Soltó una risa hueca.
– Te lo juro por Dios, casi puedo oír a Francesco riéndose de mí. Tengo la sensación de que todo el libro se reduce a una gran broma que alguien me ha gastado. En serio, lo digo de verdad. «¿Quién le puso los cuernos a Moisés?»
– No lo entiendo.
– En otras palabras, ¿quién traicionó a Moisés?
– Ya, ya sé qué es poner los cuernos.
– La verdad es que literalmente dice: «¿Quién le dio cuernos a Moisés?». Los cuernos, desde Artemidorus, se emplean para sugerir la infidelidad. Vienen de…
– Pero ¿qué tiene que ver esto con la Hypnerotomachia?
Esperé a que me lo explicara, o que dijera que había leído mal el acertijo. Pero cuando Paul se levantó y empezó a caminar de un lado al otro, supe que el asunto era más complicado.
– No lo sé. No logro descubrir cómo encaja con el resto del libro. Pero lo extraño es esto: creo que he resuelto el acertijo.
– ¿Alguien le puso los cuernos a Moisés?
– Bueno, más o menos. Al principio pensé que podía tratarse de un error. Moisés es una figura demasiado importante en el Antiguo Testamento como para que alguien la asocie a la infidelidad. Por lo que sé, tenía esposa, una midianita llamada Zipora, pero ella apenas aparece en el Éxodo, y no pude encontrar ninguna referencia al hecho de que le fuera infiel.
»Pero luego, en Números 12:1, sucede algo inusual. El hermano y la hermana de Moisés se pronuncian en su contra por haberse casado con una mujer cushita. Los detalles no se explican nunca, pero algunos expertos sugieren que al ser Midian y Cush áreas geográficas completamente distintas, Moisés debió tener dos mujeres. El nombre de la mujer cushita nunca aparece en la Biblia, pero un historiador del siglo primero, Flavio Josefo, escribe su propia versión de la vida de Moisés, y sostiene que el nombre de la mujer cushita, o etíope, era Tarbis.
Los detalles estaban empezando a abrumarme.
– ¿Así que ella le puso los cuernos?
– No. Al tomar una segunda mujer, Moisés le puso los cuernos a ella, o a Zipora, dependiendo de con cuál se casara primero. La cronología es difícil de establecer, pero en algunos casos, los cuernos aparecen en la cabeza del infiel, no sólo de su pareja. A eso debe de referirse el acertijo. La respuesta es Zipora o Tarbis.
– ¿Y qué hacemos con eso?
Su excitación pareció disiparse.
– Ahí es donde me he topado con un muro. He intentado utilizar Zipora y Tarbis como soluciones de todas las formas posibles, aplicándolas como claves para descifrar el resto del libro. Pero nada funciona.
Esperó, como si creyera que yo iba a darle alguna idea.
– Vincent no lo sabe. Cree que estoy perdiendo el tiempo. En cuanto decidió que las técnicas de Gelbman no me estaban permitiendo hacer grandes avances, me dijo que debía volver a seguir su pista. Concentrarme más en las fuentes primarias venecianas.
– ¿No vas a hablarle de esto?
Paul me miró como si no lo entendiera.
– Te estoy hablando de esto a ti -me dijo.
– Pero yo no tengo ni la menor idea.
– Tom, algo tan grande no puede ser una coincidencia. Esto es lo que tu padre estaba buscando. Debemos descubrir de qué se trata. Quiero que me ayudes.
– ¿Por qué?
En aquel momento, me habló con una certidumbre curiosa, como si hubiera entendido algo de la Hypnerotomachia que antes había pasado por alto.
– El libro recompensa distintas formas de pensar. Algunas veces funciona la paciencia, la atención al detalle. Pero en otras ocasiones, lo que se requiere es instinto e inventiva. He leído algunas de tus conclusiones sobre Frankenstein. Son buenas.
Son originales. Y no has tenido que hacer el menor esfuerzo para llegar a ellas. Sólo piénsatelo. Piensa en el acertijo. Tal vez se te ocurra algo. Eso es todo lo que te pido.
