– Era jugando, mamita -dijo Bonifacia-. Yo sé que te vas a ir al cielo.

La tercera llave gira, la puerta cede. Pero afuera debe haber una tenaz concentración de tallos, matorrales y plantas trepadoras, nidos, telarañas, hongos y madejas de lianas que resisten y atajan la puerta. Bonifacia apoya todo su cuerpo en la madera y empuja -hay levísimos, múltiples desgarramientos y un rumor quebradizo- hasta que se forma una abertura suficiente. Sujeta la puerta entreabierta, siente en su cara el roce de suaves filamentos, escucha el murmullo del follaje invisible y, de pronto, a su espalda, otro murmullo.

– Me volví como ellas, madre -dijo Bonifacia-. La del aro en la nariz comió y a la fuerza la hizo comer a la otra paganita. Le metía el plátano a la boca con sus dedos, madre.

– ¿Y qué tiene que ver eso con el demonio? -dijo la superiora.

– Una le agarraba su mano a la otra y le chupaba sus dedos -dijo Bonifacia-, y después la otra lo mismo. ¿Ves el hambre que tenían, madre?

¿Cómo no iban a tener? Las pobrecillas no habían probado bocado desde Chicais, Bonifacia, pero la superiora ya sabía que a ella le dieron pena. Y Bonifacia apenas les entendía, madre, porque hablaban raro. Aquí iban a comer todos los días, y ellas queremos irnos, aquí iban a ser felices y ellas queremos irnos y comenzó a contarles esas historias del Niño Jesús que les gustaban tanto a las paganitas, madre.

– Es lo mejor que haces tú -dijo la superiora-. Contar historias. ¿Qué más, Bonifacia?

Y ella tiene los ojos como dos cocuyos, váyanse, verdes y asustados, vuelvan al dormitorio, da un paso hacia las pupilas, ¿con qué permiso salieron? y empujada por el bosque la puerta se cierra sin ruido. Las pupilas la observan calladas, dos docenas de luciérnagas y una sola silueta anchísima y deforme, la oscuridad disimula rostros, guardapolvos. Bonifacia mira hacia la residencia: no se ha encendido ninguna luz. De nuevo les ordena que regresen al dormitorio pero ellas no se mueven ni le responden.

– ¿El pagano ese era mi padre, mamita? -dijo Bonifacia.

– No era tu padre -dijo la madre Angélica-. Nacerías en Urakusa pero eras hija de otro, no de ese malvado.

¿No le estaba mintiendo, mamita? Pero la madre Angélica nunca mentía, loca, por qué le iba a mentir a ella. ¿Para que no le diera pena de repente, mamita? ¿Para que no se avergonzara? ¿Y no creía que su padre también había sido malvado?

– ¿Por qué iba a ser? -dijo la madre Angélica-. Podía ser de buen corazón, hay muchos paganos así. Pero qué te preocupa eso. ¿Acaso no tienes ahora un padre mucho más grande y más bueno?

Tampoco esta vez le obedecen, váyanse, vuelvan al dormitorio, y las dos chiquillas están a sus pies, temblando, prendidas de su hábito. Súbitamente, Bonifacia da media vuelta, corre hacia la puerta, empuja, la abre, señala la oscuridad del monte. Las dos chiquillas están junto a ella pero no se deciden a cruzar el umbral, sus cabezas oscilan entre Bonifacia y la sombría abertura y ahora las luciérnagas se adelantan, sus siluetas se delinean frente a Bonifacia, han comenzado a murmurarle, algunas a tocarla.

– Se los buscaban la una a la otra, madre -dijo Bonifacia-, y se los sacaban y los mataban con los dientes. No por maldad, sino jugando, madre y antes de morder se lo mostraban diciendo mira lo que te he sacado. Jugando y también por cariño, madre.

– Si ya tenían confianza en ti, podías haberlas aconsejado -dijo la superiora-. Decirles que no hicieran esas suciedades.

Pero ella sólo pensaba en el día siguiente, madre: que no llegara mañana, que la madre Griselda no les corte sus pelos, no ha de cortárselos, no ha de echarles desinfectante y la superiora ¿qué tonterías eran ésas?

– Tú no ves cómo se ponen, yo tengo que sujetarlas y veo -dijo Bonifacia-. Y también cuando las bañan y el jabón les entra a los ojos.

