En tanto que durante el camino el corazón de Raymond se descargaba de todas las injurias con las cuales no había sabido abrumar a Maria Cross, la joven cerrando la puerta y luego la ventana, se había tendido. Más allá de los árboles, algún pájaro lanzaba a veces una llamada interrumpida como la confusa palabra de un hombre dormido. El arrabal retumbaba con los ruidos de los tranvías y de las sirenas; los cantos impregnados de vino de los sábados retumbaban sobre los caminos. Sin embargo, Maria Cross se ahogaba de silencio: no de un silencio exterior sino de un silencio que subía de lo más profundo de su ser, se acumulaba en el cuarto desierto, invadía la casa, el jardín, la ciudad, el mundo. Y en el centro de ese silencio que la ahogaba, vivía mirando dentro de sí misma esa llama, a la cual de súbito le faltaba todo alimento, aunque a pesar de todo, era inextinguible. ¿ De qué se alimentaba ese fuego? Recordaba que, a veces, en el ocaso de sus vigilias solitarias, surgía una última llamarada entre los escombros negros del fogón de la chimenea, que ella creía apagada. Buscó el adorable rostro del niño en el tranvía de las seis y ya no lo encontró. Sólo existía un pequeño granuja hirsuto, loco de timidez y excitación; tan distante esta imagen del verdadero Raymond Courréges como lo era aquella otra embellecida por su amor. Contra aquel que ella había transfigurado, divinizado, María se encarnizaba: "Por este mocoso sucio he sufrido, me he sentido bienaventurada." Ignoraba que había bastado con mirar a ese niño para que se transformara en un hombre del cual muchas otras iban a conocer las tretas, las caricias, los golpes. Con su amor, ella lo había creado, y terminaría su obra al despreciarlo: acababa de entregar al mundo un muchacho cuya manía sería probarse a sí mismo que era irresistible, a pesar de que una Maria Cross le hubiese resistido. En adelante, en todas sus futuras intrigas, se deslizaría una sorda enemistad, el gusto por herir, por hacer gritar al siervo en su poder; serían las lágrimas de María Cross las que vería correr durante toda su vida en rostros extraños. Sin duda, había nacido con ese instinto de cazador, pero sin María hubiese sido suavizado por alguna debilidad.
"Por ese granuja…" ¡ Qué asco! Y sin embargo la llama inextinguible seguía ardiendo por dentro sin que ninguna otra cosa la alimentara. Ningún ser en este mundo gozaría del beneficio de esta luz, de este calor. ¿Dónde ir? ¿A la Chartreuse, donde estaba el cuerpo de Francois? No, no; confiesa que sólo buscabas a la orilla de este cadáver una coartada. Había sido tan fiel al cumplir su cita en el cementerio pues al regreso viajaba acompañada de otro niño vivo.
¡Hipócrita! No hay nada que hacer, nada que decir sobre una sepultura; tropezaba cada vez en ella, como si fuera una puerta sin cerradura clausurada hasta la eternidad. Igual daba ponerse de rodillas en el polvo del camino… Pequeño Francois, puñado de cenizas, tú que estabas lleno de risas y lágrimas… ¿A quién podía desear al lado de ella? ¿Al doctor?… ¿ese latoso? no, no era un latoso… ¿Para qué sirve ese esfuerzo hacia la perfección, si nuestro destino es intentar siempre lo que es turbio a pesar de nuestra voluntad? En todas las metas que María se felicitaba de haber alcanzado, lo peor que había en ella sabía sacar provecho.
No desea ninguna presencia ni quiere encontrarse en ningún otro lugar del mundo que no sea este salón con las cortinas rotas. ¿Tal vez en Saint-Clair? Su infancia en Saint-Clair… Recuerda ese parque donde ella se deslizaba, cuando se hubo marchado esa familia clerical, enemiga de su madre. Parecía que la naturaleza aguardaba esta partida, después de las vacaciones de Navidad, para romper su tela de hojas. Los heléchos trepaban, se espesaban, batían, con su espumoso follaje verde, las ramas bajas de las encinas, pero los pinos balanceaban las mismas cimas grises, aparentemente indiferentes a la primavera, hasta que una mañana también arrancaban de sí mismo una nube de polen, inmensa flor de su amor. Y María encontraba, al volver de una avenida, una muñeca rota, un pañuelo agarrado en las aliagas. Pero hoy, extranjera en ese país, nada la acogería sino la arena donde ella se había extendido boca abajo…
Habiéndole advertido Justine que la comida estaba lista, arregló sus cabellos y se sentó frente a la sopa humeante.
