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El crujido de un gozne los detuvo. De la primera puerta, a contar por la izquierda, salió una mujer robusta, ni vieja ni joven, de pelo negro, de piel blanca, de labios rojos, mojados, que parecía “una monja de civil” y que, según dijo Mascardi, “antes de apersonarse los había espiado por la ventana que hay en la pared”. Mascardi habló con aplomo:

– Doña Carmen, le presento a su nuevo pensionista, el señor Almanza.

Tras examinar en silencio al nombrado, la patrona dijo:

– Perfectamente. Voy a hablar claro con el señor. Primer punto: a esta casa no me trae mujeres. Si un día llega su señora madre, vaya y pase; pero no se me venga con la hermanita, ni con la prima ni con la tía, bajo ningún concepto. Sepa bien que desde la ventanita de mi pieza lo estoy espiando. ¿Queda bien sentado, entonces, que ésta es una casa decente?

– Desde luego, señora.

Taconeando en las baldosas doña Carmen se dirigió a la única puerta entreabierta (tenía el numerito 4, en la chapa de arriba) y, con un amplio movimiento de brazos, la abrió de par en par. Se volvió, anunció:

– ¡La pieza! -Después de un silencio agregó en voz más baja: -Con nuestra mataca adentro.

– Aymará, señora -protestó la muchacha.

– Da lo mismo. Contraída, como corresponde, a su obligación: limpiar, barrer. En mi casa todo brilla. Como en los grandes hoteles internacionales, no bien el pensionista sale, la mataca entra, para limpiar y poner orden.

– Ya terminé, señora -dijo la muchacha.

Ágilmente recogió el balde y demás menesteres de trabajo, mostró una amplia sonrisa que no alegraba sus ojos, saludó y se metió en otra habitación.

– La tengo en la mira -explicó Mascardi, en un susurro.

La patrona reclamó la atención de Almanza:

– En materia de electricidad, no me cambia una bombita por otra de más fuerza, ni me enchufa nada. ¿Se molesta al baño conmigo?

– Como ordene, señora.

– Entre y mire con sus propios ojos. ¿Toma debida nota de la limpieza? Quiero que los pensionistas me la cuiden. Así que nada de ensuciar afuera. ¿Entendido?

– Entendido.

– Le voy a encargar al cerrajero su llave de la puerta de calle. Óigame bien: el pensionista que vuelve después de las once de la noche me cierra la puerta con llave.

– Pierda cuidado, señora.

Doña Carmen respondió:

– Una patrona nunca pierde cuidado.

V

Ya en el cuarto, arrimó los bultos a su cama y se dejó caer. Mascardi, sentado en la otra cama, dijo:

– Si yo fuera vos, ordenaría ahora mismo las cosas y pondría tus valijas con las mías, detrás del biombo.

El biombo, que parecía de papel, era blancuzco o grisáceo, con pescadores en botes, en un lago, rodeado de serranías, por las que volaban cigüeñas.

– Brava, la señora.

Mascardi contestó:

– Conmigo, mansita, mansita. Claro que soy de la policía y quién te dice que la vieja no me tenga su respeto. No te preocupes: a vos también te va a respetar.

– Creí que estudiabas para abogado.

– Me cansé. Quién te dice que un día no me anote de nuevo. Hoy por hoy revisto en el cuerpo de custodias. Un trabajo que no es para mí, pero le encontré la vuelta. No me paso las guardias durmiendo, ni pegado a la radio, como los compañeros. Yo estudio, oíme bien, yo estudio para pesquisa, tira o detective, como más rabia te dé. A lo mejor abrigo el sueño de ser un personaje

legendario, un Sherlock Holmes, un Viancarlos, un Meneses, vaya uno a saber. Estudio interrogatorios, seguimientos, un poco de todo. Porque todo tiene su técnica. No te olvides que en esta profesión la terquedad, la curiosidad, el amor propio, que a mí nunca me faltaron, pagan jugosos dividendos.

Tal vez por la transfusión, por las agitaciones de esa mañana y por el viaje, Almanza entendía a medias y dejaba entrever algún cansancio. Mascardi le preguntó:

– ¿Qué pasa? Te noto, no sé cómo explicarme, apagado, triste. No me digas que la perorata de la patrona te amargó.

– ¿Por qué iba a amargarme?

– Por la entrada prohibida a las mujeres. ¿Te digo lo que pienso? Para gente como vos y yo es una ventaja. La mujer cargosa, que nunca falta, no te molesta. Uno entra en la pensión y está a salvo. Afuera disponemos de la Organización Mascardi.

No quedó otro remedio que preguntar qué era eso. Mascardi explicó que él conocía a unos estudiantes, que tenían un departamento. En La Plata, en los departamentos de estudiantes, vivían hasta cinco o seis. Como regla general, una vez por semana los visitaba una mujer.

– Hay otra regla importante que debes grabar en la memoria. En todo departamento, el que presta la cama se reserva el primer turno.

Mascardi agregó que tampoco faltan mujeres que por la noche se ofrecen desde la vereda, “a grito pelado”. como dicen los estudiantes chilenos.

Mirándolo inexpresivamente Almanza comentó:

– La verdad que te has vuelto mujeriego.

– ¡Basta de hablar! -dijo Mascardi-. Si hablo mucho, como hoy, a esta hora ¡me viene un hambre! Te propongo que festejemos tu llegada con el famoso puchero de un restorancito de acá a la vuelta.

Cuando salían, se cruzaron con la muchacha, que les dijo:

– Si van a comer, buen provecho.

– Agradecido, señorita -respondió Almanza.

Mascardi lo miró con expresión vaga, como si estuviera pensando en otra cosa, y preguntó:

– ¿Me dijiste mujeriego por ésta? Sin más te aclaro que en la materia no soy orgulloso.

Recostada en la puerta de calle, del lado de afuera, vieron a una señora de pelo castaño, de cara juvenil, blanca y rosada, de cuerpo casi robusto. Almanza murmuró:

– Con su permiso.

La mujer se hizo a un lado. Pasaron y saludaron.

– la señora Elvira, la esposa del inspector de estaciones de servicio de Y.P.F. -explicó Mascardi-. Ya se cansó doña Carmen de hacerle ver que una señora, parada en la puerta, da a la pensión una apariencia de conventillo. Semana tras semana el marido está ausente en sus viajes. La pobre lo quiere con locura y se pasa las horas en la puerta, en la esperanza de verlo llegar. Para mí que piensa que si por un minuto ella se descuida, el marido no vuelve.

VI

Pasadas las doce almorzaron en un restaurante que venía a quedar en 44 y 117, donde cocinaba la patrona y atendía el patrón. La entrada era algo oscura; el salón estaba en desnivel; había que bajar uno o dos escalones. Comieron puchero de falda.

– No cargan los precios y te dan comida casera. Casi toda la concurrencia es de estudiantes -aseguró Mascardi-. Si alguien viene a conversar con nosotros, ni te acuerdes que soy de la policía. Este elemento mira con malos ojos al chafe.

– Los que te conocen ¿por qué van a desconfiar?

– Es gente muy quemada. Te digo más: el sector estudiantil está infiltrado por espías de toda laya. -Repentinamente preguntó: -¿A vos qué te trae a La Plata? ¿No me digas que has venido a estudiar?

– Vengo a sacar fotografías de la ciudad. Soy fotógrafo.

Mascardi volvió a lo que estaba diciendo:

– El sector está infiltrado de espías y, por si fuera poco, de activistas fanáticos. Para mi trabajo conviene que no sepan que soy de la repartición. Debemos tener presente que el día menos pensado me llega la orden de vigilarlos.

– Te elegiste un trabajo bastante bravo.

– No es para cobardes.

– Hasta peligroso me parece.

Bruscamente hosco, Mascardi replicó:

– No sólo para mí. Si alguna vez me liquidan, a lo mejor te liquiden a vos también, nada más que porque nos ven ahora, en esta mesa. No te hagas mala sangre: primero tienen que averiguar cuál es mi verdadero trabajo. -Retomando el tono amistoso dijo: -No sabía que le hacías la competencia al viejo Gentile.

– Cómo se te ocurre. Trabajo con él. Justamente, el mes pasado apareció por el negocio don Luciano Gabarret, para que le sacáramos un retrato. Gentile, ya se sabe, si está entretenido en el laboratorio, no se apura. El otro juntaba rabia. Para mí que no está acostumbrado a esperar.