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– ¿Dónde has conseguido eso?

Me conduce al ascensor y presiona un botón.

– Es mi trabajo -dice.

La biblioteca de diapositivas le permite el acceso a los archivos del museo. Paul es tan cuidadoso con su trabajo que se ha ganado la confianza de casi todo el mundo.

– ¿Adónde vamos? -digo.

– A la sala de imágenes. Donde Vincent guarda algunos de sus carretes de diapositivas.

El ascensor nos deja en la planta principal del museo. Paul me guía ignorando los cuadros que antes me ha señalado una docena de veces: el inmenso Rubens con su Júpiter de ceño oscuro, la inacabada Muerte de Sócrates con el viejo filósofo alargando una mano hacia su copa de cicuta. Sus ojos sólo recorren las paredes de la sala cuando pasamos junto a los cuadros que Curry ha traído para la exposición de los miembros del consejo.

Llegamos frente a la puerta de la biblioteca de diapositivas, y Paul saca de nuevo las llaves. Una de ellas entra calladamente en su sitio; ingresamos en la oscuridad.

– Por aquí -dice Paul, apuntando hacia un pasillo de estanterías llenas de cajas polvorientas. Cada caja contiene un carrete de diapositivas. Tras otra puerta cerrada con llave, en una amplia habitación en la que sólo he estado una vez, está la mayor parte de la colección universitaria de diapositivas de arte.

Paul encuentra el grupo de cajas que ha estado buscando, saca una del montón y la deja delante de él en la estantería. Una nota pegada con celo al costado, escrita con letra descuidada, dice mapas: roma. Paul la destapa y la lleva al pequeño espacio abierto de la entrada. De otra estantería saca un proyector y lo conecta a un enchufe que hay en la pared, cerca del suelo. Finalmente, con sólo apretar un botón, una imagen borrosa aparece en el muro de enfrente. Paul ajusta el enfoque hasta que cobra nitidez.

– Vale -digo-. Ahora dime qué hacemos aquí.

– ¿Y si Richard tuviera razón? -Dice Paul-. ¿Y si Vincent le hubiera robado el diario hace treinta años?

– Probablemente lo hizo. ¿Qué importa eso ahora?

Paul me pone al tanto.

– Imagina que estás en la posición de Vincent. Richard te dice una y otra vez que el diario es la única forma de entender la Hypnerotomachia. Te parece que sólo está fanfarroneando, que no es más que un muchachito graduado en Historia del Arte. Y en ese momento se presenta otra persona. Otro experto.

Paul lo dice con un cierto respeto. Comprendo que se refiere a mi padre.

– De repente, eres tú el que está en el alero. Ambos dicen que el diario es la respuesta. Pero tú te has puesto en evidencia. Le has dicho a Richard que el diario es inútil, que el capitán de puerto era un charlatán. Y más que nada, detestas estar equivocado. ¿Qué haces ahora?

Paul trata de convencerme de una posibilidad que nunca he tenido ningún problema en aceptar: que Vincent Taft sea un ladrón.

– Entendido -digo-. Continúa.

– Así que robas el diario. Pero no logras sacarle nada en claro, porque has estado leyendo la Hypnerotomachia de forma equivocada. Sin los mensajes cifrados de Francesco, no sabes qué hacer con el diario. ¿Entonces qué?

– No lo sé.

– No vas a tirarlo -dice, ignorándome-, sólo porque no lo entiendes.

Asiento en señal de acuerdo.

– Así que lo conservas -dice Paul-. En algún lugar seguro. Tal vez en la caja fuerte de tu despacho.

– O en tu casa.

– Correcto. Luego, años después, aparece este chico, y él y su amigo comienzan a hacer progresos con la Hypnerotomachia. Más de lo que te esperabas. En realidad, más de los que tú hiciste en tus mejores días. El chico empieza a encontrar los mensajes de Francesco.

– Y tú empiezas a pensar que tal vez el diario sea útil, después de todo.

– Exacto.

– Y no le dices nada al chico, porque entonces éste sabría que lo has robado.

– Pero -continúa Paul, llegando a la conclusión-, supón que algún día llega alguien y lo encuentra.

– Bill.

Paul asiente.

