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En el estudio, la presentadora se dirige a su compañero.

– Se trata, claramente, de una situación difícil, dado lo que hemos visto antes en Holder Hall. -Hablando de nuevo hacia la cámara, añade-: Más tarde volveremos a esta noticia.

– ¿Ha muerto? -repite Gil, incapaz de creérselo-. Pero pensaba que Charlie… -Y deja que la idea se desvanezca.

– Un estudiante -digo.

Gil me mira después de un largo silencio.

– No pienses esas cosas, Tom. Charlie habría llamado.

En la pared está la foto enmarcada que le he comprado a Katie, inclinada en un ángulo incómodo. Llamo al despacho de Taft justo cuando Gil regresa de su habitación trayéndome una botella de vino.

– ¿Qué es esto? -pregunto.

El teléfono del Instituto suena una y otra vez. Nada.

Gil se dirige al bar improvisado que mantiene en una esquina de la habitación y coge dos copas y un sacacorchos.

– Necesito relajarme.

Aún no hay respuesta en el despacho de Taft, de manera que cuelgo el teléfono, a regañadientes. Estoy a punto de decirle a Gil lo mal que me siento cuando me doy cuenta, al mirarlo, de que su aspecto es aún peor.

– ¿Qué ocurre? -pregunto.

Llena los vasos hasta arriba. Coge uno, lo levanta hacia mí y bebe un sorbo.

– Bebe un poco -dice-. Está bueno.

– Vale -digo, preguntándome si tan sólo quiere alguien con quien beber. Pero la idea de una copa de vino ahora me revuelve el estómago.

Gil se queda esperando, así que tomo un traguito. El borgoña me arde al bajar, pero tiene el efecto contrario sobre Gil. Cuanto más bebe, mejor es su aspecto.

Dejo la copa. A lo lejos, la nieve se extiende como una piscina de luz desde el pie de las farolas. Gil ha vaciado su segunda copa.

– Tranquilo, jefe -digo, tratando de sonar amable-. No querrás estar resacoso en pleno baile.

– Sí, es cierto -dice él-. Tengo que ir a ver a los encargados de la comida mañana a las nueve. Debería haberles dicho que no me levanto a esa hora ni para ir a clase.

Las palabras salen demasiado bruscas, y Gil parece contenerse. Recogiendo del suelo el mando a distancia, dice:

– Veamos si dan algo más en la tele.

Hay tres cadenas diferentes transmitiendo desde algún lugar del campus, pero no parece haber nuevas informaciones. Gil se levanta y pone una película.

– Vacaciones en Roma -dice, volviendo a sentarse. Una calma distante se adueña de su rostro. Otra vez Audrey Hepburn. Gil suelta la botella de vino.

Cuanto más dura la película, más siento que Gil está en lo cierto. No importa lo pesarosos que sean mis pensamientos: tarde o temprano, mi mente regresa a Audrey. No puedo quitarle los ojos de encima.

Después de un rato, la mirada de Gil parece nublarse un poco. El vino, supongo. Pero cuando se frota la frente y se concentra un instante más de lo normal sobre sus manos, presiento que se trata de algo más. Tal vez piensa en Anna, que rompió con él mientras yo estaba en casa. La entrega de la tesina más la organización del baile fueron, según Charlie, responsables de la tragedia, pero Gil nunca ha querido hablarme del asunto. Desde el principio, Anna fue un misterio para nosotros; Gil no la traía casi nunca a la habitación, aunque en el Ivy, según los rumores, no se separaban ni un instante. Entre sus novias, Anna fue la única incapaz de reconocer quién contestaba el teléfono, la única que olvidaba a veces el nombre de Paul, y nunca pasaba por la habitación si sabía que Gil estaba ausente.

– ¿Sabes quién se parece un poco a Audrey Hepburn? -pregunta Gil de repente, cogiéndome desprevenido.

– ¿Quién? -digo mientras llamo nuevamente al despacho de Taft.

Gil me sorprende.

– Katie.

– ¿Qué te ha hecho pensar en eso?

– No lo sé. Esta noche os he estado observando. Hacéis buena pareja.

Lo dice como si tratara de recordar la existencia de algo fiable. Quiero decirle que también Katie y yo hemos tenido nuestros altibajos, que él no es el único que ha tenido que luchar en una relación, pero no sería lo más adecuado.

