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– ¿Lo dices por el sexo, te refieres a la pasión sexual?

No, me dijo Cooper con la mirada. -Sí. Eso es. La pasión nos saca del grupo familiar. Puede violar la endogamia. Endogamia y exogamia. Ésas son las dos leyes fundamentales de la vida. El amor con el grupo o fuera de él. El sexo adentro o afuera. Decidir eso, saber si la sangre se queda en casa o se vuelve vagabunda, errante, eso es lo que nos impide seguir la gran pasión. O nos lanza de cabeza al abismo de lo desconocido. Necesitamos reglas. No importa que sean implícitas. Tienen que ser seguras, claras para nuestro espíritu. Te casas dentro del clan. O te casas fuera de él. Tus hijos serán de nuestra familia o serán extraños. Te quedarás aquí junto al hogar de tus abuelos. O saldrás al mundo.

– Ustedes han salido al mundo -les dije a los dos norteamericanos-. Los mexicanos nos hemos quedado adentro. Incluso les regalamos medio país a ustedes porque no lo poblamos a tiempo.

– No te preocupes -rió Diana-. Pronto California volverá a ser de ustedes. Todo mundo habla español.

– No -le dije-. Contesta a la pregunta del juego.

– Tú primero. Las damas al final -se acurrucó en sí misma como un gato de Angora. Nunca fueron más profundos, más prometedores, los hoyuelos de sus mejillas.

– Yo confieso que me da miedo que una pasión me quite el tiempo que necesito para escribir. He dejado pasar muchas ocasiones de placer porque he previsto las consecuencias negativas para mi literatura.

– Dilas -más hoyuelos que nunca, casi impúdicos.

– Celos. Dudas. Tiempo. Vueltas y más vueltas. Lugares de cita. Confusiones. Malentendidos. Mentiras. -Todo lo que le quita pasión a la pasión -Diana agitó cómicamente su cabeza rubia.

– No hay mujer que no puedas conquistar si le dedicas tiempo y halago. Importan más que el dinero o la belleza. Tiempo, tiempo, la mujer es devoradora del tiempo del hombre, eso es todo. Dedicarles mucho tiempo.

– Nosotros no perdimos el tiempo. Nos vimos y ya -dijo Diana como si estuviese bebiendo una copa invisible-. Tú y yo.

– Tengo terror de quedarme sin tiempo para escribir -continué-. Escribir es mi pasión. Todo escritor nace con el tiempo contado. Desde el momento en que se sienta a escribir, inicia una lucha contra la muerte. Todos los días, la muerte se acerca a mi oreja y me dice: Un día menos. No tendrás tiempo.

– Hay algo peor -dijo Cooper-. Un amigo científico de UCLA me dijo que llegará el día en el que, al nacer, te podrán decir, primero, de qué vas a morir y, segundo, cuándo vas a morir. ¿Vale la pena vivir así?

– Ése es otro juego, Lew. Esa pregunta la haremos mañana -me reí-. Nos quedan muchas largas noches en Santiago, sin cine, sin televisión, sin restoranes decentes…

Miré a los ojos de Diana, implorando, no afirmando, muchas noches por delante, pero mis ojos no disolvieron la mirada de desengaño en los suyos. Dije la verdad. ¿Merecería un beso esa noche? ¿Me besaría Diana para decirme: Mentiste? Me prefieres a mí. Lo dejas todo por mí. Tus mañanas de escritor son una farsa. Vives para amarme de noche. Yo lo sé. Yo lo siento. Todo lo que escribas aquí será una mierda porque tu pasión no estará allí, estará entre mis sábanas, no entre tus páginas.

– Deberíamos hacerlo -dijo Diana.

Lew y yo la miramos sin entenderla. Entendió.

– Nada debe impedirnos una pasión. Absolutamente nada. Dame algo de beber.

Lo hice mientras ella decía que la vida nunca es generosa dos veces. Hay fuerzas que se presentan una vez, nunca más. Fuerzas, repitió cabeceando varias veces, mirándose las uñas pintadas de los pies desnudos, la barbilla apoyada en las rodillas. Fuerzas, no oportunidades. Fuerzas para el amor, la política, la creación artística, el deporte, qué se yo. Pasan una sola vez. Es inútil tratar de recuperarlas. Ya se fueron, enojadas con nosotros porque no les hicimos caso. No quisimos a la pasión. Entonces la pasión no nos quiso tampoco.

Se soltó llorando y la tomé en brazos, cargándola hasta la cama. Era del tamaño de una niña.

