– Después del almuerzo me acompaña la señorita de ayer.
– No me vas a creer: a esa gente le estoy tomando una idea… Te digo más: no sé qué buscan.
– Son dos hermanas. La otra también es muy linda. Te la presentaría, pero es casada.
Fue a sentarse con ellos un muchacho de poca estatura, menudo, de frente ancha, que debía de ser joven, casi un chico. Un chico avejentado, con anteojos de cristales gruesos. Mascardi habló en un tono de burlona solemnidad:
– El amigo Almanza, un compañero de escuela, que vino a fotografiar La Plata, y el amigo Lemonier, alias el Viejito, estudiante de ingeniería, futuro medalla de oro.
– ¿Vino especialmente a fotografiar mi ciudad? -preguntó el Viejito-. Por encargo, quiero creer.
– Para una colección de libros.
– ¿Empieza por La Plata, como corresponde? Una ciudad nueva, de gran pasado. Su pasado es de cuando el país tenía futuro.
– No entiendo -dijo Almanza.
– ¿Molesto? -preguntó un muchacho de campera, que se había acercado a la mesa.
Mascardi presentó:
– Pedro, alias Pedrito. Lemonier, alias el Viejito y Almanza, que es de mi pago.
El recién llegado arrimó una silla. Tenía la piel rojiza, la nariz curva, los ojos chicos, los brazos cortos. Lemonier retomó el diálogo interrumpido:
– Le va a gustar cuando se aquerencie. Es increíble, pero aquí la gente se aquerencia.
Pedrito miró sucesiva, atentamente a Lemonier y a Almanza. No pestañeaba.
– Lo que se nota es la falta de tradición -afirmó apesadumbrado Mascardi.
Almanza lo escuchó con asombro. No sabía que su amigo fuera capaz de una reflexión como ésa.
– La Plata -dijo Lemonier- tiene la mejor de todas las tradiciones: la del país grande y próspero que fuimos. Yo diría que la ciudad es un vivo monumento a esa esperanza. Además tenemos tradiciones chicas, de barrios y de amigos. Más auténticas, en muchos casos, que las de zapateadores y grupos folklóricos. Es claro que entre nuestras más auténticas tradiciones hay una que te regalo: la de malos gobiernos.
– ¿Todos te parecen malos? -preguntó Mascardi-. ¿No serás medio anarquista?
– ¿Por qué no? Como dijo alguien en un sueltito de El Día: “Soy un soldado desconocido de la guerra del individuo contra la sociedad”. No sólo contra el Estado, también contra el consorcio de propietarios y contra el club, aunque sea Estudiantes de La Plata y le duela a Mascardi.
El tal Pedrito escudriñaba a Lemonier con atención y desconfianza. Tras un bostezo, Mascardi habló apresuradamente:
– ¿Te cuento, Almanza, lo que de verdad tu amigo Mascardi está pensando mientras debaten ustedes los tópicos más profundos? Está pensando que no tiene el menor inconveniente en que le presentes a la hermana de tu amiga. Que esté casada es un detalle que no interesa.
– Menos compromiso -observó Lemonier.
Mascardi comentó:
– El Viejito es lo que se llama un cerebro y un amigo. Como quien no quiere la cosa, dice la verdad. Ya es tiempo que aprendas.
XI
Julia lo acompañó desde las tres de la tarde hasta la puesta del sol. Con diligencia lo ayudó y pareció compartir su afán de fotografiar.
Después, en el laboratorio, Gruter examinó las ampliaciones y lo felicitó por la calidad del trabajo. Ampliando y conversando pasó un rato agradable. Cuando ya estaba por irse, Gruter le preguntó si vio de nuevo a “la familia ésa”.
– A la hija soltera, únicamente. Me acompañó a fotografiar.
– Cuidate.
– Créame, señor Gruter, es una señorita de lo más formal y comedida que se puede pedir. Cuando yo venía para acá por la diagonal 75, miento, por la 76, me pregunté si alguna vez habré hecho méritos para que tengan conmigo tantas atenciones.
– ¿Crees que no las mereces?
– ¿Por qué las iba a merecer?
– ¿Y no desconfías?
– Con su perdón, señor, sería bastante feo de mi parte.
– Muy justo. Sin duda el auxiliar de mi amigo Gentile es una buena persona. -Se calló, lo miró con ojos ansiosos, por último declaró: -El que no es buena persona es el diablo. Seduce para conseguir.
– Pero, señor Gruter, detrás de la chica hay una familia, con criaturas y todo lo que quiera.
– Yo no quiero nada y, por favor, explicame de qué manera esas criaturas estorban al diablo.
Comprendió que no iba a convencer a Gruter. Se despidió. En el trayecto, recordando la conversación que tuvieron, se preguntó si la vida en la ciudad no sería más complicada y misteriosa de lo que había pensado. En la pensión la patrona lo recibió con el anuncio:
– Lo llamaron las Lombardo. No lo dejan tranquilo. Con santa paciencia contesto que no está y al rato insisten. A mí se me caería la cara.
– ¿Dejaron algo dicho?
– Que esperan al señor Almanza a las ocho y media.
XII
Acompañó a Mascardi al restaurante. En la puerta se encontraron con el Viejito Lemonier que preguntó:
– ¿Tomamos esa mesa? Está libre.
A su vez el patrón preguntó:
– ¿Tres cubiertos?
– Dos -contestó Almanza-. Yo me voy en seguida.
– ¿Creíste por un instante que iba a quedarse con nosotros? -dijo Mascardi a Lemonier-. Cómo se ve que no estás familiarizado con el sujeto. En la propia mañana de su llegada se armó de nuevos amigos y esta noche lo invitaron a cenar con ellos. Mejor dicho, con ellas.
– Feliz de él.
Mascardi explicó:
– Lo malo es que los supuestos amigos forman una familia. Una familia de arañas, y Almanza ya está en la tela.
– Hasta mañana -dijo Almanza.
– No te enojes -dijo Mascardi.
– No me enojo. Quiero llegar a la hora. Aunque no me creas, soy puntual.
– Cuando se trata de esa familia.
Pensó que Mascardi, Gruter y la misma doña Carmen querían protegerlo. A lo mejor sabían por qué y lo hacían por su bien. Todos estaban contra la familia Lombardo. A lo mejor un día lograba amigar unos con otros y vivían en paz.
En la pensión de los Lombardo lo recibió Griselda, con muestras de afecto y resplandeciente de belleza. Almanza pensó que nunca había visto a una persona tan limpia. Le gustó, además, la vestimenta: una especie de túnica negra, muy apretada y corta, con infinidad de redondeles de vidrio o espejitos, que producían reflejos cuando se movía.
– Ya pensé que me había plantado. No me haga caso, soy una mala. El apuro es porque vamos al teatro. Empieza a las nueve.
Iba a decir gracias, pero pudo más la curiosidad y preguntó:
– ¿A qué teatro?
– Una ópera, El Demonio, del famoso músico Rubinstein. ¿Lo conoce?
– No -aseguró Almanza.
– La patrona, aquí, dice que es famoso. Papá y Julia ya se fueron, porque son unos impacientes y dicen que si uno pierde el principio no entiende nada. Yo me quedé para esperarlo.
– Gracias.
– No tiene que darme las gracias, porque voy a pedirle un gran favor. Lo hago porque usted es un gran amigo.
– Claro que soy -dijo con orgullo.
– ¿Me acompaña hasta la pieza?
En un primer momento no entendió; quién sabe por qué pensó que le hablaba del teatro. Todo fue tan inesperado que se sintió un poco aturdido. De buen ánimo siguió a Griselda escaleras arriba. Evidentemente la patrona trataba a las hermanas Lombardo con respeto. No pudo menos que advertir la diferencia entre una pensión y otra.
La pieza no parecía la misma de la tarde anterior. Todo estaba en perfecto orden, con las tres grandes camas, la camita donde dormía Rosalía y la cuna con el bebe. Los Lombardo le abrían de par en par la entrada a su vida familiar. Los que pensaban lo que no es, se equivocaban. Allí no había más que limpieza y decencia.
Griselda le dijo:
– Le iba a pedir que se quedara con los chicos hasta que volvamos de la función. Un rato nomás. No le van a dar trabajo, así que le dejo la revista que estoy leyendo, para que no se aburra.