– Es tu tipo, Tom -continúa-. Es una chica inteligente. Ni siquiera yo entiendo la mayor parte de las cosas que dice.

Cuelgo el teléfono cuando nadie contesta.

– ¿Dónde está?

– Ya llamará. -Gil respira hondo, intentando ignorar las posibilidades-. ¿Cuánto tiempo llevas con Katie?

– Cuatro meses el próximo miércoles.

Gil mueve la cabeza. Él, en cambio, ha roto tres veces desde que Katie y yo nos conocimos.

– ¿Te has preguntado si es la definitiva?

Es la primera vez que alguien formula esa pregunta.

– A veces. Me gustaría que pasáramos más tiempo juntos. Me preocupa el año que viene.

– Tendrías que oírla hablar de ti. Es como si os conocierais desde niños.

– ¿A qué te refieres?

– Una vez me la encontré en el Ivy. Estaba grabándote un partido de baloncesto en el televisor de arriba. Dijo que era porque tú y tu padre siempre ibais juntos al partido entre Michigan y Ohio State.

Ni siquiera le había pedido que lo hiciera. Hasta que nos conocimos, a Katie nunca le había interesado el baloncesto.

– Tienes suerte -me dice.

Asiento en señal de acuerdo.

Hablamos un poco más de Katie, y luego Gil regresa a Audrey. Su expresión se hace leve, pero al cabo de un rato veo que los viejos pensamientos están de vuelta. Paul. Anna. El baile. En poco tiempo ha retomado la botella. Estoy a punto de sugerir que ya ha bebido suficiente cuando llega del vestíbulo un sonido de arrastre. La puerta se abre y aparece Charlie, de pie en la luz amarillenta del vestíbulo. Tiene mal aspecto. Y en los puños de su chaqueta hay manchas del color de la sangre.

– ¿Estás bien? -pregunta Gil, poniéndose de pie.

– Tenemos que hablar -dice Charlie en tono amenazador.

Gil silencia el televisor.

Charlie se dirige a la nevera y saca una botella de agua. Se bebe la mitad, luego se echa un poco sobre las manos para mojarse la cara. Tiene la mirada inestable. Al final, se sienta y dice:

– El hombre que se cayó de Dickinson era Bill Stein.

– Dios mío -susurra Gil.

Sus palabras me paralizan.

– ¿Qué dices?

– No lo entiendo -dice Gil.

Charlie lo confirma con la expresión de su rostro.

– ¿Estás seguro? -es todo lo que consigo preguntar.

– Estaba en su despacho del departamento de Historia. Alguien ha entrado y le ha disparado.

– ¿Quién?

– No se sabe.

– ¿Qué quieres decir con «no se sabe»?

Hay un instante de silencio. Charlie concentra su mirada en mí.

– ¿Qué ha pasado con lo del mensaje del busca? ¿Para qué quería Bill Stein hablar con Paul?

– Ya te lo he dicho. Quería darle a Paul un libro que había encontrado. No lo puedo creer, Charlie.

– ¿No ha dicho nada más? ¿Adónde iba? ¿A quién iba a ver?

Niego con la cabeza. Luego, poco a poco, recuerdo todo aquello que equivocadamente interpreté como paranoia: las llamadas que Bill había recibido, los libros que alguien más estaba sacando de la biblioteca. Cuando se lo explico, una ola de miedo desciende sobre mí.

– Mierda -gruñe Charlie. Coge el teléfono.

– ¿Qué haces? -pregunta Gil.

– La policía querrá hablar contigo -me dice Charlie-. ¿Dónde está Paul?

– Dios mío. No lo sé, pero tenemos que encontrarlo. He estado tratando de comunicarme con el despacho de Taft en el Instituto. No contestan.

Charlie nos mira con impaciencia.

– Paul está bien -dice Gil, pero es obvio que es el vino el que habla-. Calmaos.

– No te estaba hablando a ti -dice bruscamente Charlie.

– Tal vez está en casa de Taft -sugiero-. O en el despacho de Taft en el campus.

– Los polis lo encontrarán cuando sea necesario -dice Gil, con el rostro endurecido-. Nosotros deberíamos mantenernos al margen de este asunto.

– Pues dos de nosotros ya estamos dentro.

Gil hace una mueca burlona.

– No me jodas, Charlie. ¿Desde cuándo estás tú en esto?