Raymond protesta:
– Cuatro años, eso no es nada – y agrega: – Recuerdo a un mocoso con cara de mujer.
Ella no se enojó, pero le contestó con apacible desdén que se imaginaba perfectamente que no habían sido hechos como para entenderse. Raymond comprendió que a los ojos de Maria, su hijastro planeaba sobre él, a distancia inconmensurable. Ella pensaba en Bertrand; había bebido champaña y sonreía a los ángeles; golpeó también con sus manos, como los fugitivos desunidos, para que la música ayudara en su encantamiento. ¿Qué quedaba, en la memoria de Raymond, de esas mujeres que él había poseído? Algunas ni siquiera las reconocería. Pero durante esos diecisiete años, no ha transcurrido un solo día en que no haya recordado ese rostro, lo haya insultado, acariciado, ese rostro cuyo perfil puede contemplar tan de cerca, esa tarde. Maria estaba tan lejos de él esa tarde que no lo pudo soportar y para acercarse a ella, pronunció de nuevo el nombre de Bertrand:
– ¿Deja pronto el Politécnico?
Respondió con complacencia que era su último año; había perdido cuatro años a causa de la guerra; pensaba que saldría entre los primeros. Y como Raymond agregara que, sin duda, Bertrand, sucedería a su padre, Maria protestó diciendo que le darían tiempo para que reflexionara.
Por lo demás, ella estaba segura de que se impondría en cualquier parte. Raymond no comprendía nunca el valor de esa alma:
– En el Politécnico, su influencia es extraordinaria… Pero no sé por qué le digo estas cosas…
Pareció que bajaba de las nubes, cuando le preguntó: "Y usted, ¿qué hace?"
– Negocios… vagabundeo un poco…
Repentinamente, su vida le pareció miserable. Apenas si ella lo había escuchado: no lo despreciaba; simplemente, no existía ante sus ojos. Levantándose a medias, Maria hacía señales a Larousselle, que seguía perorando sobre su taburete; él gritó: "¡ Todavía otro minuto!" Ella dijo en voz baja: ¡Está tan rojo! Bebe demasiado…" Los negros envolvían sus instrumentos, como si fueran niños dormidos. Sólo el piano parecía no poder detenerse: una pareja daba vueltas todavía; el resto, sin separarse, se había desplomado. Ha llegado la hora, que Raymond Courréges saboreara tantas veces: la hora en que las garras se esconden, los ojos se llenan de dulzura, la voz ensordece y las manos insidiosas… En otra época, sonreía, pensaba en lo que vendría después: cuando al salir del cuarto, al rayar el alba, el hombre se alejaba, silbando bajo y dejando tras él, atravesado en la cama, un cuerpo molido, como si estuviera asesinado… ¡Ah! ciertamente, ¡no habría abandonado así a Maria Cross! Toda su vida no hubiera bastado para hartarse de esa mujer. No se ha dado cuenta de que él ha acercado su rodilla a la suya: ni siquiera siente el contacto; ha perdido su poder frente a ella; sin embargo, él la tuvo al alcance de su mano, en esos años transcurridos; ella creyó amarlo. El no sabía; sólo era un niño, ella debió advertirle lo que exigía de él; ningún capricho lo habría desalentado; habría avanzado tan lentamente como ella lo hubiese deseado; sabía, según la necesidad, suavizar su furor… Ha-bría sabido hacerle saborear la felicidad… Demasiado tarde ahora: pasarían siglos antes de que se volviera a renovar la conjunción de sus destinos en el tranvía de las seis. Levantó los ojos, miró en los espejos su juventud que pasaba, vio asomarse las señales de la decrepitud: ha pasado el tiempo de ser amado; es el tiempo de amar, si eres digno de ello. Posó su mano sobre la mano de María Cross:
– ¿Recuerda el tranvía?
Ella se alzó de hombros y sin volverse tuvo la audacia de preguntar: "¿Cuál tranvía?" Luego, para no darle tiempo de contestar:
– ¿Sería tan amable de ir a buscar al señor Larousselle y reclamar la contraseña del guardarropa?… De otra manera, no partiremos nunca.
