– Éstos son los desastres del pecado -rugía el padre García-. Todavía hay tiempo, el enemigo está en sus venas, mátenlo con oraciones.

Los brujos de los ranchos rociaban los sembradíos con sangre de cabritos tiernos, se revolcaban sobre los surcos, proferían conjuros para atraer el agua y ahuyentar los insectos.

– Dios mío, Dios mío -se lamentaba el padre García-. Hay hambre y hay miseria y en vez de escarmentar, pecan y pecan.

Porque ni la inundación, ni la sequía, ni las plagas detuvieron la gloria creciente de la Casa Verde.

El aspecto de la ciudad cambió. Esas tranquilas calles provincianas se poblaron de forasteros que, los fines de semana, viajaban a Piura desde Sullana, Palta, Huancabamba y aun Tumbes y Chiclayo, seducidos por la leyenda de la Casa Verde que se había propagado a través del desierto. Pasaban la noche en ella y, cuando venían a la ciudad, se mostraban soeces y descomedidos, paseaban su borrachera por las calles como una proeza. Los vecinos los odiaban y a veces surgían riñas, no de noche y en el escenario de los desafíos, la pampita que está bajo el puente, sino a plena luz y en la plaza de Armas, en la avenida Grau y en cualquier parte. Estallaron peleas colectivas. Las calles se volvieron peligrosas.

Cuando, pese a la prohibición de las autoridades, alguna de las habitantas se aventuraba por la ciudad, las señoras arrastraban a sus hijas al interior del hogar y corrían las cortinas. El padre García salía al encuentro de la intrusa, desencajado; los vecinos debían sujetarlo para impedir una agresión.

El primer año, el local albergó a cuatro habitantas solamente, pero al año siguiente, cuando aquéllas partieron, don Anselmo viajó y regresó con ocho, y dicen que en su apogeo la Casa Verde llegó a tener veinte habitantas. Llegaban directamente a la construcción de las afueras. Desde el Viejo Puente se las veía llegar, se oían sus chillidos y desplantes. Sus indumentarias de colores, sus pañuelos y afeites, centelleaban como crustáceos en el árido paisaje.

Don Anselmo, en cambio, sí frecuentaba la ciudad. Recorría las calles en su caballo negro, al que había enseñado coqueterías: sacudir alegremente el rabo cuando pasaba una mujer, doblar una pata en señal de saludo, ejecutar pasos de danza al oír música. Don Anselmo había engordado, se vestía con exceso chillón: sombrero de paja blanda, bufanda de seda, camisas de hilo, correa con incrustaciones, pantalones ajustados, botas de tacón alto y espuelas. Sus manos hervían de sortijas. A veces, se detenía a beber unos tragos en La Estrella del Norte y muchos principales no vacilaban en sentarse a su mesa, charlar con él y acompañarlo luego hasta las afueras.

La prosperidad de don Anselmo se tradujo en ampliaciones laterales y verticales de la Casa Verde. Ésta, como un organismo vivo, fue creciendo, madurando. La primera innovación fue un cerco de piedra. Coronado de cardos, cascotes, púas y espinas para desanimar a los ladrones, envolvía la planta baja y la ocultaba. El espacio encerrado entre el cerco y la casa fue primero un patiecillo pedregoso, luego un nivelado zaguán con macetas de cactus, después un salón circular con suelo y techo de esteras y, por fin, la madera reemplazó la paja, el salón fue empedrado y el techo se cubrió de tejas. Sobre la segunda planta, surgió otra, pequeña y cilíndrica como un torreón de vigía. Cada piedra añadida, cada teja o madera eran automáticamente pintadas de verde. El color elegido por don Anselmo acabó por imprimir al paisaje una nota refrescante, vegetal, casi líquida. Desde lejos, los viajeros avistaban la construcción de muros verdes, diluidos a medias en la viva luz amarilla de la arena, y tenían la sensación de acercarse a un oasis de palmeras y cocoteros hospitalarios, de aguas cristalinas, y era como si esa lejana presencia prometiera toda clase de recompensas para el cuerpo fatigado, alicientes sin fin para el ánimo deprimido por el bochorno del desierto.

