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El stuntman lo tomó a broma, se rió y dijo en voz alta:

– Que venga el escritor mexicano a domarlo. Se supone que ellos son grandes jinetes, los mexicanos.

– No -grité de vuelta-, yo no sé montar. Pero tú no sabes escribir un libro.

No me entendió, o era muy lerdo, porque el resto del día se dedicó a hacer cosas prácticas, movió trailers, amarró cables, levantó máquinas, arreó caballos, probó rifles y contó cartuchos de salva en voz alta, todo como si quisiera impresionarme con su habilidad mecánica, a mí que no sé ni manejar un auto ni cambiar una llanta. Su exhibicionismo físico me confortaba, sin embargo. Alguna vez, cuando la peinadora me contó que desde Oregon el stuntman andaba tras de Diana, lo imaginé dentro del trailer con ella mientras yo permanecía en Santiago escribiendo mis cuartillas con desgano, y desengaño, crecientes. Ahora, viendo sus baladronadas machistas, me convencí de que jamás la había tocado. Mostraba demasiado, insistía, no estaba seguro, no era un rival…

De regreso a Santiago, Diana se recostó sobre mi hombro y jugó con mis uñas, excitándome. Cruzamos en el automóvil al lado del niño que fue Juárez y le conté la historia a Diana.

– ¿Qué le dijiste?

– La verdad. Que no sabía nada.

Ella soltó un ruido gutural que sofocó enseguida, llevándose la mano a la boca, soltando mis uñas.

– Qué mal has hecho.

– No te entiendo.

– ¿Cómo vas a entender? Tú eres el hombre que siempre tiene la mesa puesta, tú no sabes lo que es luchar, salir del hoyo…

– Diana…

– Debiste decirle que sí, ¿no te das cuenta?, debiste decirle que lo viste, que estuvo estupendo, que la película es un éxito en todas partes, que pronto vendrá aquí a Santiago y le callará la boca a sus amigos…

– Pero eso es una ilusión…

– ¡El cine es una ilusión! -sus ojos gritaron más que su voz.

– Me niego a darle falsas esperanzas a esta gente. Es peor. Te juro que luego resulta peor. La caída es desastrosa.

– Pues yo creo que hay que darle una mano al que la necesita, todos necesitamos que nos den una mano…

– Una limosna, quieres decir…

– Okey, eso, una limosna…

– Para que nunca salgan de limosneros. Detesto la caridad, la filantropía…

Se apartó de mi contacto, como si la quemara, helada ella misma.

– Mañana mismo voy a buscar a ese niño.

– Vas a hacerlo más desgraciado, te digo.

– Voy a buscar esa película, lo voy a traer aquí, se la voy a mostrar al niño, a su familia, a sus amigos…

– Lo van a odiar más que nunca, lo van a envidiar, Diana, y no habrá secuelas, no hará otra película…

– Qué poca imaginación tienes, te digo que careces por completo de imaginación y de compasión también…

– Para ti todo son pastas de dientes italianas…

Nos dimos las espaldas, mirando atentamente hacia un paisaje sin interés, abolido, borrado.

XVIII

– Dejaste la puerta abierta.

– Te equivocas. Mírala. Está bien cerrada.

– Me refiero a la puerta del baño.

– Sí. Está abierta. ¿Y qué?

– Te he pedido que la tengas siempre cerrada.

– Es que en este momento estoy entrando y saliendo constantemente.

– ¿Por qué?

– Por lo que tú gustes. Porque me dio súbitamente la venganza de Moctezuma, porque…

– Mientes. Eso no les pasa a ustedes. Lo reservan para nosotros.

– La diarrea no conoce fronteras ni culturas, ¿sabes?

– Eres de una vulgaridad espantosa.

– ¿Qué más te da que la puerta del baño esté abierta o cerrada?

– Es un favor que te pido.

– Qué mona. Menos mal que no me das órdenes. Estoy en tu casa.

– No he dicho eso. Sólo te pido que respetes…

– ¿Tu manía?

– Mi inseguridad, estúpido. Soy muy parcial a lo que está abierto o cerrado, tengo miedo, ayúdame, respétame…

– ¿Nuestra relación va a depender de que yo cierre o deje abierta la puerta del baño?

– Es una cosa muy pequeña. Y sí, estás en mi casa…

– Y tú en mi país.

– Comiendo mierda, es verdad.

– Podemos regresar a Iowa a comer fritangas en celofán, hamburguesas de carne de perro, cuando gustes…

– Si no respetas mi vulnerabilidad, puedes tomar para ti otro baño y dejarme este solo para mí…

– También puedo irme a dormir a otra recámara.

– Te estoy pidiendo un favor pequeñísimo. Deja cerrada la puerta del baño. Me dan miedo las puertas de baño abiertas, ¿ya?

– Pero no te importa dormir con las cortinas de la ventana apartadas.

– Eso me gusta.

– Pues a mí no. Entra un sol bárbaro muy temprano y no me deja dormir.

– Te presto un antifaz de American Airlines.

– Tú te levantas al alba, está bien. Pero yo me quedo con una jaqueca de la chingada.

– Ve a la farmacia y cómprate una aspirina.

– ¿Por qué insistes en dormir con las cortinas apartadas?

– Estoy esperando.

– ¿A quién? ¿A Drácula?

– Hay noches muy hermosas en las que la luna invade una recámara, la transforma y te transporta a otro momento de tu vida. Quizás eso ocurra otra vez.

– ¿Otra vez?

– Sí. La luz de la luna dentro de runa recámara, dentro de un auditorio; eso transforma al mundo, en eso sí puedes creer.

– Me has dicho que no crea en tu biografía.

– Sólo en las imágenes que yo te vaya ofreciendo.

– Perdóname. Dejaré la puerta cerrada. Que no se vaya a escapar ni un rayo de luna.

– Gracias.

– Si es que entra una noche.

– Va a entrar. Mi vida depende de ello.

– Me parece que quieres decir: Mi memoria.

– ¿Tú no recuerdas una noche que quisieras recuperar?

– Muchas.

– No, no puede ser "Muchas". Una sola o nada.

– Tendría que pensarlo.

– No. Imaginarlo.

– Dime qué utilería me hace falta, Duse.

– No te rías.

– Duse meduse.

– Hace falta nieve.

– ¿Aquí…?

– Nieve todo el tiempo. Nieve durante las cuatro estaciones del año. No lo imagino sin nieve. Nieve afuera. Un círculo. Un teatro circular. Un auditorio. Una tragaluz. La noche. Yo recostada en el escenario. Solos los dos. Él encima de mí. Buscando con su mano. Levantando mi faldita.

– ¿Así?

– Explorándome con una ternura maravillosa que ningún otro hombre ha sabido darme.

– ¿Así?

– Paciente, explorando, levantándome la faldita, metiendo la mano entre mis calzoncitos, buscando en la oscuridad…

– Así.

– Hasta que pasa la luna y la luz nos inunda, la luz de la luna ilumina mi primera noche de amor, mi amor…

– Así, así…

– Así. Por favor, pronto.

– Pero no hay luna. Lo siento.

– ¿Qué?

– Que la luna no está allí. Vamos a tener que esperarnos. O si quieres, compro una de papel y te la cuelgo sobre la cama.

– No tienes imaginación, ya te lo dije.

– Oye, no llores, no es para tanto.

– Casi. Casi lo lograste. Qué lástima.

– Toma.

– ¿Qué haces? ¿Qué es eso?

– Un regalo. A cambio de la pasta de dientes.

– Has matado mi imaginación. No tienes derecho.

– Ya son las tres de la mañana. Tienes que levantarte muy temprano. ¿Se te ofrece algo más?

– Levántate y cierra la puerta del baño, por favor.

– Buenas noches.