Изменить стиль страницы

XIX

Las autoridades de Santiago le ofrecieron una cena al equipo de filmación. Un patio del Ayuntamiento colonial fue preparado con mesas, sillas, y decorado con papel picado y faroles chinos. Los funcionarios se distribuyeron equitativamente: el señor gobernador con el director, el presidente municipal con el actor y su novia, Diana y yo con el comandante de la zona militar, un general de aspecto llamativamente oriental. Dicen que el general Francés Máxime Weygand era hijo natural de la emperatriz Carlota y de un tal coronel López, edecán de Maximiliano que lo traicionó dos veces: primero con la emperatriz, en seguida en el sitio republicano de Querétaro, donde López le abrió el camino a los juaristas para que capturaran al emperador austriaco. Para entonces, Carlota ya se había marchado a Europa, a pedirle ayuda a Napoleón III, otro traidor, y al Papa Pío IX. Se volvió loca en el Vaticano y fue la primera mujer (oficialmente) en pasar la noche en las recámaras pontificales. ¿Se volvió loca o éste fue el pretexto para disimular su embarazo y su parto? Ella ya no salió más del encierro de su castillo y al joven cadete "Weygand", nacido en 1867 en Bruselas, el gobierno real de Bélgica le pagó los estudios en St. Cyr y llegó a ser jefe del Estado mayor de Foch en la primera guerra y supremo comandante aliado al iniciarse la segunda. Debió llamar la atención en Francia este militar de rostro manchú, pómulos altos, nariz maya, labios delgados como una navaja y coronados por un bigotillo escaso, muy recortado, apenas una sombra. De estatura baja, de huesos finos y empaque tieso, con el pelo negro rapado en las sienes, describo al general Weygand sólo para describir al general Agustín Cedillo, comandante de la zona militar de Santiago. Lo asocio con el imperio impuesto por Napoleón III a México porque, además, en uno de los balcones del patio subsistían, sin duda por un descuido republicano, las armas del imperio: el águila con la serpiente pero coronada y al pie del nopal el lema:

EQUIDAD EN LA JUSTICIA.

Sentado frente a mí, y al lado de Diana, nos miraba curiosamente, de soslayo a ambos, como si su mirada directa la reservase para las grandes ocasiones. Imaginé que éstas podían ser sólo las del desafío y la muerte. No me cupo duda: este hombre miraría directamente a un pelotón de fusilamiento, para dar la orden de fuego, o para recibirlo, con igual ecuanimidad. Se cuidaría, en cambio, de mirar directamente a nadie en la vida diaria, porque en nuestro país, y entre hombres, una mirada directa es una mirada de desafío y provoca una de dos reacciones. La del cobarde es bajar la mirada, agacharse e irse de lado, como dice la canción. La del valiente es sostenerle la mirada al otro para ver quién la baja primero. La situación se precipita cuando uno de los dos valientes pronuncia las palabras rituales: "¿Qué me mira?" La violencia crece si se usa la forma familiar del tuteo: "¿Qué me miras?", y ya no tiene remedio si se añade un insulto directo: "¿Qué me miras, buey, pendejo, cabrón?"

Conocedor del protocolo de la mirada en México, miré de lado al general Cedillo, igual que él nos miraba a Diana y a mí y paseando la mía por el patio, vi que esta actitud se repetía de mesa en mesa. Todos evitaban verse directamente a los ojos, salvo los inocentes gringos del equipo. El gobernador miraba de reojo al comandante y éste al gobernador; el alcalde trataba de evitar las miradas de ambos y yo vi, en un rincón del patio, a un grupo de jóvenes de pie, entre ellos el muchacho que se me había acercado en la plaza a proponerme un diálogo, el chico de bigotes zapatistas y ojos lánguidos llamado Carlos Ortiz, mi tocayo.

El comandante se fijó en mi mirada y me dijo sin mover la suya:

– ¿Conoce usted a los estudiantes de aquí?

Le dije que no, sólo por casualidad, uno que otro había leído mis libros.

– Aquí no hay librerías.

– Qué pena. Y qué vergüenza.

– Eso mismo digo yo. Los libros hay que traerlos desde México.

– Ah, son importaciones exóticas -dije con mi sonrisa más amable, pero cayendo en el instinto humorístico y travieso que normalmente me provocan las conversaciones con las autoridades-. Subversivas, quizás.

– No. Aquí lo que sabemos, lo sabemos por los periódicos.

– Pues han de saber muy poco, porque los periódicos son muy malos.

– Me refiero a la gente del común.

Esta fórmula arcaica me dio risa y me obligó a pensar en cuál sería el origen social del comandante. Su cifra, lo admití, era un enigma. Las diferencias de clases en México son tan brutales, que es muy fácil clasificar a las personas en casilleros prefabricados: indio, campesino, obrero, baja clase media, etc. Lo interesante son las gentes que no pueden ser ubicadas con facilidad, gentes que no sólo ascienden socialmente, o se refinan, sino gente que al ascender trae consigo otro refinamiento, secreto, antiquísimo, heredado de quién sabe cuántos antepasados perdidos que acaso fueron príncipes, chamanes o guerreros en una de las mil antiquísimas naciones del México antiguo. Si no, ¿de dónde sacan esas reservas de paciencia, estoicismo, dignidad, discreción, que tanto contrastan con las plutocracias ruidosas, vanas, ostentosas y crueles de mi país? En realidad, las dos clases de México las forman quienes se dejan seducir por modelos occidentales que no son los suyos porque carecen de la cultura de la muerte y de lo sagrado, convirtiéndose en clase media vulgar y majadera; y quienes conservan la herencia española e indígena de la reserva aristocrática. Nada hay más patético en México que el clasemediero vulgar situado entre la aristocracia india y la burguesía occidental, ese que pica el ombligo para saludar, o pasa corriendo sin dar la cara y gritando, "ese de la corbatita, ese del sombrerito, ese del bigotito…"

El general Cedillo parecía (tan parecido a Máxime Weygand) venir de esas mismas profundidades que vieron nacer al general Joaquín Amaro, quien salió de la sierra yaqui de Sonora a unirse al Cuerpo del Noroeste de Alvaro Obregón (un joven rubio y de ojos azules que de niño le llevaba la leche a mi abuelita materna en Álamos) con pañoleta roja en la cabeza y arracada en una oreja, sólo para convertirse, por virtud de su hermosa mujer criolla, en jugador de polo y elegantísima figura marcial y, por obra de su propia inteligencia, en el creador del ejército moderno de México, emanado de la revolución.

De ese mismo molde provenía, a mi parecer, el general Cedillo. Le faltaban las pinceladas coloridas del general Amaro, que era tuerto y hablaba un francés impecable. Pero en 1970, no era difícil evocar la presencia del general Cedillo en las filas de la revolución, muy jovencito, es cierto, cuando se unió a ella, pero muy viejo, también, porque heredaba siglos de refinado mutismo campesino. Diana lo miraba con curiosidad, admitiendo, sin decírmelo, que no lo entendía. Yo, que creía entenderlo, me limitaba a mí mismo dándole al general un margen de misterio impenetrable, pero sintiendo el inevitable cosquilleo del escritor: burlarse de la figura de autoridad.

– ¿Tuvieron dificultades con los estudiantes en el 68? -le dije de repente, buscando provocarlo.

– Igual que en todos lados. Fue un movimiento de descontento que honra a los muchachos -me contestó sorpresivamente.

Me sentí flanqueado por el general y no me gustó nadita.

– Fueron rebeldes -le dije- igual que usted en su juventud, mi general.

– Dejarán de serlo -tomó el pie que involuntariamente le di-. El que no es rebelde de muchacho, lo es de viejo. Y el rebelde viejo es ridículo.

Iba a decir otra palabra más ruda, pero miró de lado a Diana e hizo una ligera reverencia de la cabeza, como un mandarín que entra a una pagoda.

– ¿Fue necesaria la sangre? -le pregunté sin más. Miró hacia la mesa del gobernador con una chispa de sorna en la mirada.