Don Anselmo, dicen, habitaba el último piso, esa angosta cúspide, y nadie, ni sus mejores clientes -Chápiro Seminario, el prefecto, don Eusebio Romero, el doctor Pedro Zevallos-, tenían acceso a ese lugar. Desde allí, sin duda, observaría don Anselmo el desfile de los visitantes por el arenal, vería sus siluetas desdibujadas por los torbellinos de arena, esas hambrientas bestias que merodean alrededor de la ciudad desde que cae el sol.

Además de las habitantas, la Casa Verde hospedó en su buena época a Angélica Mercedes, joven mangache que había heredado de su madre la sabiduría, el arte de los picantes. Con ella iba don Anselmo al Mercado, a los almacenes, a encargar víveres y bebidas: comerciantes y placeras se doblaban a su paso como cañas al viento. Los cabritos, cuyes, chanchos y corderos que Angélica Mercedes guisaba con misteriosas yerbas y especias, llegaron a ser uno de los incentivos de la Casa Verde y había viejos que juraban: «Sólo vamos allá por saborear esa comidafina».

Los contornos de la Casa Verde estaban siempre animados por multitud de vagos, mendigos, vendedores de baratijas y fruteras que asediaban a los clientes que llegaban y salían. Los niños de la ciudad escapaban de sus casas en la noche y, disimulados tras los matorrales, espiaban a los visitantes y escuchaban la música, las carcajadas. Algunos, arañándose manos y piernas, escalaban el muro y ojeaban codiciosamente el interior. Un día (que era fiesta de guardar), el padre García se plantó en el arenal, a pocos metros de la Casa Verde y, uno por uno, acometía a los visitantes y los exhortaba a retornar a la ciudad y arrepentirse. Pero ellos inventaban excusas: una cita de negocios, una pena que hay que ahogar porque si no envenena el alma, una apuesta que compromete el honor. Algunos se burlaban e invitaban al padre García a acompañarlos y hubo quien se ofendió y sacó pistola.

Nuevos mitos surgieron en Piura sobre don Anselmo. Para algunos, hacía viajes secretos a Lima, donde guardaba el dinero acumulado y adquiría propiedades. Para otros, era el simple escaparate de una empresa que contaba entre sus miembros al prefecto, el alcalde y hacendados. En la fantasía popular, el pasado de don Anselmo se enriquecía, a diario se añadían a su vida hechos sublimes o sangrientos. Viejos mangaches aseguraban identificar en él a un adolescente que, años atrás, perpetró atracos en el barrio, y otros afirmaban: «Es un presidiario desertor, un antiguo montonero, un político en desgracia». Sólo el padre García se atrevía a decir: «Su cuerpo huele a azufre».

