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– Yo no, pedazo de borracho, yo no. Tom y Paul. En nosotros no estás sólo tú, ¿sabes?

– No te pongas moralista conmigo. Estoy harto de que te metas en los problemas de los demás.

– ¿De qué coño hablas? Bill Stein ha sido asesinado. ¿Dónde diablos tienes la cabeza?

– ¿Por qué no piensas menos en mis errores y más en cómo puedes ayudar a Paul?

Charlie se inclina, levanta la botella y la arroja a la basura.

– Ya has bebido suficiente.

En ese instante temo que el vino lleve a Gil a decir algo que todos lamentaremos. Pero, tras mirar fijamente a Charlie, se levanta del sofá.

– Dios mío -dice-. Me voy a la cama.

Lo veo retroceder hacia la habitación sin decir una palabra más. Un segundo después, la luz bajo la puerta se oscurece.

Pasan los minutos, pero parecen horas. Llamo nuevamente al Instituto, sin suerte, así que Charlie y yo nos sentamos a esperar en el salón. Ninguno habla. Mi mente está demasiado acelerada como para que pueda organizar las ideas. Miro por la ventana, y la voz de Stein me vuelve a la cabeza.

«He recibido ciertas llamadas. Contesto y cuelgan, contesto y cuelgan.»

Finalmente, Charlie se pone de pie. Encuentra una toalla en el armario y empieza a organizar su neceser. En calzoncillos y sin decir palabra, se dirige a la puerta. El baño de los hombres está al fondo del corredor; entre el baño y nuestra habitación viven media docena de mujeres de cuarto, pero Charlie sale de todas formas, con la toalla alrededor del cuello como una yunta y con el neceser en la mano.

Me recuesto en el sofá y cojo el Daily Princetonian. Paso las páginas para distraerme, buscando algún crédito fotográfico de Katie en las esquinas inferiores del diario, allí donde van a parar los colaboradores marginados. Sus fotos siempre me causan curiosidad: los nuevos temas que escoge, los que le parecen demasiado banales para plasmarlos. Después de salir con alguien durante cierto tiempo, empiezas a creer que esa persona lo ve todo igual que tú. Las fotos de Katie son un correctivo, un vistazo a lo que es el mundo a través de sus ojos.

Pronto me llega un sonido desde la puerta; es Charlie, que regresa de la ducha. Pero cuando escucho una llave golpear sobre la cerradura, me doy cuenta de que es otra persona. La puerta se abre y es Paul quien entra. Está pálido y tiene los labios morados de frío.

– ¿Estás bien? -es lo único que consigo preguntar.

Charlie llega justo a tiempo.

– ¿Y tú dónde te habías metido? -pregunta en tono exigente.

Considerando su estado, es normal que tardemos quince minutos en sacarle los detalles. Después de la conferencia, Paul fue al Instituto y buscó a Bill Stein en la sala de ordenadores. Una hora después, como Stein no se presentó, Paul decidió regresar al dormitorio. Comenzó en el coche, pero al llegar a un semáforo, a un par de kilómetros del campus, el coche se averió; así que tuvo que volver caminando bajo la nieve.

El resto de la noche, dice, es una masa borrosa. Llegó al norte del campus y encontró los coches de la policía cerca del despacho de Bill, en Dickinson. Después de hacerle las preguntas necesarias, fue llevado al centro médico, donde le pidieron que identificara el cadáver. Poco después se presentó Taft e hizo una segunda identificación, pero antes de que Paul y él pudieran hablar, la policía los separó para interrogarlos. La policía quería saber acerca de su relación con Stein y Taft, acerca de la última vez que había visto a Bill, quería saber dónde estaba Paul a la hora del crimen. Paul cooperó en mitad del aturdimiento. Cuando por fin lo soltaron, le pidieron que no saliera del campus y le dijeron que estarían en contacto. Al final pudo llegar a Dod, pero se quedó un rato en las escaleras exteriores. Simplemente quería estar solo.

Finalmente hablamos de la conversación que tuvimos con Stein en la sala de Libros Raros y Antiguos, de la cual, dice Paul, la policía tomó atenta nota. Mientras habla de Bill, de lo agitado que estaba en la biblioteca, del amigo que acaba de perder, Paul muestra escasas señales de emoción. Aún no se ha recuperado del impacto.

