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Latour obedeció y dejó el bastón con sumo cuidado en un rincón. Se situó tras la butaca del conde y cogió la copa de coñac que este le ofrecía, pero no bebió. S.T. pensó que se trataba de una pareja bastante extraña, y supuso que habría hecho mejor quedándose abajo en la taberna, donde podría haberse enterado de más cosas. Los gritos y conversaciones subían de la calle y resonaban en el tranquilo salón. S.T. suspiró al tiempo que contemplaba su copa. Con todo ese tumulto no tendría ocasión de interrogar a Marc.

Tomó otro sorbo de coñac. Al menos no parecía haber señal alguna de que Nemo hubiera sido capturado, ni evidencia aparente de que la peste se hubiese extendido por el pueblo. Ese carruaje parecía ser el acontecimiento más importante que había tenido lugar en La Paire desde las cruzadas. Miró hacia la mesa y vio que el joven noble lo estaba observando de nuevo.

– Me aburro, Latour -dijo el conde lentamente-. Me aburro mucho. He de hacer algo.

El sirviente se movió intranquilo.

– ¿Os pido una habitación, milord?

– No. Tal vez dentro de un rato. No sé si debería ser tan atrevido, pero… -dijo con una ligera sonrisa-, me gustaría saber si este caballero sería tan amable de jugar una mano de piquet para pasar el rato.

S.T. dio un sorbo a su bebida y estudió al sujeto que tenía ante él con ojo profesional. No parecía un jugador experimentado, sino más bien un acomodado aristócrata hastiado. S.T. sabía que no debía fiarse de las apariencias pero, por otro lado, no le gustaba dejar escapar la oportunidad de desplumar a alguien cuando esta se presentaba.

– No -dijo-. No me apetece devanarme tanto los sesos, monsieur; además no llevo mi bolsa encima.

El conde se sentó más recto.

– Este maldito lugar… -De pronto se levantó y comenzó a andar por la habitación-. No lo soporto. Qué alboroto están montando ahí abajo esos idiotas, y todo para nada. Infórmales de que deseo marcharme, Latour. Ve y diles que no tolero este confinamiento.

El sirviente hizo una reverencia y, mientras salía de la habitación, su amo sacó una cartera y la vació sobre la mesa.

– Mirad, señor -dijo dirigiéndose a S.T.-. Ahí hay veinte luises de oro. Podéis contarlos si queréis. Los apuesto contra nada por el mero hecho de jugar, si tenéis la bondad. Una partida, os lo suplico, no me neguéis un poco de diversión.

S.T. se rascó la oreja mientras comenzaba a preguntarse si aquel tipo estaría en sus cabales. El conde cogió su sombrero de plumas de la mesa e hizo una profunda inclinación.

– Os lo suplico. No me interesa ganar, es mi salud mental la que me preocupa. Tengo una mente muy activa. Estoy intentando portarme bien, os lo aseguro, pero si no tengo ninguna diversión, no sé de lo que puedo ser capaz.

Definitivamente no estaba en sus cabales. S.T. se encogió de hombros y sonrió. Veinte luises de oro le irían muy bien. El conde dio una palmada, encantado.

– Excelente, excelente, así que queréis jugar. Venid y sentaos. Permitidme que me presente. Soy… eh… de Mazan. Aldonse François de Mazan.

S.T. se inclinó, ignorando cortésmente la vacilación del otro al decir su nombre.

– Me llamo S.T. Maitland. A vuestro servicio, monsieur de Mazan.

– Ah, tenéis apellido inglés -dijo el conde, que lo miró durante un instante con peculiar avidez-. Me encantan los ingleses.

S.T. se sentó a la mesa.

– En ese caso, lamento decir que soy de Florencia. Mi padre era inglés, pero nunca lo conocí.

– ¡Ah, Florencia! La hermosa Italia, de la que acabo de llegar. Habláis francés muy bien.

– Gracias. Se me dan bien las lenguas. ¿Tenéis cartas, monsieur?

