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¿Ella misma quería que yo la sodomizara? Lo hice de las dos maneras, poniéndola de cuatro patas para entrar por su vagina desde atrás, o lubricando su ano para entrar, desgarrándolo, al capullo de su mayor intimidad. Untos se los di, la regué con champaña una noche, rociándonos los dos entre carcajadas; de su espléndido aroma vaginal de frutas maduras ya hablé; le rocié mi loción masculina en las axilas y entre las piernas; ella me escondió su propio perfume detrás de mi oreja, para que durara siempre allí, dijo; yo mismo la engalané como a una Venus doméstica con la espuma de mi tarro de afeitar (Noxzema) y una tarde de domingo aburrida le afeité los sobacos y el pubis, guardándolo todo en otro tarro abandonado de mermelada, hasta que floreciera o se corrompiera atrozmente, qué se yo…

Acabé riéndome con ganas de todas estas pendejadas, recordando para acabar (lo creí en ese momento) la maravillosa frase del moribundo y cachondo millonario Volpone en la comedia de Ben Jonson:

– A mí me gustan las mujeres y los hombres, del sexo que sean…

¿Era eso lo que nos faltaba: compartir el sexo con otros, era ése el placer al que se refería Diana? ¿Qué quería? ¿Un ménage a trois? ¿Con quién? ¿Con el stunt man que yo le serví para neutralizar? Entonces, ¿para qué meterlo en una triada? Ella acabaría sola con él; de esa vuelta de tuerca yo no me privaría: La dejaría sola con el hombre que yo serví para alejar, sola con él y sin el ménage á trois… La partouze, la orgía francesa, tampoco me parecía muy interesante o factible con un viejo actor, una peinadora que mascaba chicle, una austera dama de compañía española, un director chaparro, obeso y barbudo y un cameraman que proclamaba su adhesión al culto de Onán como placer salvador y seguro de las prolongadas locaciones cinematográficas…

¿Con animales?

¿Fetichismo?

El espejo. Quizás no habíamos jugado bastante con los espejos.

No pude desarrollar esta fantasía, porque al mirar al espejo que cubría una de las puertas del closet, miré reflejada la mirada del Vaquero Metafísico, Clint Eastwood, y caí en la cuenta. Ya sabía lo que deseaba

Diana.

Desnudos en la cama, esa noche la sentí fría y le

pregunté si tenía ganas de hacer el amor.

– ¿Por qué mejor no me preguntas si me gusta hacer el amor contigo? -dijo haciéndose un ovillo entre las sábanas.

– Está bien. Te lo pregunto.

– ¿Qué?

– ¿Te gusta hacer el amor conmigo?

– Tonto -me dijo con su sonrisa más fulgurante,

más hoyuelesca.

– A mí me gustaría hacerte el amor en nombre de todos los hombres que te han hecho el amor -le dije acercándome bruscamente a su oído.

– No digas eso -ella tembló un poco.

La tomé de la cintura. -No sé si debo decírtelo.

– Somos libres. No nos guardamos nada, tú y yo.

– Hay algo que me gusta de ti. Pretendes que estamos solos cuando cogemos.

– ¿No lo estamos?

– No. Cuando nos acostamos yo veo pasar por tu piel a una multitud de hombres, desde tu primer novio hasta tus amantes ausentes pero vigentes…

Miré de reojo la foto de la estrella de Por un puñado de dólares y sentí un escalofrío.

– Sigue, sigue…

Ya no sabía lo que estaba haciendo con mis manos. Sólo conocía mis palabras.

– ¿Puede haber sexo sólo entre dos?

– No, no…

– ¿Te gusta saber que pienso en todos los hombres que te han gozado antes cuando yo mismo te cojo? -¿Te atreves a decírmelo? -¿No lo sabes tú, Diana? ¿No te gusta también? -No me digas eso, por favor. -¿No te desilusiono si te digo esto? -No -casi gritó-. No, me gusta… -¿Pensar que conmigo se acuestan contigo todos los hombres que te han cogido en tu vida? -Me gusta, me gusta… -Creí que no te iba a gustar… -No digas nada. Siente cómo estoy sintiendo… -¿Por qué no nos atrevemos a sentir este placer si tanto nos gusta?

– ¿Cuál placer? ¿Qué dices? -Este placer. El que te doy pensando que soy otro, el que tú sientes imaginando que yo también soy otro, admítelo…

– Sí, me gusta, me vuelve loca, no pares… -Quisiera que todos ellos estuvieran aquí, viéndonos coger a ti y a mí…

– Sí, yo también, no te detengas, sigue… -No te vengas todavía…

– Es que me estás dando muchas vergas hoy… -Aguántate, Diana, nos están mirando, todos, desde ese espejo nos miran y nos envidian…

– Dime que a ti también te gusta que ellos nos miren…

– Me gusta que pretendas que lo hacemos solos. Me gusta saber que te gusta…

– Me gusta me gusta me gusta… Cuando terminamos, ella se volteó hacia mí, entrecerró los ojos grises (¿azules?) como una bruma olvidada y me dijo: -Qué poca imaginación tienes.