Aquella noche rechacé la oferta de Paul por una razón muy simple. En el paisaje de mi niñez, el libro de Colonna fue una mansión desierta sobre una colina, una sombra que cubría de presagios cada pensamiento situado en sus aledaños. Todos los desagradables misterios de mi juventud parecían tener su origen en aquellas páginas ilegibles: la inexplicable ausencia de mi padre en la mesa del comedor, todas las noches que se pasaba trabajando en su escritorio; las viejas peleas en que se enzarzaban él y mi madre, como santos caídos en pecado; incluso la inhóspita excentricidad de Richard Curry, que fue seducido por el libro de Colonna como ningún otro hombre y nunca llegó a recuperarse. Yo no lograba entender el poder que la Hypnerotomachia ejercía sobre quienes la leían, pero me parecía que ese poder siempre acababa obrando de la peor manera. Ver a Paul trabajar en él durante tres años, aunque su trabajo se viera culminado por estos descubrimientos, me había ayudado a mantener la distancia.
Si bien puede resultar sorprendente que cambiara de opinión a la mañana siguiente y me uniera a Paul en su trabajo, puedo excusarme atribuyendo el cambio a un sueño que tuve la noche en que me habló del acertijo. Hay en la Hypnerotomachia un grabado que permanecerá para siempre entre mis recuerdos de mi más temprana niñez y con el cual me topé muchas veces tras entrar a hurtadillas en el despacho de mi padre para investigar qué estaba estudiando. No todos los días un niño ve a una mujer desnuda y reclinada bajo un árbol; una mujer que lo mira mientras él la está mirando. Y supongo que nadie, fuera del círculo de estudiosos de la Hypnerotomachia, puede decir que ha visto a un sátiro desnudo a los pies de dicha mujer, con el pene en forma de cuerno enhiesto apuntándola como la aguja de una brújula. Yo tenía doce años cuando vi esa ilustración por primera vez; estaba solo en el despacho de mi padre, y de repente imaginé por qué a veces llegaba tarde a cenar. Fuera lo que fuese aquello, era extraño y maravilloso, y el estofado familiar no podía hacerle competencia.
Aquella noche, soñé con el grabado de mi niñez -la mujer reclinada, el sátiro al acecho, el miembro rampante-, y debí moverme mucho en mi litera, porque Paul se asomó desde la suya y me preguntó:
– ¿Estás bien, Tom?
Al volver en mí, me levanté y empecé a registrar los libros que había sobre su mesa. Ese pene, ese cuerno en el lugar equivocado, me recordaban algo. Había una conexión en alguna parte. Colonna sabía lo que decía. Alguien le había puesto los cuernos a Moisés.
Encontré la respuesta en la Historia del arte del Renacimiento, de Hartt. Había visto esa imagen antes, pero nunca la había entendido.
– ¿Qué es eso? -le pregunté a Paul, poniendo el libro sobre su litera y señalando la página con el dedo.
Él entrecerró los ojos.
– La estatua de Moisés, de Miguel Ángel -dijo, mirándome como si me hubiera vuelto loco-. ¿Qué ocurre, Tom?
Enseguida, aun antes de que yo tuviera que explicárselo, se detuvo y encendió la lámpara de cabecera.
– Claro… -susurró-. Dios mío, claro.
En la foto de la estatua que le había mostrado, había dos pequeñas protuberancias que le salían de la parte superior de la cabeza, como cuernos de sátiro.
Paul bajó de su litera de un salto, tan ruidosamente que creí que Charlie y Gil aparecerían en cualquier momento.
– Lo has conseguido -me dijo con los ojos como platos-. Tiene que ser esto.
Continuó así durante un instante, hasta que comencé a tener la incómoda sensación de estar fuera de lugar; me preguntaba cómo habría podido Colonna poner la respuesta de su acertijo en una escultura de Miguel Ángel.
– ¿Y por qué están allí? -pregunté finalmente.
Pero Paul ya se me había adelantado. De un tirón bajó el libro de su litera y me enseñó la explicación que aparecía en el texto.
– Los cuernos no tienen nada que ver con la infidelidad. El acertijo era literal: «¿Quién le puso cuernos a Moisés?». Todo viene de una traducción equivocada de la Biblia. Cuando Moisés baja del Monte Sinaí, dice el Éxodo, su cara brilla con rayos de luz. Pero la palabra hebrea «rayos» puede también traducirse como «cuernos»: karan o keren. Cuando san Jerónimo tradujo el Antiguo Testamento al latín, pensó que nadie salvo Cristo debía brillar con rayos de luz. Así que escogió la acepción secundaria. Y así fue como Miguel Ángel talló a su Moisés. Con cuernos.