¿Le daba pena que la madre Griselda las fuera a librar de esos bichos que les devoraban la cabeza? ¿Esos bichos que se tragan y las enferman y les hinchan las barriguitas? Y es que ella todavía se soñaba con las tijeras de la madre Griselda. De lo que le dolió tanto, madre, por eso sería.

– No pareces inteligente, Bonifacia -dijo la superiora-. Más bien debiste sentir pena al ver a esas criaturas convertidas en dos animalitos, haciendo lo que hacen los monos.

– Te vas a enojar más todavía, madre -dijo Bonifacia-. Vas a odiarme.

¿Qué querían?, ¿por qué no le hacían caso?, y, unos segundos después, elevando la voz, ¿también irse?, ¿volverse paganas de nuevo?, y las pupilas han sumergido a las dos chiquillas, ante Bonifacia hay sólo una masa compacta de guardapolvos y ojos codiciosos. Qué le importaba, entonces, Dios sabría, ellas sabrían, que volvieran al dormitorio o se escaparan o se murieran y mira hacia la residencia: siempre a oscuras.

– Le cortaron el pelo para sacarle al diablo que tenía adentro -dijo la madre Angélica-. Y ya basta, no pienses más en el pagano.

Es que ella siempre se acordaba, mamita, de cómo sería cuando se lo cortaron y ¿el diablo era como los piojitos? ¿Qué cosas decía esta loca? A él para sacarle el diablo, a las paganitas para sacarles los piojos. Quería decir que los dos se metían al pelo, mamita, y la madre Angélica qué tonta era, Bonifacia, qué niña más tonta.

Salen una tras otra, en orden, como los domingos cuando van al río, al pasar junto a Bonifacia algunas estiran la mano y estrujan afectuosamente su hábito, su brazo desnudo, y ella rápido, Dios las ayudaría, rezaría por ellas, Él las cuidaría y resiste la puerta con la espalda. A cada pupila que se detiene en el umbral y vuelve la cabeza hacia la oculta residencia, la empuja, la obliga a hundirse en el boquerón vegetal, a hollar la tierra fangosa y perderse en las tinieblas.

– Y, de repente, se soltó de la otra y se vino donde mí -dijo Bonifacia-. La más chiquita, madre, y creí que iba a abrazarme pero también comenzó a buscarme con sus deditos, y era para eso, madre.

– ¿Por qué no llevaste a esas niñas al dormitorio? -dijo la superiora.

– De agradecida, por lo que les di de comer ¿no te das cuenta? -dijo Bonifacia-. Su cara se ponía triste porque no encontraba y yo ojalá tuviera, ojalá encontrara unito la pobre.

– Y después protestas cuando las madres te dicen salvaje -dijo la superiora-. ¿Acaso estás hablando como una cristiana?

Y ella también le buscaba en sus pelos y no le daba asco, madre, y a cada uno que encontraba lo mataba con sus dientes. ¿Asquerosa?, sí, sería y la superiora hablas como si estuvieras orgullosa de esa porquería y Bonifacia estaba, eso era lo terrible, madre, y la paganita se hacía la que le encontraba y le mostraba su mano y rápido se la metía a la boca como si fuera a matarlo. Y también la otra comenzó, madre, y ella también a la otra.

– No me hables en ese tono -dijo la superiora-. Y además basta, no quiero que me cuentes más, Bonifacia.

Y ella que entraran las madres y la vieran, la madre Angélica y también tú, madre, y hasta las hubiera insultado, qué furiosa estaba, qué odio tenía, madre y las dos chiquillas ya no están: deben haber salido entre las primeras, gateando velozmente. Bonifacia cruza el patio, al pasar junto a la capilla se detiene. Entra, se sienta en una banca. La luz de la luna llega oblicuamente hasta el altar, muere junto a la reja que separa a las pupilas de los fieles de Santa María de Nieva en la misa del domingo.

– Y, además, eras una fierecilla -dijo la madre Angélica-. Había que corretearte por toda la misión. A mí me diste un mordisco en la mano, bandida.

– No sabía lo que hacía -dijo Bonifacia-, ¿no ves que era paganita? Si te beso ahí donde te mordí ¿me perdonarás, mamita?

– Todo me lo dices con un tonito de burla y una mirada pícara que me dan ganas de azotarte -dijo la madre Angélica-. ¿Quieres que te cuente otra historia?

– No, madre -dijo Bonifacia-. Aquí estoy rezando hace rato.