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– Qué va a estar. Es un potentado.

– Casi le aclaro que el patrón pone el trabajo por arriba de todo, pero de golpe don Luciano me preguntó si me tenían de adorno o si me habían enseñado a sacar fotografías. Le saqué doce al hilo. En colores.

– Es bastante colorado, si recuerdo bien.

– Muy colorado y tiene cara de loco. Los ojos pasan rápidamente, no sé cómo decirte, de expresar astucia a expresar furia, como si echaran chispas.

– Es bajito.

– Y redondo. Parece un trompo. La única persona que he visto con briches y polainas de cuero, en todo el partido de Las Flores.

Contó Almanza que a la mañana siguiente volvió Gabarret y, cuando vio el trabajo, cambió de manera notable. Hasta se le endulzó la cara. Almanza comentó:

– No vas a creer. A infinidad de señoritas les pasa lo mismo que a este hombre. Ven sus fotos y se ponen contentas.

Siguió describiendo la entrevista. Gabarret le preguntó si únicamente sacaba retratos. Él mostró sus fotografías de estancias y volvió a preguntar Gabarret: “¿Quién las ha sacado? ¿Usted o el patrón?”. Entonces apareció el viejo Gentile, que contestó: “El señor Almanza. Yo no estoy en ánimo para largarme al campo”. A lo que dijo Gabarret: “En ese caso le propongo al señor Almanza que se vaya a La Plata, se tome una semana, con todo pago y me fotografíe la ciudad”. Él contestó que no tenía pensado cambiar de patrón. “Nadie se lo pidió”, afirmó Gabarret. “Mi intención es ordenar al Estudio Gentile una serie de fotografías de los principales edificios y monumentos de La Plata, para el primer libro de la colección Ciudades de la Provincia de Buenos Aires. Previa conformidad del patrón, encargaría al señor Almanza el trabajo”. Terció Gentile: “Con su venia, don Luciano, voy a decirle media palabra a este muchacho que titubea”. Lo llevó aparte y le aseguró: “Es la ocasión de tu vida. Si la ciudad no te destruye, vas a crecer como hombre y, lo que es más importante, como fotógrafo. Dejá el asunto en mis manos”. Al entrar de nuevo en el salón, Gentile anunció: “El muchacho no quiere. Haré lo que pueda por convencerlo, siempre y cuando la paga sea acorde con las aptitudes de un profesional de su categoría”. Dijo las condiciones don Luciano: el boleto y “chirolas” al principio, con la promesa de girar a La Plata, a su debido tiempo, una cantidad a convenir. De plano rechazó Gentile. Nuevamente hubo un aparte y en voz bastante alta, a lo mejor para que lo oyeran, Gentile comentó: “El coraje de algunos”. “Contéstele que no y ya está”, dijo él, pero le hizo ver Gentile que una semana en una ciudad grande y populosa valía la pena y que, sobre las condiciones, no estaba todo dicho. Los viejos discutieron todavía un buen rato, sin ponerse de acuerdo. “Esta noche consultamos con la almohada y mañana retomamos la conversación”, declaró Gentile. “Como quiera”, contestó don Luciano, “pero en principio quedamos en que Almanza viaja a La Plata”. “Siempre que no me lo mande a una huelga de hambre”, replicó Gentile. “No será para tanto”, dijo el otro. “Qué le hace a un muchacho apretarse el cinturón por unos días”, y en puntas de pie, como si quisiera parecer más alto, apoyando las manos en la mesa y marcando las palabras con un vaivén de su cuerpo redondo y de su cara colorada, afirmó: “Mi criterio es muy claro: pagar lo menos posible hasta que me traigan el trabajo. Cuando lo vea, si me llena los ojos, pueden estar seguros que no van a quejarse de don Luciano Gabarret”.

Mascardi preguntó:

– Y ese viejo tacaño ¿no podía ayudarte?

– ¿Qué viejo?

– Gentile, quién va a ser.

– Cómo se te ocurre. La situación es mala y, cuando la gente está desplatada, en lo que menos gasta es en fotos.

– En todos estos años ¿tu único trabajo fue atender el mostrador y fotografiar? Una vida tranquila, demasiado tranquila para mi gusto.

– Salí al campo. Antes de conchabarme con Gentile trabajé en una estancia, vacuné hacienda. Eso sí, me gustó siempre la fotografía. Un día le mostré a Gentile unas fotos que tomé con una máquina de cajón (rodeos de hacienda, carreras cuadreras, hasta una esquila) y me propuso que entrara de auxiliar.

– Tu trabajo, acá en La Plata, ¿cuándo empieza?

– Esta misma tarde.

– Tengo guardia, pero mañana por la mañana estoy libre. Si te parece, nos damos una vueltita para que te muestre lugares de interés. Comparado con más de uno, soy un platense viejo.

VII

Cuando entraban en la pensión oyeron la campanilla del teléfono. Atendió doña Carmen, la patrona, y con un fruncimiento de la boca anunció:

– Para el joven.

Almanza recordó algo que le había dicho Gentile en el momento de la despedida: “En la ciudad te esperan sorpresas, lo que es bueno, porque el hombre despierta y vive”. Es verdad que agregó la prevención: “No dejes que nada te aparte de la huella”.

Tomó el teléfono y preguntó:

– ¿Quién habla?

Realmente se llevó una sorpresa. La conversación duró poco, pero después, en el cuarto, debió esforzarse para escuchar lo que le decía Mascardi. Éste lo recibió con un comentario burlón.

– ¡Qué tipo importante! Llega a La Plata y ya lo andan buscando por teléfono. ¿Se puede saber quién te llamó?

– Una chica. La conocí esta mañana. Hoy me acompaña a fotografiar.

– Una señorita seria, pero bien dispuesta.

– Una chica de familia. Estaba con su padre y con la propia hermana, que tiene un bebe y una nenita.

Mascardi lo oía con preocupación evidente. Habló luego sin apuro, pronunciando cada palabra por separado.

– El que viene de afuera, ande con ojo. El malandra huele de lejos al que no es de la ciudad. Oíme bien. De un tiempo a esta parte apareció lo que en la repartición llamamos una nueva figura delictiva. Una familia, que en realidad no es más que una junta de sujetos de frondoso prontuario. Entablan relación con el candidato, en este caso mi condiscípulo y amigo Nicolasito Almanza, y todo concluye en una estafa o algo peor. No sé si soy claro.

– ¿Qué me van a sacar? ¿El equipo?

– ¿Te parece poco?

– No lo suelto a dos tirones. Te aseguro que es una familia en serio. Gente de afuera. Como vos y yo. Con una diferencia: vienen de Coronel Brandsen.

VIII

Aunque llegó a la hora fijada, encontró a Julia en la puerta, esperándolo. “La cosa empieza bien”, se dijo. Don Juan le merecía respeto y tenía la mejor opinión de Griselda, pero esa tarde no se hallaba en ánimo de conversaciones. Estaba ansioso por fotografiar.

Caminaron hasta la estación, que fotografió de lejos y de cerca, en conjunto y por partes. Julia se mostró como una señorita diligente, de notable paciencia. Le sirvió de auxiliar y al rato empezó a sugerirle fotografías, siempre con fundamento y mucho tino. Cuando concluyó con la estación, Almanza fotografió el Roca, un cinematógrafo que había por ahí y, yendo hacia el lago y el bosque, fotografió el edificio de la Facultad de Ciencias Exactas, que le gustó mucho, y el monumento al Almirante Brown, “de altura imponente”, según le comentó a Julia. Más adelante vieron el lago, con patos y cisnes, y gente que remaba en botes. Una insinuante voz italiana preguntó:

– ¿Quieren una bella fotografía? Hay que guardar el recuerdo de un momento feliz.

El que habló era uno de esos viejos fotógrafos de plaza, con su guardapolvo y su gran cámara de trípode, provista de trapo negro. Julia dijo:

– Por mí no se ponga en gasto.

Almanza contestó con un frase dirigida al fotógrafo:

– Pierda cuidado, Julia. A un colega el señor le hace precio.

– Maldito oficio -contestó el fotógrafo (dijo maledetto)-. En estos días todo el mundo es colega, pero uno tiene que vivir. Próximo al lago, próximo al lago: será una bella fotografía. Hay que aprovechar ahora, que de nuevo está con agua.