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– Y para ustedes, ¿cuándo empieza la historia? Siempre me contestaban: En 1776, al nacer la nación norteamericana.

Los USA, nacidos como Minerva de la cabeza de Júpiter, armados, íntegros, ilustrados, libres, envidiados… y dotados de movilidad social, siempre hacia arriba, ser siempre algo más, alguien más, más que el vecino. El país sin límites. Era su grandeza. También, su servidumbre.

Azucena era la dama de compañía, la sirvienta invisible, digna, serenamente satisfecha. A veces, era imposible saber si estaba o no estaba. Caminaba con paso de gato por la casa de Santiago. Una mañana, entró a despertar a Diana con la bandeja del desayuno entre las manos y nos descubrió cogiendo, ostensiblemente: un sesenta y nueve suntuoso que no era posible disimular. Dejó caer la bandeja. En el estrépito, Diana y yo nos desenchufamos torpemente. Por un azar de la posición, o de la luz, mi mirada se cruzó con la de Azucena. Vi en sus ojos el vértigo de imaginarse amada.

XIII

En momentos míos muy tiernos, muy vulnerables, que creía compartir con Diana, invistiéndola de todas esas calidades, si lo eran, o indefensiones, como resultaron serlo, le proponía que lo dejara todo, que se viniera conmigo a uno de los puestos universitarios norteamericanos que a veces me ofrecían. Nunca había enseñado en una universidad gringa. Imaginaba algo así como un remanso bucólico rodeado de lagos, bibliotecas cubiertas de hiedra y buenas papelerías, que es mi razón máxima de atracción hacia el mundo anglosajón. Siento una angustia profesional en los países latinos; la baja calidad del papel, que es mi instrumento de trabajo, es una negación comparable a la de un pintor desprovisto de pinturas, o armado de pinceles pero ayuno de telas. La tinta se escurre por un cuaderno hecho en México; el papel español es propio de una antigüedad mercantil o contable salida de las novelas de Pérez Galdós, primo del ábaco y hermano del pergamino, y en Francia una empleada malencarada cierra el paso al escritor curioso de oler, tocar, sentir la proximidad del papel.

En cambio, en el mundo anglosajón el papel es suave como seda, la variedad de los instrumentos colorida, extensa, bien clasificada. Entrar a una papelería en Londres o Nueva York es penetrar a un paraíso de frutos escribaniles, plumones que vuelan como azores, tableros que sujetan con la ductilidad de una mano enamorada, clips que son broches de plata, carpetas que son protocolos, etiquetas que son cartas credenciales, cuadernos que son deuteronomios… Durante años, viajé a México cargado de cuadernos de papel satinado para que mi amigo Fernando Benítez pudiera escribir cómodamente sus grandes libros sobre las supervivencias indígenas de México, cómoda y sensualmente. A Benítez la ley de exclusión ideológica del macartismo le impedía entrar a los Estados Unidos, ni siquiera para comprar buenos cuadernos de trabajo. Pero ésa es otra historia. José Emilio Pacheco, el poeta mexicano, dice que lo primero que hace antes de comprar un libro es abrirlo al azar y meter la nariz entre sus páginas. Ese olor magnífico, comparable al que se puede hallar entre los senos o entre las piernas de una mujer, se multiplica por mil en las estanterías de las grandes bibliotecas universitarias de los Estados Unidos. Ahora yo la invitaba a Diana, sin demasiada seriedad, lo admito, con una especie de entusiasmo indefenso, lo repito, si quieres podemos vivir juntos en una universidad, tú puedes salir a filmar…

Ella me interrumpía: -Sería mejor que Santiago.