El conde no tenía, lo cual era una prueba de que no se trataba de algún taimado embaucador. S.T. llamó al timbre y, al poco, comenzaron a jugar con la baraja nueva que Marc les llevó. El tabernero se marchó a toda prisa del salón sin tan siquiera quedarse a ver la primera partida. Monsieur de Mazan era un jugador bastante aceptable; aunque S.T. perdió a propósito las dos primeras mangas para que el interés del conde fuera en aumento, no tuvo que esforzarse demasiado. Mientras el noble repartía la tercera mano, S.T. decidió que era el momento de comenzar a ganar los luises de oro. En cuanto se aplicó a la tarea, empezaron a llegar con bastante facilidad; cambiaban de lado sobre la mesa para ir a reposar junto a él con su apagado y prometedor brillo metálico.

Cuando los veinte estuvieron apilados en el lado de S.T., el conde se ofreció galantemente a abandonar la mesa pero, con la misma galantería, S.T. insistió en arriesgar sus ganancias. Su vieja pasión, el placer de jugar, estaba comenzando a despertarse en él.

– Bendito seáis -dijo el conde-. Me estáis salvando la vida. Tomad, otras quinientas libras contra vuestros luises de oro. -Observó a S.T. mientras este repartía las cartas y añadió-: ¿Así que decís que nunca habéis estado en Inglaterra?

– Nunca -mintió S.T. con cordialidad.

– Es una pena. Me gustaría oír más cosas de esas tierras. Varios amigos ingleses han visitado mi château recientemente. La señorita Lydia Sterne, hija del distinguido señor Laurence Sterne. ¿Habéis leído su Tristram Shandy? Es tan gracioso… Adoro a los ingleses. Y también el señor John Wilkes, que me habló de su Club del fuego del infierno. -El conde sonrió con picardía-. Esa fraternidad es de lo más interesante.

S.T. levantó las cejas y barajó las cartas sin decir nada.

– ¿Habéis oído hablar de ese club? -insistió.

S.T. lo miró con expresión ausente y volvió a mentir.

– No, nunca.

– Vaya -dijo el conde adoptando su expresión habitual-. Es una pena.

La puerta del salón se abrió de nuevo. El ayuda de cámara se puso a un lado para sujetarla y, cuando S.T. levantó la vista de las cartas, vio que la señorita Leigh Strachan entraba con toda tranquilidad en la habitación. Todo lo que hizo fue pasar por detrás de él vestida con su levita de terciopelo azul y sus pantalones de seda y aceptar el coñac que le ofreció Latour, pero S.T. perdió tanto la concentración que no anunció que tenía carte blanche antes de descartarse, y así perdió diez puntos antes de que la partida hubiese siquiera comenzado.

Maldita mujer.

El conde también parecía desconcertado. Miró por encima de S.T. hacia ella mientras sostenía las cartas relajadamente y, de pronto, se llevó la mano al pelo.

– Latour -dijo-, veo que has traído a un nuevo conocido.

– En efecto, monsieur. Este joven caballero desearía tener el honor de observar la partida, si es convenable.

El conde sonrió.

– Pues claro que es perfectamente convenable -contestó al tiempo que se levantaba y hacía una profunda reverencia-. Vamos, Latour, presenta al chico.

El ayuda de cámara hizo las presentaciones formales entre el señor Leigh Strachan y el conde de Mazan. S.T. no se levantó, tan solo asintió levemente con la cabeza en su dirección. Estaba decidido a no tener nada más que ver con ella. Nada más.

– ¿Me permitís que os ofrezca mi asiento? -dijo el conde haciendo ademán de levantarse.

– No, merci -contestó ella en su pobre francés. Su ronca voz sonó muy femenina a S.T., pero los otros dos parecieron creer su disfraz de hombre-. Prefiero quedarme de pie.

– ¡Pero si no sois de este país! -exclamó encantado el conde-. ¡Sois inglés! Precisamente estábamos hablando de los ingleses. Os prohíbo que seáis de ningún otro lugar.

Ella asintió en voz baja para confirmar que tal era su nacionalidad. S.T. cogió una carta y volvió la cabeza lo suficiente para mirarla. Parecía pálida. Tuvo que contenerse para no decirle que se sentara antes de que cayera al suelo.

– ¿Y adónde os dirigís, monsieur Strachan? -preguntó el conde-. ¿Y el resto de vuestro grupo? ¿Estáis haciendo el gran tour por el continente?