Parecía no escuchar. Ella había dicho intencionadamente: "¿Qué tranvía?" Raymond hubiera querido decirle que nada contaba en su vida fuera de esos minutos en que estuvieron sentados frente a frente, en medio de esos pobres que, muertos de sueño, dejaban caer sus rostros tiznados: un diario se resbalaba de entre esas pesadas manos; esa mujer, con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un folletín y sus labios se movían como si estuvieran rezando. Gotas de tormenta cavaban el polvo de aquel pequeño camino, tras la iglesia de Talence; un obrero en bicicleta adelantaba al tranvía, el cuerpo doblado sobre el volante, llevaba, cruzándole el cuerpo, una bolsa de tela de donde salía una botella. Un follaje polvoriento semejaba, a través de las rejas, manos que buscan agua.
– Le ruego que sea amable y me traiga a mi marido; no está acostumbrado a beber tanto; debería haberlo retenido; no soporta el alcohol.
Raymond, que había vuelto a sentarse, se levantó y de nuevo le causó horror su reflejo en los espejos. ¿De qué sirve ser joven todavía? Es verdad que todavía pueden amarnos, pero ya no elegimos. Todo es posible para aquel que posee el efímero esplendor de la primavera del ser humano… Cinco años menos y Raymond piensa que no habría desesperado de su suerte: sabía, mejor que ningún otro, todo lo que podía vencer un hombre en su primera juventud; antipatías, preferencias, pudores, remordimientos en una mujer ya usada; todo lo que despierta en materia de curiosidades, de apetitos. Ahora se creía desarmado y miraba su cuerpo como si en la víspera de un combate hubiera mirado una espada rota.
– Si usted no se decide a ir, iré yo misma. Lo hacen beber… ¿Cómo podré traerlo de vuelta?… ¡Qué vergüenza!
– Qué diría su Bertrand, si la viera aquí a mi lado, y su padre allá…
– Lo comprendería todo: lo comprende todo.
En ese momento retumbó, del lado del bar, el ruido de un cuerpo macizo que se derrumbaba. Raymond se precipitó, y con la ayuda del barman, quiso levantar a Victor Larousselle, el cual tenía las piernas enredadas en el taburete derribado; su mano convulsa, llena de sangre, no soltaba una botella rota. María, temblando, tiró sobre los hombros del padre de Bertrand una pelliza y levantó su cuello para ocultar el rostro violeta. El barman decía a Raymond que pagara la cuenta, "que nunca se sabía si se trataba de un ataque o no", y lo llevó casi hasta el taxi, tanto miedo le daba verlo “reventar” antes de que hubiese traspasado la puerta.
María y Raymond, sentados en la bigotera, mantenían al ebrio acostado; una mancha de sangre se ensanchaba sobre el pañuelo alrededor de la mano herida. María gemía: "Esto no le sucede nunca… debería haber recordado que no soporta el vino… ¿Me jura guardar silencio?" Raymond exultaba, saludaba con inmensa alegría este retorno de la fortuna. No, no podía haberse separado de María Cross esa tarde. ¡ Qué locura haber dudado de su buena estrella! A pesar de que estaban al final del invierno, la noche estaba fría; una capa de granizo blanqueaba la plaza de la Concordia bajo la luna. Raymond retenía, inmóvil, en el fondo del coche, esta masa de donde salían palabras confusas, eructos. María abrió un frasco de sales, y al joven le gustó ese olor avinagrado; se calentaba contra el fuego del cuerpo bienamado, aprovechaba las breves llamas de cada farol para llenar sus ojos con la imagen de ese bello rostro humillado. Por un momento tomó ella entre sus manos esa pesada cabeza de viejo que causaba horror mirarla y se parecía a Judit.
Deseaba, sobre todas las cosas, que el portero no se diera cuenta de nada y se sintió muy feliz de poder aceptar los servicios de Raymond, para arrastrar al enfermo hasta el ascensor. Apenas lo habían extendido en una cama, cuando vieron que su mano sangraba abundantemente y que tenía los ojos en blanco. María perdía la cabeza, torpe, incapaz de prodigar ninguno de los cuidados familiares a otras mujeres… ¿Tendría que despertar a los sirvientes en el séptimo piso? ¡ Pero qué escándalo sería! Decidió telefonear a su médico, que debía de haber descolgado el interruptor, pues nadie le respondió. Estalló en sollozos. Raymond recordó entonces que su padre estaba en París, tuvo la idea de llamarlo y se lo propuso a María. Sin darle ni las gracias, buscó inmediatamente, en la guía de teléfonos, el número del Grand-Hotel.