antes, Escalona había viajado en autobús de Villanueva a Valledupar, mientras componía de memoria la música y la letra de una nueva canción para los carnavales del domingo siguiente. Era su método maestro, porque no sabía escribir música ni tocar ningún instrumento. En alguno de los pueblos intermedios subió al bus un trovador errante de abarcas y acordeón, de los ya incontables que recorrían la región para cantar de feria en feria. Escalona lo sentó a su lado y le cantó al oído las dos únicas estrofas terminadas de su nueva canción.