Yo le agradecía las notitas que me hacía llegar desde la locación en las montañas, todos los días, mientras yo escribía mi oratorio. La mejor de ellas (la que conservaré siempre), decía: "Mi amor: Si logramos sobrevivir a este lugar, somos invencibles. ¿Qué puede separarnos? Te quiero". Pero ahora dijo que sí, vivir en un campus universitario americano podría ser bonito. Ella, todos los años, regresaba a su pueblo en Iowa a conmemorar el Día de Acción de Gracias, ese Thanksgíving que sólo los gringos celebran. Les recuerda su inocencia; esto es lo que en realidad celebran. Evocan el año cumplido por los fundadores puritanos de la colonia de Massachussets, llegados a la roca de Plymouth en 1620, huyendo de la intolerancia religiosa en Inglaterra. Yo los llamo, para hilaridad de algunos amigos, los primeros espaldas mojadas de los Estados Unidos. ¿Dónde estaban sus visas, sus tarjetas verdes? Los puritanos eran trabajadores inmigrantes, igualito que los mexicanos que hoy cruzan la frontera sur de los Estados Unidos en busca de trabajo y son recibidos, a veces, a palos y a balazos. ¿Por qué? Porque invaden con su lengua, su comida, su religión, sus brazos, sus sexos, un espacio reservado para la civilización blanca. Son los salvajes que regresan. En cambio, los puritanos gozan de la buena conciencia del civilizador. Roban tierras, asesinan indios, decretan la separación sexual, impiden el mestizaje, imponen una intolerancia peor que la que dejaron atrás, cazan brujas imaginarias y son, sin embargo, los símbolos de la inocencia y de la abundancia. Un gran pavo relleno de manzanas, nueces, especies y rociado de salsa espesa confirma a los Estados Unidos, cada mes de noviembre, en la certidumbre de su destino doble: la Inocencia y la Abundancia.

– ¿A eso regresas todos los años?

Dijo que ese sí que era su mejor papel. Pretender que seguía siendo una muchacha sencilla del campo. No le costaba mimar sus valores de clase media. Los mamó, creció con ellos.

– Es el papel que esperan de mí mis padres. No me cuesta. Te digo que es mi mejor papel. Merecería un Osear por lo bien que sé representarlo. Vuelvo a ser la chica de la casa de al lado. La vecina. Tienes razón.

Sus ojos se velaron de nostalgias.

– Donde quiera que esté, el último jueves de noviembre regreso a mi pueblo natal y celebro el Día de Acción de Gracias.

– ¿Cómo lo toman ellos? Tus padres.

– Sirven vino. Es la única vez que lo hacen. Creen que si sirven vino, estaré contenta, no extrañaré París. Me ven como una mujer extraña, sofisticada. Yo les hago creer que soy la misma chica pueblerina de siempre. Ellos sirven vinos franceses. Es su manera de decirme que saben que soy distinta y que ellos, en cambio, siempre son los mismos.

– ¿Ellos te creen? ¿Tú crees que te creen?

– Vamos a jugar scrabble. Apenas son las ocho

de la noche.

Inventamos diversos juegos de salón para pasar las noches. El más socorrido era el juego de la verdad. La consecuencia de mentir era un placer: darle un beso al mentiroso. Era mejor decir la verdad y guardarse los besos para la noche. Pero Cooper, el viejo actor, estaba solo y sin embargo no deseaba besar o ser besado.

La pregunta esta noche era una que yo propuse: ¿Por qué frenamos nuestras grandes pasiones?

¿Qué quieres decir, preguntó el actor, que si no las frenamos volveríamos a la ley de la selva? Eso ya lo sabemos, dijo con un gesto agrio de la nariz y los labios torcidos, muy característico de sus papeles en el cine.

No, me expliqué; les pido que muy personalmente declaren por qué, en la mayoría de los casos, cuando se presenta la oportunidad de vivir una gran pasión personal la dejamos pasar, nos hacemos tontos, parecemos, a veces, ciegos, ante la oportunidad mejor de empeñarnos en algo que nos dará una satisfacción superior, una…

– O una insatisfacción profunda -dijo Diana. -También es cierto -dije yo-. Pero vamos

por partes. Lew.

– Okey, no diré que toda gran pasión nos devuelve al estado animal y rompe las leyes de la civilización.

Pero ocurre a cada rato, desde el sexo con nuestra mujer hasta la política. Quizás el temor más secreto es que una pasión ciega, irreflexiva, nos saque del grupo al que pertenecemos, nos haga culpables de traición…

El viejo estaba hablando con dolor. Lo interrumpí, sin darme cuenta de que violaba mi propia premisa. No le dejaba entregarse a su pasión porque sentí que la estaba personalizando, identificando demasiado con su propia experiencia… Diana me miró curiosamente, sopesando mi propensión a los buenos modales, a evitar fricciones…