XVI

Con razón o sin ella, yo he vivido para escribir. La literatura, casi desde la infancia, ha sido para mí el filtro de la experiencia, desde el temor a un castigo paterno hasta la noche de amor más reciente. Sexo, política, alma, todo pasa para mí por la experiencia literaria. La expectativa del libro refina y fortalece los datos de la vida vivida. Quizás nada de esto sea cierto o, en realidad, sea al revés: la imaginación literaria es la que determina, provoca, las demás situaciones "reales" de mi vida. Pero si es así, yo no me entero. Sí quisiera tener conciencia de que para mí la realidad no es un hecho simple o que se defina por una sola de sus dimensiones. Hay gente para la cual la realidad es sólo el mundo objetivo, concreto: la silla es la silla, la montaña siempre ha estado allí, la nube pasa pero obedece a las leyes de la física: todo esto es real. Para otras personas, no hay más realidad que la interna, la realidad subjetiva. La mente es una vasta sala desamueblada que se va llenando poco a poco, mientras vivimos, del mobiliario de las percepciones. El mundo objetivo existe, pero carece de sentido si no pasa por el tamiz de mi mente. La subjetividad le da realidad a un mundo de objetos mudos, inánimes. Pero hay una tercera dimensión que es donde mi individualidad entra en contacto con los demás, con mi sociedad, con mi cultura. Es decir, existe algo que no es ni paradoja ni imposibilidad, y se llama la individualidad colectiva. En ella es donde me siento más logrado, más satisfecho, en mejor consonancia con el mundo. Es en esa individualidad compartida donde hallo a la familia, a las mujeres y el sexo, a los amigos… Así, la realidad para mí es una estrella de tres picos, la materia, la sique y la cultura. La realidad material, la realidad subjetiva, y la realidad del encuentro de mi yo con el mundo. No me gusta sacrificar ninguna de ellas. Sólo cuando las tres se hacen presentes, puedo decir que soy feliz.

Nuestros juegos de salón nocturnos continuaron y uno de ellos era el scrabble, el juego de palabras formadas por fichas sobre un tablero. Gana el que forma más palabras con las letras que le tocan en suerte. La combinación alfabética cambia según las lenguas, pues el castellano abunda en vocales y el inglés, en cambio, prodiga las consonantes. Las W, las SH, y las dobles TT, MM o SS forman en inglés conjunciones inconcebibles en castellano. Nosotros, en cambio, tenemos ese clítoris de la lengua, la Ñ, que vuelve locos a los extranjeros porque les parece una extravagancia hispánica, medieval, comparable a la Santa Inquisición, cuando en realidad es una letra futurista, que abraza y suprime los trabajosos coitos del GN en francés, el NH en portugués o el impronunciable NY inglés. Jugábamos como una familia aburrida y bien establecida los tres, Diana, Lew y yo, con un alfabeto inglés. Aunque conozco bien la lengua inglesa, no me pertenece ni le pertenezco. Nunca he soñado en inglés. Mentalmente, hablo esa lengua traduciendo velozmente del español. Esto se nota porque abundan en mi inglés las paronimias españolas, las locuciones de origen latino y árabe, más que las de raíz sajón y germánico. Mi error, esta noche, fue tener ante mi mirada la palabra wheel (rueda) perfectamente formada y con cinco espacios seguidos para completarla y ganar formidables puntos. Sólo se me ocurría wheelbarrow (carreta) porque a veces tarareaba una linda canción irlandesa, "Molly Mallone", que araba las calles largas y estrechas con su carretilla (she plowed her wheelbarrow through the streets long and narrow), pero esa palabra requería seis espacios, y además yo no tenía las letras necesarias. Tuve que pasar y Lew, en cambio, llenó ese codiciado espacio del juego con sus cinco letras, house, para formar la palabra sajona wheelhouse, timonera. Dije desconocer esa palabra. Diana me miró con sorna. Volteó violentamente las letras que descansaban en mi atril y me demostró que pude haber llenado el espacio con chair, wheel-chair, que significa, simplemente, silla de ruedas. -¿Así que piensas enseñar una universidad de los EE.UU? -me dijo con un tono de ironía insoportable-. Vete con cuidado. Los estudiantes te van a enseñar a ti. -¿Lo saben todo, o sólo creen saberlo? -Saben más que tú, eso tenlo por seguro -dijo Diana y Lew bajó la mirada y pidió que siguiéramos jugando.