Y a la madrugada se levantan para seguir viaje, bajan el barranco y la lanchita no está. Comienzan a buscarla, Adrián Nieves de un lado, del otro el cabo Roberto Delgado y el sirviente y, de repente, gritos, piedras, calatos y ahí está el cabo, rodeado de aguarunas, le llueven palos, también al sirviente y ahora lo han visto y los chunchos corren hacia él, miéchica, Adrián Nieves, te llegó tu hora, y se tira al agua: fría, rápida, oscura, no saques la cabeza, más para adentro, que lo agarre la corriente, ¿flechas?, se lo jale río abajo, ¿balas?, ¿piedras?, miéchica, los pulmones quieren aire, la cabeza anda mareada como un trompo, cuidado con el calambre. Sale y todavía se ve Urakusa y, en el barranco, el uniforme verde del cabo, los chunchos lo están machucando, era su culpa, él se lo había advertido y el sirviente ¿escaparía?, ¿lo matarían? Se deja ir flotando aguas abajo, prendido de un tronco y, después, cuando trepa a la banda derecha del río, el cuerpo está dolorido. Ahí mismo se duerme sobre la playa, desierta, aún no le han vuelto las fuerzas y un alacrán lo está picando a su gusto. Tiene que encender una fogata y poner la mano encima, así, que transpire un poco aunque arda tanto, chupa la herida, escupe, enjuágate la boca, nunca se sabe con las picaduras, alacrán concha de tu madre. Sigue después, por el monte, no hay chunchos por ninguna parte, pero mejor salir hacia el Santiago, ¿y si una patrulla lo coge y lo regresa a la guarnición de Borja? Tampoco volver al pueblo, ahí los soldados lo descubrirían mañana o pasado y, por lo pronto, hay que fabricarse una balsa. Se demora mucho, ah, si tuvieras un machete, Adrián Nieves, las manos están cansadas y no dan las fuerzas para tumbar troncos recios. Elige tres árboles muertos, blancos y agusanados que al primer empujón se vienen abajo, los sujeta con bejucos y se hace dos pértigas, una para llevar de repuesto. Y ahora nada de salir al río grande, busca caños y cochas por donde cruzar, y no es difícil, toda la zona son aguajales. Sólo que cómo se orienta, estas tierras altas no son las suyas, las aguas han subido mucho, ¿llegará así hasta el Santiago?, una semanita más, Adrián Nieves, tú eras un buen práctico, abre mucho las narices, el olor no engaña, ésa es la buena dirección, y huevos, hombre, muchos huevos. Pero dónde anda ahora, el caño parece girar en redondo y navega casi a oscuras, el bosque es espeso, el sol y el aire entran apenas, huele a madera podrida, a fango y, además, tanto murciélago, le duelen los brazos, tiene ronca la garganta de espantarlos, una semanita más. Ni para atrás ni para adelante, ni cómo retroceder al Marañón ni cómo llegar al Santiago, la corriente lo lleva a su antojo, el cuerpo no da de fatiga, para colmo llueve, día y noche llueve. Pero al fin termina el caño y aparece una laguna, una cocha pequeñita con chambiras pura espina en las orillas, el cielo está oscureciendo. Duerme en una isla, al despertar mastica unas yerbas amargas, sigue viaje y sólo dos días más tarde mata a palazos una sachavaca flaquita, come carne medio cruda, los músculos ya no pueden ni mover la pértiga, los mosquitos lo han picoteado a sus anchas, la piel arde y tiene las piernas como el capitán Quiroga, eso que contaba el cabo, qué sería de él, ¿los urakusas lo soltarían?, estaban furiosos, ¿de repente lo matarían? Quizá hubiera sido mejor volver nomás a la guarnición de Borja, preferible ser soldado que cadáver, triste morirse de hambre o de fiebres en el monte, Adrián Nieves. Está de barriga en la balsa y así una punta de días, y cuando se termina el caño y sale a una cocha enorme, qué cosa, tan grande que parece el lago, qué cosa, ¿el lago Rimache?, no ha podido subir tanto, imposible, y en el centro está la isla y en lo alto del barranco hay una pared de lupunas. Empuja la tangana sin levantarse y, por fin, entre los árboles llenos de jorobas, siluetas desnudas, miéchica, ¿serán aguarunas?, ayúdenme, ¿serán tratables?, los saluda con las dos manos y ellos se agitan, chillan, ayúdenme, saltan, lo señalan y al atracar ve al cristiano, a la cristiana, lo están esperando y a él se le va la cabeza, patrón, no sabía qué alegría ver a un cristiano. Le había salvado la vida, patrón, creía que todo se había acabado y él se ríe y le dan otro trago, el sabor dulce, áspero del anisado y detrás del patrón hay una cristiana joven, bonita su cara, bonitos sus pelos largos, y era como si soñara, patrona, usted también me salvó: les daba las gracias en nombre del cielo. Cuando despierta ahí están ellos todavía, a su lado, y el patrón vaya, ya era hora, hombre, había dormido un día entero, por fin abría los ojos, ¿se sentía bien? Y Adrián Nieves sí, muy bien, patrón, pero ¿no había soldados por aquí? No, no había, por qué quería saberlo, qué había hecho y Adrián Nieves nada malo, patrón, no maté a nadie, sólo que se escapó del servicio, no podía vivir encerrado en un cuartel, para él no había como el aire libre, se llamaba Nieves y antes que le echaran lazo los soldados era práctico. ¿Práctico? Entonces conocería bien la montaña, sabría llevar una lancha a cualquier parte y en cualquier época y él claro que podía, patrón, era práctico desde que nació. Ahora se perdió porque se había metido en los aguajales en plena crecida, no quería que lo vieran los soldados, ¿no podría, patrón? Y el patrón sí, podría quedarse en la isla, él le daría trabajo. Aquí estaría seguro, ni soldados ni guardias vendrían nunca: ésta era su mujer, Lalita, y él Fushía.