– Tom -dice al final, cuando estamos ya en nuestra habitación-, necesito un favor.

– Por supuesto -digo-. Lo que sea.

– Necesito que vengas conmigo.

Dudo un instante.

– ¿Adónde?

– Al museo de arte -dice mientras se pone ropa seca.

– ¿Ahora mismo? ¿Por qué?

Paul se frota la frente como aliviando un dolor.

– Te lo explicaré por el camino.

Cuando regresamos al salón, Charlie nos mira como si hubiéramos perdido la cabeza.

– ¿A estas horas? -dice-. El museo está cerrado.

– Sé lo que hago -dice Paul, dirigiéndose ya al pasillo.

Charlie me lanza una mirada intensa, pero no dice nada, y yo salgo detrás de Paul.

Cruzando el patio desde Dod, el museo de arte se erige como un viejo palacio mediterráneo. Desde el frente, por donde hemos entrado hace apenas unas horas, parece un edificio achaparrado y moderno con una escultura de Picasso en el jardín delantero que parece una pileta con pretensiones. Cuando uno se aproxima desde el costado, sin embargo, los nuevos elementos ceden su espacio a los más antiguos, bellas ventanas bajo pequeños arcos románicos, tejas rojas que esta noche se asoman bajo una cubierta de nieve. En circunstancias diferentes, sería una foto que a Katie le gustaría tomar.

– ¿Qué estamos haciendo? -pregunto.

Delante de mí, Paul camina arrastrando los pies, abriéndose paso con sus viejas botas de obrero.

– He encontrado lo que Richard pensaba que estaba en el diario.

Suena como el medio de una idea cuyo comienzo Paul se ha guardado para sí mismo.

– ¿El plano?

Niega con la cabeza.

– Te lo mostraré adentro.

Ahora camino poniendo los pies en sus huellas para evitar que la nieve me moje los bajos. Los ojos se me van una y otra vez hacia sus botas. Durante el verano del primer curso, Paul trabajó en la zona de carga del museo, trasladando las exposiciones entrantes y las salientes entre el camión y el edificio. En ese momento las botas eran una necesidad, pero esta noche dejan rastros sucios en el blanco lunar del patio. Paul parece un chico con zapatos de hombre.

Llegamos a una puerta del lado oeste del museo. Junto a la puerta hay un teclado diminuto. Paul teclea su contraseña de auxiliar docente y espera a ver si funciona. Solía dar visitas guiadas en el museo de arte, pero finalmente tuvo que aceptar un empleo en la biblioteca de diapositivas, porque a los auxiliares no se les pagaba.

Para mi sorpresa, la puerta se abre con un bip y un clic débiles como un susurro. Estoy tan acostumbrado al sonido medieval de los pasadores que hay en las puertas de los dormitorios, que casi no lo oigo. Paul me conduce a una pequeña antecámara, una habitación de seguridad supervisada por un guardia detrás de una ventana de vidrio blindado, y de repente me siento preso. Tras firmar un impreso de visita sobre una carpeta con sujetapapeles, y de mostrar nuestras identificaciones universitarias a través del cristal, se nos permite entrar a la biblioteca de auxiliares que hay al otro lado de la puerta siguiente.

– ¿Eso es todo? -digo, porque esperaba algo más de control a estas horas.

Paul señala una cámara que hay en la pared, pero no dice nada.

La biblioteca de auxiliares es más bien mediocre -algunas estanterías de libros de historia del arte donados por otros guías como ayuda para la preparación de las visitas guiadas- pero Paul continúa hacia el ascensor de la esquina. Sobre las puertas metálicas hay un gran cartel que dice sólo facultad, PERSONAL Y SEGURIDAD. ACCESO PROHIBIDO A ESTUDIANTES Y AUXILIARES SIN ACOMPAÑANTES. Las palabras estudiantes y auxiliares han sido subrayadas en rojo.

Paul mira hacia otra parte. Saca un llavero del bolsillo y mete una de las llaves en una ranura que hay en la pared. Cuando la hace girar, las puertas de metal se abren.