– ¿Puede ser una pesadilla?
– ¿Qué otra cosa es el infierno?
XLII
Cuando concluyó el trabajo, preguntó a Gruter si quería que lo ayudara en las revelaciones y en las ampliaciones prometidas para el día siguiente, a los clientes del laboratorio. El viejo le dio las gracias y le dijo que se fuera a la cama, porque parecía cansado. Lo estaba realmente, pero sobre todo sentía calor, más que nada en la frente y en la nuca, aunque de vez en cuando se refrescaba, porque un frío le recorría el cuerpo. Entre el laboratorio y la puerta de calle, Gladys le cerró el paso. Le apoyó las manos en los hombros y mirándolo muy seria le dijo:
– Te dejó preocupado.
Atinó a contestar:
– No.
– Es comprensible. Más que preocupado, perturbado. El señor Gruter descorrió, como quien dice, la cortina, el velo, y te mostró el más allá, donde pululan demonios, algunos de cara conocida, otros no. ¿Qué tal? Una conmoción. Te parece que la cabeza te va a reventar. Muy comprensible.
– Sí, me parece que la cabeza me va a reventar, pero no por lo que dijo el señor Gruter.
– Una coincidencia, entonces. Me apena que por orgullo no admitas los hechos. Para el pecado de soberbia, Nicolasito, no hay perdón.
– Ni siquiera sé de qué me estás hablando.
– Sabés perfectamente. Te hablo de esa familia. ¿Por qué no puedes apartarte a tiempo y salvarte? ¿Por las mujeres? No las has de querer tanto, si engañas a una con la otra.
– No las engaño.
Gladys retiró las manos de los hombros. Caminaron hasta la puerta. El abrió, salió y se detuvo. Quedaron uno frente a otro. Donde las manos de la chica estuvieron apoyadas, ahora sentía frío.
– ¿Las quieres a las dos? No entiendo.
– A lo mejor me gustan las dos, pero como querer, tal vez a una sola. No sé.
– Y ellas se avienen. ¿Es necesario algo más para que entiendas que Gruter dice la verdad? No solamente Gruter: todos los que te queremos. ¿O todos estamos equivocados? ¿Qué te dan esas dos? Lo que te daría, con un poco más de limpieza, cualquier mujer. ¿Me has oído? Cualquier mujer.
– Sí, Gladys, pero no estoy bien. Ahora tengo que irme.
– No sabía que eras tan malo.
Corrían lágrimas por la cara de la chica.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Almanza, inútilmente, porque la puerta ya estaba cerrada.
XLIII
Afligido, se preguntó qué la habría disgustado a Gladys. Con la misma aflicción pasó a preguntarse por qué no le pidió prestados a Gruter unos pesos para el viaje. El trayecto a pie, con el malestar que le embotaba la cabeza y le enfriaba la espalda, parecía demasiado largo. El sobre con las fotografías pesaba más que nunca. Estuvo a punto de tocar el timbre, pero previó malentendidos, explicaciones con Gladys, que de antemano lo cansaron. Partió, entonces, no del todo seguro de que las fuerzas le alcanzaran para llegar. La primer dificultad que encontró fue inesperada. En ese trayecto, que conocía mejor que tantos platenses, lo sorprendió primero el miedo de extraviarse y bastante pronto la sospecha de ya estar extraviado. Se sobrepuso. Ante sus ojos se prolongó la habitual perspectiva de la avenida 51, hasta donde la iluminación dejaba ver. Con alivio reconoció en su camino la casa con la puerta en el centro y los dos balcones a los lados; el almacén El Emporio, con las cortinas metálicas bajas; la inmobiliaria Barrenechea, con su lista de departamentos y terrenos, en la que podía leerse: “Joven licenciada prepara ingreso cualquier facultad”. Almanza pensó que esas casas eran mojones: le probaban que andaba por tierra conocida. Con verdadera satisfacción divisó el obelisco de la avenida San Martín, cruzó después las vías del paso a nivel y llegó, sin notar la distancia recorrida, a la ruta 3, por la que dobló a la derecha, siguió la curva hacia la izquierda, vio el campo y por último, desconsolado y con alguna zozobra, el cementerio. Encontrarlo ahí le disgustó, porque ése era el cementerio de Las Flores. Aunque estaba muy aturdido pudo recapacitar y, por una sucesión de revelaciones, recordó que también eran de Las Flores la avenida San Martín, el obelisco, el paso a nivel, la ruta 3 y la curva que lo llevó al cementerio. Comprendió que estaba soñando, pero de un modo nuevo y desagradable. Por lo general, cuando soñaba, no sabía que soñaba o, si lo sabía, podía despertar. Ahora sabía que estaba soñando, pero no podía contener las ocurrencias del sueño.
