CAPITULO DÉCIMO
Mientras tanto, después de que Raymond Courréges se hubo desembarazado en el camino de todos los insultos con los cuales no había podido agobiar a María Cross, sintió la necesidad de envilecerla aún más, y por este motivo, apenas hubo entrado en casa, deseó ver a su padre. Tal como el doctor lo había anunciado, se quedó en cama durante cuarenta y ocho horas sin comer ni beber sino agua para gran felicidad de su madre y de su mujer. Se decidió a hacerlo no sólo por la falsa angina de pecho sino por estudiar en él mismo los efectos de ese tratamiento. Robinson había venido durante la víspera: "Habría preferido a Dulac, decía la señora Courréges, pero, al fin y al cabo, también es un médico, sabe auscultar."
Robinson se deslizaba a lo largo de las paredes, subía, furtivo, las escaleras, siempre angustiado ante la idea de darse de narices con Madeleine, aunque no hubiesen sido nunca novios. El doctor, con los ojos cerrados, la cabeza vacía, el cuerpo libre bajo las sábanas livianas, al resguardo del día, seguía sin esfuerzo las pistas de sus pensamientos; y su espíritu erraba sobre esas pistas perdidas, vueltas a encontrar, mezcladas, tal como un perro bate los arbustos alrededor del amo que se pasea sin cazar. Creaba, sin fatigarse, los artículos que tendría que escribir; respondía, punto por punto, a las críticas que había suscitado su último comunicado a la Sociedad de Biología. Le era dulce la presencia de su madre y también la de su mujer, y era para él una dulzura notarlo: al fin, inmóvil, después de una persecución agotadora, se dejaba alcanzar por Lucie; admiraba a su madre, que se borraba para evitar cualquier conflicto: las dos mujeres dividían entre ellas, sin pelearse, esta presa arrancada por un tiempo a los quehaceres de la profesión, de los estudios, a un amor desconocido, presa que ya no se resistía, que se interesaba en sus más mínimas palabras, cuyo universo se achicaba a la medida del de ellas. Ahora, el doctor se interesaba por saber si Julie se iba de todos modos o si se podía esperar que llegara a entenderse con la criada de Madeleine. Pero ya fuese la mano de su madre o la de su mujer la que tocara su frente, el doctor volvía a encontrar esa seguridad que sentía cuando era un niño enfermo; se alegraba de saber que no moriría solo; pensaba que la muerte tendría que ser la cosa más simple del mundo en ese cuarto con muebles familiares de caoba, donde nuestra madre y nuestra mujer se esfuerzan por sonreír; y el sabor del último momento se encuentra disimulado por ellas como el sabor de cualquier otro amargo remedio. Sí, poder irse envuelto por entero con esa mentira, saber ser engañado…
Una ola de luz invadió el cuarto: Raymond entró gruñendo: "No se ve nada", y se acercó a ese hombre acostado, único ser ante el cual podía envilecer esa tarde a Maria Cross; tenía ya el gusto en la boca de aquello que vomitaría. Dijóle al enfermo: "Abrázame." Miraba ardientemente al hijo que, anteayer, en una de las avenidas de la viña, había secado su rostro. Pero el adolescente que venía saliendo de la claridad del día, para entrar en esa penumbra, no alcanzaba a distinguir los rasgos de su padre, y lo interrogó con voz arrogante:
– ¿Recuerdas nuestra conversación a propósito de María Cross?
– Sí, ¿y qué hay?
En ese momento, Raymond, inclinado sobre ese cuerpo extendido como para abrazarlo o clavarle un cuchillo, descubrió de pronto dos ojos angustiados, pendientes de sus labios. Comprendió que ese también sufría: "Lo sabía, pensó, desde aquella tarde en que me llamó mentiroso…" No existían celos en Raymond: era incapaz de imaginar a su padre como un amante; nada de celos, sino un extraño deseo de llorar, mezclado de irritación y burla: ¡ pobres mejillas grises bajo la barba rala!, y, esa voz apretada que implora:
– ¿Pues bien; qué hay? ¿Qué sabes? Dime pronto.
– Me habían engañado, papá; sólo tú conoces bien a María Cross, quería decírtelo. Ahora descansa. ¡ Qué pálido estás! ¿Estás seguro de que esta dieta te hace bien?
