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XX

Para corresponderle el regalo de la pasta de dientes italiana, y hacerme perdonar la actitud hacia el niño pastor, salí una tarde aburrida y caliginosa a buscar algo para Diana. Las calles de Santiago, en la tarde, son abismalmente solitarias; se desbarata en las banquetas un sol plomizo y no abundan en esta ciudad ni los árboles ni los toldos para guarecerse. Me sentía cansado y mareado al cabo de caminar diez cuadras. Me apoyé contra una puerta de batientes de ocote y al hacerlo entreabrí la visión de una cueva llena de tesoros. Era un anticuario que, por razones provincianas que me cuesta descifrar, no se anunciaba. Así hay restoranes en Oaxaca, libreros en Guadalajara, bares en Guanajuato, que no anuncian lo que son. Su convicción, me imagino, es que los verdaderos clientes no necesitan publicidad para llegar allí. Estos lugares secretos de México sienten que la afluencia publicitaria no haría sino rebajar la calidad de lo que se ofrece, dándole gusto al más bajo denominador. La verdad es que en México hay un país secreto, que no se anuncia, que sólo la tradición conoce y reconoce. Allí se gestan, y se continúan, la cocina, las leyendas, las memorias, los diálogos, todo lo que desaparece, evaporado, apenas lo proclama la luz neón.

Había mucho mobiliario de la vuelta de siglo. Las familias, al hacerse modernas, al emigrar de la provincia a la capital, abandonaron estas maravillas finiseculares, los sillones de mimbre, los espejos de cuerpo entero, las cómodas con tapa de mármol, los aguamaniles, las pinturas de género -cacerías, bodegones…-. El dueño de la tienda se acercó a mí. Era un mestizo con ojos achinados y una camisa rayada, sin cuello ni corbata, aunque su chaleco era cruzado por una valiosa leontina de oro. Le sonreí y le pregunté si el negocio iba bien. "Guardo cosas", dijo él. "Impido que las cosas se hagan polvo." "¿Puedo mirar?" "Sírvase nada más."

Encontré un atril lleno de carteles y grabados maltratados. No sé cómo habían llegado hasta aquí afiches del transatlántico francés Normandie, con sus maravillosas líneas art deco, aunque sí me explicaba los de películas de la MGM que yo mismo vi en el cine Iris de México siendo niño, Motín a Bordo, La Madre Tierra, María Antonieta… Mis dedos tocaron un papel rugoso, resistente, que había sufrido mucho menos que los carteles. Olí, sentí algo en su tacto y lo extraje con gran cuidado de ese nido de tintas olvidadas. Era un Posada. Un grabado de José Guadalupe Posada, perdido en esta tienda, bien conservado, con el pie de imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, Calle de Santa Teresa número 1, año de 1906. Lo extraje como si estuviera en el Albertina de Viena y tocase un grabado de Lucas Cranach. No me equivoco en la comparación. Hay un parentesco, lejano pero cierto, entre el pintor alemán del siglo XVI y este artista de la provincia mexicana, muerto apenas en 1913. Los une la larga danza de la muerte, la gallarda que implacablemente va trenzando cuerpos, añadiendo día con día tesoros al peculio más abundante de la humanidad, la muerte.

Limpio, directo, bárbaro, refinado, Posada comunicaba una noticia. Una señora vestida de negro y con cola, revólver en mano, acababa de asesinar a otra señora también vestida de negro y con cola y también pistola en mano. Obviamente, la primera señora se la había adelantado a la segunda. Pero la asesina le daba la espalda a un balcón abierto y a la luz del día, como si la promesa de su crimen fuese, a pesar de todo, la vida. En cambio, la mujer asesinada era prisionera de una serpiente cuyos anillos la sofocaban, haciendo dudar si en realidad la había asesinado su presunta rival, o si Posada, como en otras ocasiones, representaba, con la serpiente anudando estrechamente el cuerpo de la mujer, trenzándola, a una epiléptica. En todo caso, detrás de ella se abrían las fauces de un monstruo devorador, colmilludo, que en realidad era la entrada a un circo. De esa boca abierta salían, volando, murciélagos y demonios, ánimas en pena, súcubos e íncubos: todo un carnaval del sueño maligno, una pesadilla que convertía el asesinato de una elegante señora vestida de negro por otra que podría ser su doble, en una carnestolenda de la enfermedad, la muerte, la risa, el juego, la noticia, todo mezclado…

Me pidió tan poco dinero el hombrecito del chaleco y el toisón, que estuve a punto de darle el doble, como regalo. No lo hice, porque lo hubiera ofendido. Esperé hasta después de la cena para entregarle el regalo a Diana. Estaba cansada esa noche y se quedó dormida en seguida. Leí un rato y la imité. Mañana le daría su regalo. Luego desperté sobresaltado y ella estaba sentada, temblando, a mi lado.

– ¿Qué te ocurre, Diana?

– Soñaba.

La interrogué en silencio. Ella me contó lo siguiente. Una mujer vestida de negro la mataba de un pistoletazo. Diana caía mortalmente, también vestida de negro aunque la muerte instantánea iba acompañada de convulsiones.

– ¿Qué más?

– Es todo.

– ¿No te trenzaba una serpiente?

– ¿De qué hablas? Lo más importante, quiero decirte, era el cielo, un pedacito de cielo que podía verse por la ventana.

– La asesina le daba la espalda al balcón abierto.

– ¿Cómo sabes?

El sueño de Diana me inquietó tanto que cometí el error de insistir, preguntándole si en él se abría, detrás de ella, una boca atroz llena de vampiros.