Como se trataba de que ni la criada ni su marido llegasen tarde al cine, media hora después se volvió a encontrar sola en la ventana del salón. El oloroso tilo todavía no tenía perfume; por encima de ella, los rododendros estaban ya en sombra. Por temor a la nada, para volver a tomar aliento, Maria busca cualquier cosa donde agarrarse: "Cedí, pensaba, al instinto de la huida que casi todos tenemos frente a la faz humana afeada por el hambre, por la necesidad. Tratas de convencerte a ti misma de que ese bruto es un ser diferente a ese niño que tú adorabas; sin embargo, es el mismo niño, pero con la máscara puesta: así como las mujeres encinta llevan sobre su rostro una máscara de bilis, los hombres llenos de su amor llevan también pegada sobre su rostro esa apariencia muchas veces repugnante, siempre terrible, de la bestia que se mueve en ellos. Galatea huye de aquello que la aterroriza, que es también aquello que ella llama… Había soñado con una larga ruta, donde, en insensible marcha, hubiéramos pasado, de las regiones templadas a otras más ardientes: pero el muy torpe quemó las etapas… ¡Por qué no me habré resignado a ese furor! Ahí, y no en otro lugar, habría encontrado el inimaginable reposo; mejor aún que el reposo tal vez… ¿Tal vez no existan abismos en los seres que no puedan ser colmados con un exceso de amor?… ¿Qué amor? Recuerda; su boca hizo una mueca, emitió un "eeeh" de asco; otras imágenes la asaltaron: vio a Larousselle que se apartaba, las mejillas encendidas, gruñendo:
"¿Qué es lo que necesitas?…" ¿Qué era, pues, lo que le faltaba? Erraba por el cuarto desierto, se acodó en la ventana, soñaba con un silencio que no conocía y en el cual hubiese sentido su amor sin que este amor tuviese que pronunciar ninguna palabra, a pesar de lo cual el bienamado lo habría escuchado, habría cogido el deseo en ella antes que el deseo hubiese nacido. Toda caricia supone un intervalo entre dos seres. Pero habrían estado tan confundidos el uno en el otro, que no habrían necesitado ese abrazo, ese breve abrazo que la vergüenza desanuda… ¿La vergüenza? Creyó oír la risa de mujer de la calle de Gaby Dubois y lo que ella le gritaba un día: " ¡ No, no, eso es en el caso suyo! Por el contrario, no hay cosa mejor en el mundo, es lo único que no desilusiona… En mi vida de perro, ese es mi único consuelo…" ¿Por qué su repugnancia? ¿Tiene algún sentido? ¿Es acaso el testimonio de la voluntad particular de alguien? Mil ideas confusas se despiertan en Maria y luego desaparecen, tal como en el azul desierto, sobre su cabeza, las estrellas fugaces, los bólidos perdidos.
Mi ley, piensa Maria, ¿no es acaso la ley común? Sin marido, sin hijos, sin amigos, no podía ser más grande su soledad en el mundo; pero, ¿qué valor tenía esa soledad al lado de ese otro aislamiento del que no podía librarla la más tierna familia en el mundo: aquel que experimentamos cuando reconocemos en nosotros los signos de una especie singular, de una raza casi perdida de la cual interpretamos los instintos, las exigencias, las metas misteriosas? ¡Ah! ¡no seguir agotándose en esta búsqueda! Si en el cielo quedaban aún pálidos restos del día y de la luna creciente, bajo las tranquilas hojas se acumulaban las tinieblas. El cuerpo inclinado hacia la noche, casi como aspirado por la tristeza vegetal, Maria Cross no cedía tanto al deseo de beber en ese río de aire obstruido por las ramas como a la tentación de perderse en él, de disolverse, para que, por fin, su desierto interior se confundiese con el desierto del espacio, para que el silencio de ella no fuera distinto del silencio cósmico.