– Bill estaba siempre en el despacho de Vincent, en casa de Vincent, ayudándole con todos los pequeños proyectos que Vincent le obligaba a hacer. Y él sabía lo que el diario significaba. Si se lo hubiera encontrado, no se habría limitado a volverlo a poner en su sitio.

– Te lo habría traído.

– Correcto. Y nosotros fuimos a mostrárselo a Richard. Y Richard se enfrentó a Vincent en la conferencia.

Yo no estoy muy seguro.

– Pero ¿no es más lógico pensar que Taft se habría dado cuenta de que el diario había desaparecido antes de la conferencia?

– Claro. Debía saber que Bill se lo había llevado. Pero ¿cuál crees que fue su reacción cuando se dio cuenta de que también Richard lo sabía? Lo primero que se le habría ocurrido en ese caso hubiera sido ir a buscar a Bill.

Ahora lo entiendo.

– ¿Crees que fue a buscar a Stein después de la conferencia?

– ¿Estaba Vincent en la recepción?

La tomo como una pregunta retórica hasta que recuerdo que Paul no estaba allí; ya se había ido a buscar a Stein.

– No, yo no lo vi.

– Hay un pasillo que conecta Dickinson con el auditorio -dice-. Vincent ni siquiera hubiera tenido que salir del edificio para llegar allí.

Paul deja que digiera esa información. La hipótesis vagabundea torpemente por mis pensamientos, amarrada a otros mil detalles.

– ¿De verdad crees que Taft lo ha matado? -pregunto. En las sombras de la habitación se forma una extraña silueta, Epp Lang enterrando a un perro debajo de un árbol.

Paul fija la mirada en los contornos negros proyectados sobre la pared.

– Creo que es capaz de hacerlo.

– ¿Por ira?

– No lo sé. -Pero ya parece haber repasado todos los escenarios posibles-. Escucha -dice-, mientras esperaba a Bill en el Instituto, comencé a leer el diario con más cuidado, buscando todas las menciones a Francesco.

Lo abre. En el interior de la tapa delantera hay una página de notas con el membrete del Instituto.

– Encontré la entrada en la que el capitán de puerto anota las indicaciones que el ladrón copió de los papeles de Francesco. Genovés dice que estaban escritas en un pedazo de papel, y debían formar algún tipo de ruta náutica, algo relacionado con el rumbo que siguió el barco de Francesco. El capitán trató de descubrir de dónde podía venir el cargamento siguiendo el rastro en dirección inversa, partiendo desde Genova.

Cuando Paul desdobla la página, veo un grupo de flechas dibujado junto a una brújula.

– Éstas son las indicaciones. Están en latín. Dicen: Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. Luego dicen De Stadio.

– ¿Qué es De Stadio?

Paul sonríe.

– Creo que ésta es la clave. El capitán se la llevó a su primo, que le explicó que De Stadio era la escala que iba con las indicaciones. Quiere decir que las indicaciones deben medirse en estadios.

– No lo entiendo.

– El estadio es una unidad de medida del mundo antiguo basada en la longitud de una carrera de los Juegos Olímpicos griegos. De ahí viene la palabra moderna. Un estadio son, más o menos, ciento ochenta metros, de manera que en un kilómetro hay entre cinco y seis estadios.

– Así que cuatro sur quiere decir cuatro estadios hacia el sur.

– Luego diez al este, dos al norte y seis al oeste. Son cuatro indicaciones. ¿Te recuerda algo?

Sí: en su acertijo final, Colonna se refería a lo que llamaba la Regla o el Enigma del Cuatro, un sistema que llevaría a los lectores directamente a su cripta secreta. Pero abandonamos la búsqueda cuando el texto mismo se negó a proporcionarnos nada remotamente geográfico.

– ¿Crees que es eso? ¿Estas cuatro indicaciones?

Paul asiente.

– Pero el capitán buscaba algo a una escala mucho más grande, un viaje de cientos y cientos de kilómetros. Si las indicaciones de Francesco están en estadios, el barco no podía haber partido de Francia o de Holanda. Debió de comenzar su viaje a menos de un kilómetro al sureste de Genova. El capitán sabía que eso no podía ser correcto.