Oyó su nombre. Reconoció la voz y aliviado se volvió. Era Gruter. El viejo había comprendido que él no se hallaba en condiciones de recorrer a pie toda la ciudad y, menos todavía, de encontrar la pensión. “Está acá para ayudarme”, pensó. “Me va a llevar.” El viejo le dijo:
– Yo te previne.
Hizo memoria y llegó a la conclusión de que, esa tarde, en ningún momento el viejo le dijo que así no podría caminar hasta su casa.
– ¿De qué me previno? -preguntó con miedo.
Sonriendo el viejo contestó:
– Te dije que había que prepararse.
– ¿Para qué? -preguntó, aunque sabía la contestación.
– Para el sueño de la muerte. Y ahora, que estás en el sueño, tendrás que prepararte de nuevo. Van a presentarte al jefe. ¿Adivinaste quién es?
– No.
– La familia Lombardo.
Al oír las últimas palabras desconfió en seguida. “Basta de sueños y de embustes”, dijo en voz alta, o poco menos. Un señor y una señora, mayores los dos, lo miraron con reprobación y apuraron el paso. Pensó: “Malician que anduve bebiendo” y se despabiló del todo. Estaba en la diagonal 73, casi esquina 48. Lo principal era seguir el camino sin detenerse; aunque faltaran algunas cuadras (demasiadas para su cansancio), cada una no tomaba mucho tiempo.
Ya que por fortuna se hallaba enteramente despabilado, iba a sacar fuerzas de donde fuera. Lo que estorbaba era el malestar, la flojera, los sueños. Creía tener los sueños a raya, pero bastaba el menor descuido para que volvieran y lo alucinaran. En plena 73 encontró a don Juan, que abría los brazos y con alegría espontánea murmuraba “Hijo mío”. Si, como decía Gruter, era el diablo, parecía un diablo amistoso. Descubrió entonces detrás de don Juan unos vitrales muy atrayentes, que había visto en otra parte. De pronto recordó: en la pensión de los Lombardo. ¿Cómo pudo olvidar? Eran allí el adorno más vistoso. ¿Por qué los veía ahora en 73? ¿Por qué soñaba mientras caminaba despierto? Los sueños de esa noche tenían un extraordinario poder para convencerlo a uno. Había que reconocer también que eran bastante desagradables.
XLIV
Don Juan dijo en el tono de quien recita un verso:
– Celebro, muchacho, este encuentro casual.
Lo vio como un gigantesco protector, con los brazos abiertos. Esos mismos brazos descargaron sobre él efusivas palmadas que retumbaron en su cabeza dolorosamente. Imaginó su cabeza como un tanque repleto de algún líquido muy pesado. Explicó:
– Volvía a las casas.
– Quiero creer que no vas a desairar a un viejo, si te convida a tomar una copa.
Pensó: “Hablando así me marea”. Dijo:
– Quería llegar a las casas. Ando enfermo.
– No será para tanto, hijo mío.
Notó que los vitrales ya no estaban ahí. Trabajosamente razonó que si también el señor fuera un sueño, le estorbaría menos para seguir su camino a la pensión. Dijo:
– No sé qué me pasa, don Juan. Sueño despierto.
– ¿Bebiste?
– Créame que no. Ando mal. Con decirle que seguro no estoy de atinar con el camino.
– Por fortuna yo aparecí para ayudarte -dijo don Juan, tomándolo de un brazo- y te voy a llevar directamente a un café, acá a la vuelta y tomarás algo y quedarás como nuevo.
Recorrieron cien, doscientos metros, Almanza apoyado en el señor, éste hablando y hablando.