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LIII

En la puerta de la pensión no estaba, como de costumbre, la señora del inspector, sino la licenciada. Antes que Almanza hubiera preparado mentalmente la pregunta, recibió la contestación:

– ¿Vuelve a molestar, con las fotos? Haga el favor de no insistir. Sé perfectamente lo que busca.

– Siento mucho -contestó.

Pasó de largo frente a la ventanita de la patrona, sin preguntar si había cartas para él y se metió en la pieza. Mascardi, que ya se iba, le dijo:

– ¿Qué sucede? ¿Preocupado, triste? ¿La patrona te dijo que no llegó el giro?

– No pregunté.

– No preguntes. No llegó nada.

– ¿Seguro?

– Seguro. Pregunté yo. Arriba el ánimo. Vamos a comer. Yo te invito.

– Ya te lo dije, Mascardi: no voy a un restaurante hasta que llegue el giro.

– Vas a morirte de hambre.

– Tengo deudas con todo el mundo.

– Con la patrona, conmigo y pare de contar.

– Con Laura y Lemonier también. A mediodía me convidaron. Me gustaría recibir un montón de dinero y convidar a todos a una gran comida.

– Te voy a mostrar el sitio ideal. Acompañame. No seas porfiado. Entre amigos no hay deudas.

Caminaron en dirección a la avenida 1, cruzaron las vías y, frente a la estación, entraron en la parrillada El Estribo: una suerte de rancho muy grande, con techo de dos aguas. Aunque descubrió que tenía hambre, Almanza comió con moderación: asado de tira, duro desde luego, y pan. Mascardi comió asado hasta cansarse, una enormidad de achuras, concluyó con dulce de membrillo y queso y bebió vino tinto. La comida los puso de excelente humor. Lloraron de risa cuando Almanza preguntó:

– ¿Postre de vigilante? ¿No querías pasar desapercibido?

En el momento de pagar, Mascardi leyó en voz alta la cuenta y comentó:

– La mitad que en el restaurante. Si hubieras venido siempre acá, todavía tendrías plata.

Estuvo a punto de contestar “Vos me llevaste al restaurante”, pero pensó: “La comida fue buena, yo sería ingrato y Mascardi es un amigo, aunque hoy diga una cosa y mañana otra, con igual aplomo”. Dijo:

– Vamos andando.

Al llegar a la diagonal anunció Mascardi:

– Yo sigo por acá. Estoy sobre la hora de tomar servicio. El que trabaja en serio cumple horarios.

Almanza volvió a la pensión, algo cansado y con ganas de dormir. Ya había pasado frente a la ventanita cuando lo chistó doña Carmen. Con un pañuelo de colores en la cabeza, ojos que refulgían bordeados por líneas de rimel, labios de un rojo oscuro, no parecía una monja sino una gitana. O más bien, la adivina de una foto que le mostró Gentile.

– Llamó el funebrero Lo Pietro. Me pidió que te diga que a cualquier hora que vengas, vayas a verlo. Que se trata de algo importante. Te espera.

– Con el sueño que tengo…

– No le hagas caso. Primero está tu salud.

Almanza pensó: “Ya don Juan le contó que no pudo convencerme. Ahora va a probar él”. Dijo:

– Si me está esperando, voy.

Pensó: “Y le digo cuanto antes que no”. Se lamentó doña Carmen:

– Vas a volver tardísimo.

– Voy y vuelvo -afirmó Almanza.

LIV

Empujó confiadamente la puerta de La Moderna, que no cedió. Tuvo ganas de postergar la visita para mejor ocasión, pero se dijo que no tardarían en llamarlo y que debería costearse de nuevo. Apretó el timbre. Poco después, una voz infantil, que reconoció como de Carlota, la hija de Lo Pietro, preguntó desde adentro:

– ¿Qué desea?

– Su padre me llamó. ¿Se acuerda de mí? Soy el fotógrafo, su colega.

La chica abrió y lo hizo pasar.

– Papá salió. Lo llamaron de casa de un cliente.

– Vuelvo mañana.

– Por favor, pase al salón. Papá no puede tardar. Voy a preguntar al Mono si dejó algo dicho.