– No. Tampoco esa culebra que me atenazaba. Evítame el Freud para Principantes, ¿quieres? Te he dicho ya que no quiero un pollo biográfico con guarniciones freudianas. Ya te lo dije; cuando oigas decir pobre muchacha provinciana devorada por el éxito instantáneo, no lo creas. No creas la historia de la inocente maltratada por el director tiránico y teutón. Sólo cree en las imágenes de mí que tú mismo guardes de nuestra relación.

– Muchas de ellas me las das tú, no tengo que inventarlas.

– Entonces no creas nada sobre mí.

XXI

Decidí no darle gusto en sus manías irracionales, la puerta del baño siempre cerrada, las cortinas de las ventanas siempre apartadas, esperando que entrara la luz de la luna sobre un paisaje nevado. Su acusación me molestaba: "No tienes imaginación." Quería, más bien, que ella y yo compartiésemos la imaginación del porvenir, y no esta morbosa imaginación de un pasado en el que yo no figuraba. Había orgullo en esto, pero temor también de que la memoria de Diana me avasallara y los dos nos perdiéramos en una reconstrucción funeraria de momentos irrecuperables. Me parecía extraño estar en esta posición, yo mexicano supuestamente cargado de demasiado pasado, ella gringa del Medio Oeste, supuestamente ayuna de memoria. ¿Quería, por eso mismo, inventarse un cofre de recuerdos, un verdadero tesoro nemotécnico, invitándome a recrearlo con ella? Sin duda. Pero yo vivía, en ese momento, una ansia de poder sobre las mujeres desgarrada por la vanidad y el capricho; excluía la vanidad y el capricho de la mujer, los eliminaba y a veces las eliminaba a ellas si no obedecían mi voluntad de eliminar sus propios caprichos.

Una fez fui a Taxco con una muchacha mexicana rica que se quejó de la habitación en el hotel. Le parecía muy rascuache. La traté de niña bien insoportable, inadaptable, sin fantasía ni espíritu de aventura, pero en realidad le estaba diciendo: Date de santos que te traje conmigo a este weekend. Había decidido que ninguna mexicana adquiriese poder sobre mí mediante el capricho, la vanidad, el orgullo. Me adelantaba a ellas, les daba una sopa de su propio chocolate. Me habían herido demasiado de joven, eran débiles, vanidosas, fáciles de convencer cuando sus padres me borraban de las listas de maridos elegibles por la simple razón de que yo ni tenía dinero y mis rivales sí. Ahora que ellas me buscaban, les devolvía la moneda, a sabiendas de que me dañaba más a mí que a ellas. Al negarle a Diana esa parcela de su imaginación que ella reclamaba, estaba dejándome llevar por la inercia de mis anteriores amores. Ella no era una niña bien mexicana y yo estaba cometiendo un grave error con una mujer excepcional. Quise repararlo cuanto antes, darle a entender que me ceñía a su deseo de cerrar la puerta e imaginar una noche de luna nevada. Ella se extrañaba de mi actitud, se irritaba a veces. Me imploraba que cerrara la puerta. Pero me echaba en cara, con burla violenta, que no la ayudase a recobrar su imaginación perdida. Su segunda actitud me confirmaba en una elemental convicción hispano-árabe de que en el harén no manda el eunuco, sino el sultán. En cambio, Diana se volvía terriblemente débil y dulce cuando suplicaba, deja cerrada la puerta del baño, por favor, y entonces yo me sentía culpable de no darle gusto. No sé si veía en esta súplica algo que siempre me rebeló: alguien dándome órdenes, sobre todo órdenes para el orden. Tuve una buena relación con mi padre, muy buena, salvo en este punto. Me gustaba impacientarlo con mi desorden. Él era hijo de alemana y se ufanaba de su puntual, exquisita devoción al orden. Sus closets, sus papeles, sus horarios, eran un ejemplo de vida ordenada. Yo amontonaba papeles en mi escritorio, dejaba las camisas sucias tiradas en el piso, y un día, frente a él, primero me puse los zapatos y luego, trabajosamente, los pantalones. Esto le horrorizó, lo disgustó y le provocó, sin embargo, una ternura que yo no me esperaba. Vio mi debilidad. La aceptó. Me perdonó. Nunca más me dio una orden. Yo no la volví a aceptar de nadie. Organicé mi vida a partir de mi trabajo, para ser independiente o, en todo caso, escoger mis dependencias con cierta libertad. Y mi desorden físico se me volvió un motivo de orden mental. En el batidillo de mis papeles de trabajo, libros y cartas, yo siempre sé -y sólo yo sé- dónde están las cosas. Como si tuviera radar en la cabeza, mi mano se dirige certeramente a la torre de Pisa de mis papeles y encuentra en seguida, exactamente, el que busca. A veces la torre se derrumba, pero la referencia nunca se pierde. Las emociones, en cambio, se resisten a ser catalogadas en el orden o el desorden. Nos desafían a encontrar su forma, sólo para disiparse en seguida, como el aroma de ciertas flores que nos parece lo más cierto, lo más real del mundo y no tiene, sin embargo, más forma que la de la rosa o el nardo de donde emana. Sabemos, desde luego, que la forma de la rosa no es su aroma; éste, en efecto, es un espectro similar a las emociones que son lo más real, pero lo menos aprensible, del mundo. Me castigué mentalmente por mis equivocaciones en el trato con una mujer como Diana Soren, dejándome deslizar por el pequeño tobogán de mis amores caseros. Me convencí de que ella me daba pasión y ternura, y yo era demasiado afortunado para no darme cuenta del privilegio que era amarla a ella, rindiéndome, si hacía falta, a su capricho y a su imaginación.