XIV

La acosté, suave y rendida, llorando, acostumbrándome al cuidado que ella parecía exigir y que yo, con un gusto inmenso, le daba. Parecía una niña, recostada de lado, llorando suavemente, agitada apenas en su pequeñez física, solicitando protección y ternura. Yo quería dársela, la acomodé en la cama, la cubrí contra el frío del desierto, acaricié su cabeza, tan acostumbrado ya al corte de pelo de Santa Juana, lista siempre para la guerra y para la hoguera. No dejaba cabellos sueltos en la almohada, como otras mujeres. No dejaba, en verdad, rastro alguno, como si su limpieza sueca, luterana, fresca como un bosque, azul como un fiordo, prendida con desesperación a las horas largas del verano, como si el invierno sin luz fuese el espejo oscuro de la muerte, fuese puro espíritu, inmaterial. Todo ello vi, sentí, al arroparla esa noche en que ella lloraba pensando (me imaginé) en las ocasiones perdidas para la pasión, los momentos que pasaron, nos convocaron, no les hicimos caso y se fueron para siempre. Es inútil tratar de recuperarlos. Se fueron para siempre. No se convirtieron en costumbre. En cambio, me dije acariciando su cabeza mientras ella se hundía en sueños invisibles, todo lo que aceptamos se vuelve costumbre, incluso la pasión. Yo sonreía acariciando su cabeza rubia de cabellos muy cortos; el papel de Santa Juana se le había vuelto costumbre, Diana sería para siempre una mujer pequeña, el gorrión, la pucelle, la virgen, la doncella de Orleans, la santa batalladora, pequeña, rubia, el pelo cortado militarmente, para que nadie dudara de su voluntad guerrera, para que le entrara bien el casco de combate: el pelo cortado muy corto, para que ardiera menos en la hoguera. Le dije en silencio que su aureola se la iba a dar Dios. Una gran cabellera incendiada en la noche, arrastrada a lo largo de la noche, sería vista como la estela del diablo.

Santa Juana… Hasta la santidad se vuelve costumbre, la pasión, la muerte, el amor, todo. En las pocas semanas que llevábamos en Santiago, esta recámara era ya un sitio familiar, acostumbrado. Sabíamos dónde encontrarlo todo. Mi ropa aquí. La de ella allá. El breve espacio del baño dividido equitativamente. Es decir: el ochenta por ciento para ella, que viajaba con una variedad lujosa y desconcertante de cremas, lápices, barnices, ungüentos, lociones, perfumes, lacas… Yo, en cambio, sólo necesitaba espacio para mi navaja y mi crema de afeitar, mi peine y mi cepillo de dientes. Me quejé de la pasta Colgate que debía comprar en México, donde las altas tarifas de importación nos dejaban sin mucha elección.

– ¿Por qué? ¿Cuál te gusta? -me preguntó Diana.

Entre bromas y veras, dije que la pasta del Capitano, un tubo dentrífico que usaba en Venecia y que me recordaba la pasta hecha en casa por mi abuela en Jalapa. Mi abuela no se fiaba de los productos hechos quién sabe dónde, quién sabe por quién, y que uno acababa por meterse a la boca. Ella trataba de hacerlo todo en casa, su cocina, su carpintería, su costura… La pasta del Capitano me recordaba a mi abuela porque era color de rosa por dentro y blanca por fuera, con el grabado de un ilustre señor bigotón de principios del siglo, presumiblemente el Capitano mismo, dándole una garantía de tradición y seguridad al producto. Mi abuelo, me dije, se parecía sin duda a este Capitano decimonónico. Mi abuelita se hubiera enamorado de un hombre así, con sus bigotazos, su alto cuello tieso y su corbata de plastrón.

– La pasta del Capitano -reí.

A los tres días, Diana me entregó un paquete con diez tubos de la famosa pasta. Los había mandado traer desde Italia. Así nada más, tronando los dedos, de Roma a Los Ángeles a la ciudad de México, a la ciudad provinciana de Santiago. En tres días, mi amante me cumplía un capricho desproporcionado, inesperado. Al mismo tiempo, lo que me parecía una simple boutade de mi parte, ni siquiera una pasión, se instalaba como costumbre en nuestra sala de baño. Yo ya no tenía que desear mi pasta de dientes italiana. Aquí estaba, como si me la hubiese mandado desde el cielo Santa Apolonia, la santa patrona de los dentistas y los dolores de muelas.