Raymond escucha estupefacto sus propias palabras, enteramente contrarias a aquellas que quería gritar. Posa su mano sobre la frente árida y triste, aquella mano que, hace pocos momentos, tenía entre las suyas María Cross. El doctor encuentra fresca esta mano; le da miedo que se aparte.
– Mi opinión sobre Maria está hecha hace mucho tiempo…
Como la señora Courréges entraba en ese momento en el cuarto, puso un dedo sobre sus labios. Sin ruido, Raymond se alejó.
La madre del doctor trajo una lámpara de parafina (porque estaba muy débil y la luz eléctrica le habría dañado los ojos); la dejó sobre la cómoda y bajó la pantalla. Esa luz circunscrita, esa luz de otros tiempos volvió a crear el mundo misterioso de los cuartos que ya no existen, donde una lamparilla de noche luchaba contra la profunda penumbra llena de muebles sumergidos en ella. El doctor amaba a Maria, pero se había desprendido de ella: la amaba como los muertos deben amarnos. Ella se había reunido junto a sus otros amores, desde la adolescencia… Siguiendo esta pista, el doctor se dio cuenta de que siempre, de año en año, un sentimiento nuevo lo había embargado, semejante a aquel por el cual acababa de sufrir; podía remontar el hilo monótono de ellos: enumerar los nombres de sus pasiones, casi todas vanas… Sin embargo, había sido joven… No era, pues, sólo la edad la que lo separaba de Maria Cross: a los veinte y cinco años, tampoco habría sabido franquear el desierto entre esa mujer y él. Apenas hubo salido del colegio, recordaba haber amado siempre sin esperanza… Era ley de su naturaleza no poder alcanzar aquellos a quienes amaba; nunca había tenido conciencia tan nítida de ello como cuando conseguía a medias el éxito y recogía para él el objeto tan deseado y este objeto, de súbito, se disminuía, se empobrecía, era tan distinto de lo que el doctor experimentara, de todo lo que él había sufrido por su causa. No, no necesitaba buscar en su espejo el porqué de esa soledad en la que tendría que morir. Otros hombres, tales como su padre, como sin duda sería Raymond, seguirían su ley hasta la vejez, obedecen a su vocación amorosa; él, hasta en su juventud, había obedecido a su destino solitario.
Las señoras bajaron a comer; escuchó un ruido que oyera en su infancia: las cucharas contra los platos; pero más próximo a su corazón y a su oído estaba ese crujido de las hojas en la sombra, los grillos, los sapos que gozaban de la lluvia. Luego las señoras subieron. Decían:
– Debes estar muy débil.
– No podré sostenerme en pie.
Pero como la dieta era un remedio, se alegraban de su debilidad.
– Debes sentir la necesidad de beber…
Esa debilidad le ayudaba a sentirse niño. Las dos mujeres conversaban en voz baja; el doctor oyó un nombre; las interrogó:
– ¿No era una señorita Malichecq?
– ¿Estabas escuchando?… Creí que dormías… No, su cuñada es Malichecq… Ella es Martin.
Pero el doctor dormía cuando llegaron los Basque y sólo abrió un ojo cuando los oyó cerrar las puertas de sus cuartos. Luego su madre, dobló un tejido, se levantó pesadamente, lo besó en la frente, sobre los ojos, en el cuello, y dijo: "No estás caliente…" Quedó con la señora Courréges, que gimió:
– ¡Nuevamente Raymond ha tomado el último tranvía para Burdeos! Sólo Dios sabe a qué hora volverá: ¡ esta tarde tenía una cara!, una cara que daba miedo… Cuando agote el dinero de sus aguinaldos, se endeudará… Si es que ya no ha empezado…
El doctor dijo a media voz: "Nuestro pequeño Raymond… tiene diecinueve años ya…", y se estremeció pensando en esas calles desiertas de Burdeos, en la noche; recordó el cuerpo extendido de ese marinero que una tarde hizo que se tropezara y cuya cara y el pecho estaban manchados de vino y de sangre. Algunos pies se arrastraron todavía en el piso superior… un perro ladró furiosamente del lado de las dependencias. La señora Courréges escuchó: