Изменить стиль страницы

– Hay gente que no pasa los ruleros: -tuvo un remilgo, suspiró y exclamó: -¡Pero yo debo cuidar mi belleza! ¡Ya no soy una chica!

En alguna parte de la casa debió de caer un objeto pesado. Oyeron exclamaciones, chistidos, pasos. Apurada y resuelta, doña Carmen susurró:

– Otros atorrantes, los Kramer, estoy segura, que se quieren ir. De aquí nadie se escapa sin pagar, mi hijito. -Desde la puerta se volvió y agregó con voz melosa: -Hasta que doña Carmen vuelva, quieto y bien tapado. Nada de ventilarse.

Allá quedó, como le ordenaron, tratando inútilmente de comprender lo sucedido. En medio de sus cavilaciones advirtió que se le había pasado “el trancazo, o lo que fuera”. Reconoció: “Doña Carmen dijo que se me iba a pasar y no mintió”. Acordarse de la patrona lo llevó a pensar que tardaba, a valerse de la ocasión para salir de esa cama ajena, ponerse los pantalones, recoger el sobre de fotografías y, lo que le pedía el cuerpo, volver a la pieza.

XLVII

A la mañana, cuando despertó, vio a Mascardi, casi listo para salir. Le dijo:

– ¿Madrugando?

– Lo que es vos, trasnochaste. ¿Hubo fandango con las diablitas?

– ¿Qué diablitas?

– No te enojes. Me dijiste ¿o no?, que según el viejo Gruter esa familia es el diablo.

– Para qué lo habré dicho. Estás completamente de acuerdo con él.

De un cajón de la cómoda, Mascardi tomó, primero, una pistola, que acomodó en la cartuchera del cinto, después un revólver, que deslizó en la sobaquera, debajo del saco.

– Muchas armas.

– Mambrú se va a la guerra. La Ballester Molina, porque es reglamentaria. El revólver, porque el tamborcito no falla nunca y porque tiene la numeración borrada.

– ¿Por qué borrada?

– Esta mañana despertaste muy preguntón, pero como somos amigos te diré un secreto profesional, que todos conocen. Pongámosle que por desgracia yo baje a uno. Evidentemente no quiero que por eso me compliquen la vida. Si el arma empleada es el revólver sin numerar, lo pierdo en cualquier parte y que me echen un galgo.

– ¿Para hoy preparan algún procedimiento?

– En absoluto.

– Dijiste que te ibas a la guerra.

– Chanceaba. A un policía no lo pueden agarrar sin perros. Mejor dicho, sin armas. Vos también, cuando ingreses en la repartición, podrás llevar tu Ballester Molina.

Golpearon a la puerta, que se entreabrió y dejó ver la cabeza enrulada de la patrona.

– Perdón, señor Mascardi. Es para su compañero. Pensé que no estaba y que debía ponerlo en la lista de los fugados. Lo llama por teléfono el respetable padre.

– ¿Quién? -preguntó Almanza.

– ¿Quién va a ser? El viejo Lombardo.

– Me pongo algo y voy.

La cabeza enrulada se retiró.

– ¿Por qué dijo que pensaba ponerte en la lista de los fugados?

– Vaya uno a saber.

– Visto y considerando su cabecita, un verdadero bombón, empiezo a entender tu engolosamiento con las hermanitas Lombardo, por peligrosas que sean.

– Menos mal.

– Sí, menos mal. Si anduvieras con la patrona serías lo que se llama un degenerado.

Tomó del sobre unas cuantas fotografías y fue a atender el teléfono.

XLVIII

Dio las fotografías a la patrona, que murmuró con embeleso, al ver su cara:

– Qué hermosura.

Tomó el teléfono. Don Juan le dijo que tenían que hablar cuanto antes.

– Por lo de anoche -explicó-. ¿O ya lo echaste al olvido?

– No, señor.

– Hay novedades que te van a interesar.

– Voy a la tarde.

– Francamente prefiero que vengas a la mañana. Te conviene. Vas a ganar plata, y mucha, sin arriesgar un centavo.

Con cierto fastidio contestó:

– Voy cuando pueda.

En una bandeja con guarda de flores azules, doña Carmen le ofrecía mate y bizcochitos con azúcar quemada.

– Agradecido -murmuró.

Mientras mateaban, sentados en los sillones de mimbre del salón, se acordó de Griselda, encontró que la cara de doña Carmen era extraordinariamente grande, recapacitó que si no le llegaba la remesa de Gabarret, más valía que ahora comiera unos cuantos bizcochos y que a su debido tiempo oyera la propuesta de don Juan. La señora dijo:

– Te me escapaste, pícaro. ¿Extrañabas tu camita? Te comprendo, te comprendo.

– Pensé que ya la había molestado bastante.

La miraba como si buscara un indicio revelador de lo ocurrido en la noche. Sólo vio la cabeza frisada, los renegridos arcos de las cejas, las mejillas en que se adivinaba el espesor de cremas y polvos, el mentón con un prominente lunar, las majestuosas curvas cubiertas por el liviano vestido verde y negro, las uñas rojas. Reflexionó: “Ya no parece una monja de civil”.

– Pero, con toda franqueza -preguntó doña Carmen-, de mi tratamiento ¿qué me dices? No hubo nada desagradable ni doloroso y, basta verte, hoy tenemos un hombre nuevo.

– Anoche no desvariaba, señora. Ahora estoy bien. Sus brebajes me sanaron.

– Mi eterna prédica. Cuando la cuestión es sanarse, ¿qué pasaría con los enfermos si no apareciera, a veces por la información de un simple desconocido, una señora acá y otra allá? Caerían en manos de los médicos.

Se levantó Almanza y dijo:

– Le agradezco, señora. ¿No llegó nada para mí?

– No llegó nada. Me ilusioné con la idea de que habías olvidado a la chiruza del pueblo… pero no me hagas caso. Te pido que me preguntes lo que quieras, por favor, cada vez que se te ocurra. Va a ser una manera de verte.

Tuvo ganas de tomarse la libertad que le ofrecía doña Carmen para preguntar por Griselda. No lo hizo; días antes lo hubiera hecho. En poco menos de una semana en la ciudad había aprendido a conocer a la gente.

Fotografió toda la mañana. Para recuerdo del viaje a La Plata, la pensión de doña Carmen, el sindicato, el café de enfrente, el hotelito, la pensión de los Lombardo y, por no estar del todo conforme con las fotografías que tenía, la casa de Almafuerte y el Palacio de Gobierno. Cuando ya volvía, se encontró con Laura y Lemonier que lo obligaron a almorzar con ellos.

– Hay que celebrar juntos la libertad del Viejito -dijo Laura-. Una libertad, una alegría que te debemos.

– Se la deben a Mascardi.

– Si no fuera por vos, Mascardi no mueve un dedo -dijo Lemonier.

– Habría que ver si no fue por Mascardi que lo metieron adentro -dijo Laura.

– Estoy seguro que no.

Almorzaron en el restaurante. Laura le dijo que probara la mostaza (“una pizca, nomás, en los bocados de carne”). Al principio mezquinaba, por desconfianza, pero pronto se aficionó. Lemonier le preguntó si extrañaba el pago.

– No sé qué decir -contestó.

– ¿Por qué?

– Durante el día ni me acuerdo. No tengo tiempo, tal vez. En cambio, de noche me da por soñar.

– ¿Con el pago?

– Con el pago. En el sueño estoy seguro de que nunca volveré. La tristeza me despierta. Me digo que a la mañana, no bien me levante, compro el boleto.

Aunque eran amigos nuevos no tuvo ninguna vergüenza de contar esas cosas. Con otros no hubiera hablado así. Laura y Lemonier eran personas que decían lo que pensaban y que pensaban libremente. Tal vez con ellos no estuviera siempre de acuerdo, pero los tenía por gente abierta a cualquier parecer, que no insistía con una opinión sobre cada tema. Hasta le preguntaron cómo le iba con las hermanas y cuál era más linda. Estaba a gusto con ellos.

– ¿Cuándo te vas?

– No bien reciba la remesa por el trabajo.

– Entonces lo tenemos para siempre en La Plata -bromeó Lemonier, y agregó afectuosamente-. Mejor para nosotros.

– Me gustaría que nos viéramos antes de que te vayas -dijo Laura.

– Yo también -dijo Almanza.

– Vamos a vernos -afirmó Lemonier.

Laura agregó:

– Sin Mascardi.