En cuanto entró en el salón, oyó una musiquita, por momentos animosa, por momentos sentimental. Encontró el lugar muy cambiado. “Acá está la columna, con la famosa planta, de que habló Lo Pietro”, se dijo. “Acá, las fotografías.” En la pared del fondo colgaban dos fotografías en sepia; una a la izquierda del escritorio, otra a la derecha; las dos alargadas. La primera mostraba un cortejo de coches coupés, encabezado por un enorme coche fúnebre, tirado por cuatro caballos negros; delante de los caballos había un grupo de señores, de bigote y levita; la foto de la derecha, sin duda más reciente, mostraba un cortejo de grandes automóviles, encabezado por un furgón; delante del furgón había un grupo de señores correctamente vestidos, entre los que descubrió a un muchacho que se parecía bastante al señor Lo Pietro. “El señor Lo Pietro cuando joven”, pensó. También pensó que por suerte se le había pasado el sueño, porque a lo mejor iban a tenerlo mirando esas fotos y oyendo esa musiquita hasta quién sabe cuándo. Examinó la columna de porcelana, de un azul oscuro que le gustó mucho, y después el biombo de espejos. Aunque no eran pocos los ataúdes en el salón, reflejados en los espejos del biombo parecían más. Un poco fuera de foco, eso sí. Movió la cara frente a uno de los espejos y notó momentáneas deformaciones, como si la superficie del vidrio fuera ondulada. “Se ve que son antiguos. No se comparan con los de ahora”, se dijo. Estaba ocupado en tales consideraciones cuando le pareció ver otra cara. Por un instante creyó que era la propia, que se multiplicaba como los ataúdes. Luego notó que la otra estaba un poco más atrás y que era la del empleado de la cochería, el de traje de etique y traza de mono. Parecía inmóvil, agazapado, pero avanzaba lentamente. El individuo se acercaba muy despacio, con una mano en alto, empuñando una jeringa de larga aguja, a lo mejor resuelto a vacunarlo. Almanza golpeó esa mano, de abajo para arriba. Se le abalanzó el otro. Lo esquivó, haciéndose a un lado, lo empujó. Encima del hombre cayó el biombo, que se rompió en pedazos, con mucho estrépito y muchos reflejos. En el apuro por salir antes que se levantara el caído o apareciera Lo Pietro y descubriera el biombo roto, se golpeó la frente contra el borde de un ataúd. “Por suerte no es nada”, se dijo. Cruzó dos puertas y salió a la calle. No oír la musiquita, estar afuera, ver a Julia fueron sucesivas alegrías.

– ¿Qué te pasó?

Almanza refirió los hechos.

– Te dije que no te dejes agarrar.

– Por tu padre.

– Lo Pietro es el compinche malo.

– ¿Cómo supiste que venía?

– Quise hablarte, para ver cómo te había ido con mi padre, y la patrona me dijo que te llamó Lo Pietro. Noté, en la voz, que estaba preocupada. Las mujeres somos locas.

Antes que pudiera protestar, Julia paró un taxímetro.

– Me he golpeado la cabeza, pero no las piernas.

– ¿Te duele mucho?

– Nada.

En realidad estaba un poco débil; mareado quizá. Julia ordenó al taxista que los llevara a una farmacia. Preguntó:

– ¿Hay alguna de turno, por el barrio?

Almanza pensó: “Todo se me da en pares”.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Julia-. Parecés preocupado.

Bajaron frente a la farmacia, en 22 y 63. Julia pagó en seguida. Almanza dijo:

– No puede ser que siempre pagues.

– Nos queda la posibilidad de ir presos.

– ¿Qué le pasó a su marido, señora? -preguntó el farmacéutico, un viejo de anteojos, que los trató paternalmente-. ¿Se llevó por delante una pared? A ver, tráigame acá esa herida. Más a la luz, que mis ojos ya no ven…

Julia preguntó si la herida era profunda.

– Una herida superficial y un buen hematoma -contestó el farmacéutico, y siguió curando y explicando-. Limpiamos, desinfectamos. Como ya no sangra, la dejamos al aire, para que se ventile. Es lo mejor. Mañana, señora, cuando se levantan, me la desinfecta. Usted vio cómo lo hice.

Le dio un frasquito, con un líquido colorado, y les cobró unos pocos pesos. Al salir, Julia dijo por lo bajo a Almanza: