S.T. se había ofrecido cuatro veces a llevarle la bolsa, pero ella lo había rechazado. Se sentía ofendido; aquella joven conseguía que una simple cortesía pareciese un abuso desproporcionado contra su dignidad, como si hubiera intentado meterle la mano bajo la camisa.
Por supuesto, él habría estado encantado de meterle mano bajo la camisa, o cualquier otra cosa por el estilo. Mientras caminaba detrás de ella, le miraba las piernas; el balanceo de su levita de terciopelo sobre las curvas femeninas que ocultaba lo hizo sonreír para sus adentros.
– Decidme -preguntó S.T. cuando hacía ya un rato que habían retomado la marcha y el silencio entre ellos comenzaba a resultar incómodo-, ¿de dónde sois, señorita Strachan?
– No me llaméis así -replicó ella mientras saltaba de una roca a la parte inferior de una curva muy cerrada del camino. S.T. la imitó, pero perdió el equilibrio al hacer un giro demasiado rápido y tuvo que agarrarse a una rama. El intenso ataque de vértigo que sufría había comenzado al despertarse esa mañana y levantar la cabeza. Como si estuviese en el interior de una enorme pelota de colores, la habitación se había puesto en movimiento y había comenzado a dar vueltas a toda velocidad a su alrededor.
Tras tres años así, casi se había resignado al leve mareo que sentía constantemente, a esa sensación de desorientación cuando cerraba los ojos o volvía la cabeza con demasiada brusquedad. Pero los ataques más intensos aparecían sin aviso y variaban en intensidad. A veces ni siquiera era capaz de levantarse de la cama sin caerse. Otras conseguía controlar las náuseas y, tras concentrarse en algún objeto fijo, podía moverse, siempre que no lo hiciese con excesiva rapidez.
En esos momentos, bajar por la colina era como jugar a la ruleta. El ruido de ramas rotas provocado por sus constantes tropezones hizo que su compañera se volviera para mirarlo. Él le devolvió la mirada, desafiante.
– ¿Y cómo queréis que os llame?
La joven se volvió y siguió andando.
– ¿Fred? -preguntó S.T.-. ¿William? ¿Belzebú? ¿Rover? No, ya lo tengo. ¿Qué tal Pug?
Leigh se detuvo y se dio la vuelta de forma tan abrupta que S.T. tuvo que cogerse a un saliente con una mano y a ella con la otra para no chocar de bruces. El hombro de Leigh permaneció firme ante el súbito agarrón de él, que sintió un repentino mareo, aunque remitió enseguida.
– Es absurdo vestirse de hombre y que me llaméis por un nombre femenino -alegó ella en tono frío y objetivo-. ¿No os parece, monsieur?
S.T. se dijo que tenía que quitarle la mano del hombro rápidamente, pero no lo hizo. Era la primera vez que la tocaba estando ella consciente, y no le había pedido que la soltara.
– Supongo que hay cierta lógica en lo que decís -contestó él mientras intentaba esbozar una sonrisa.
Durante un momento creyó que hasta era posible que tuviera éxito. La dura mirada de ella flaqueó y un movimiento de sus negras pestañas ocultó el azul de sus ojos, pero cuando volvió a mirarlo fue con una gélida expresión ofensiva.
– ¿Qué os pasa que estáis tan torpe? -preguntó ella al tiempo que se revolvía para liberar su hombro de la mano de S.T., que la soltó al instante.
– Es un problema de ineptitud general, como podéis comprobar -replicó él al tiempo que se apoyaba con la otra mano en el saliente de piedra e intentaba parecer relajado-. ¿Alguna otra queja, Sunshine?
– A vos os ocurre algo -afirmó ella.
S.T. le devolvió la mirada para intentar que apartara la suya.
– Muchas gracias por vuestro interés.
– ¿Qué os pasa?
– ¿Por qué no os vais a la mierda, mademoiselle?
– Por el amor de Dios, no me llaméis así, os pueden oír.
– Ah, claro, se me olvidaba que se supone que debemos creer que sois todo un hombretón. En ese caso, vete a la mierda, hijo de perra. ¿Está eso más en consonancia con vuestra sensibilidad masculina?
Parecía imposible provocarla. Se limitó a mirarlo intensamente, consiguiendo que se sintiera como si estuviese desnudo en medio de los Campos Elíseos. S.T. respiró hondo y le devolvió la mirada mientras se sentía tan obstinado y ridículo como sin duda parecía. Pero no podía contárselo. Sencillamente las palabras «estoy medio sordo y pierdo el equilibrio; no puedo ni oír ni montar ni combatir, y apenas puedo bajar esta colina sin caerme», se negaban a salir de su boca.
Pero seguro que ella ya se había dado cuenta. Lo raro sería que no lo hubiese hecho, ya que siempre lo estaba observando con esa mirada gélida. Cielos, qué hermosa era, mientras que él solo era la sombra torpe, vacilante y frustrada del hombre que había sido. Sería capaz de mentir como un bellaco para tenerla si hubiese creído posible salirse con la suya, pero sabía que no podía, así que lo único que le quedaba era su irónico orgullo.
– Además, no hace falta que vengáis. Nadie os lo ha pedido -añadió él en lo que enseguida vio que no era sino otro brillante ejemplo de rabieta infantil, para mayor vejación de la que ya sentía.
De nuevo en el rostro de ella se vislumbró otra duda, otra vacilación de su férrea mirada. Bajó la vista y, con ella clavada en el pecho de S.T. y el ceño fruncido, pareció sopesar las distintas alternativas.
– Me necesitáis -dijo al fin.
No dijo «quiero acompañaros», ni «me gusta vuestra compañía», ni «creo que podemos llegar a apreciarnos mutuamente». No, aquello solo era una misión que tenía que cumplir. Estaba claro que hacía ya tiempo que había decidido que él no le servía para sus propósitos iníciales. Lo cual en efecto era cierto, pero le habría gustado poder ser él quien la rechazara.
– Os quedo muy agradecido -contestó S.T. con sarcasmo-, pero no necesito vuestra ayuda, señorita Strachan. De hecho, sois un estorbo. Puede que penséis que ese atavío puede engañar a un francés, pero Nemo nunca se acercará a mí mientras insistáis en permanecer en mi compañía.
Ella se encogió de hombros.
– En ese caso decidme cuándo he de apartarme y ya está.
– Le diable! -explotó él-. ¿Acaso sabéis algo de la forma de actuar de una bestia? Él me descubrirá a mí mucho antes de que yo lo encuentre. Apartaos de mí, señorita Strachan, si ya no requerís de mis cuidados. Apartaos de mí.
Se retiró del saliente y pasó por su lado rozándola. Comenzó a andar hasta llegar a la siguiente curva del sendero, que tomó con estudiada facilidad tras tener la precaución de apoyar la mano en una roca y fijar la vista en un árbol para controlar el vértigo. No oía ningún movimiento tras él, así que miró rápida y furtivamente hacia atrás cuando lo tapaban unos arbustos; la vio todavía inmóvil en el mismo sitio, como si hubiese tomado sus palabras al pie de la letra.
Bien. Genial. Habría dejado que lo acompañara si se hubiese dignado mostrar la mínima señal de cortesía. A decir verdad, podía encontrar a Nemo con o sin ella, si es que todavía se lo podía encontrar. Aunque debía reconocer que le gustaba tener a alguien de quien encargarse aparte de sí mismo, como el imbécil y gentil caballero que era, y hacer altos en el camino cuando consideraba que ella necesitaba descansar, y asegurarse de que no iba demasiado rápido para evitar que aquella loca mocosa terminara cayendo exhausta.
En ese sentido Leigh le recordaba a un animal, pues avanzaba sin cesar como una bestia resuelta a alcanzar su objetivo, o del mismo modo en que un venado herido seguiría moviéndose a trompicones a pesar de todos los obstáculos, dolor y sentidos. Tan solo quería moverse, como si el propio movimiento encerrara en sí alguna finalidad.
El sentido común dictaba a S.T. que la dejara; le decía que ya había tenido demasiado que ver con damiselas en apuros, tanto que a cualquier hombre le daría para diez vidas. Pero su espíritu no dejaba de recordarle aquellos caminos nocturnos, aquella gloria rodeada de escándalo, aquel placer erótico y vertiginoso, aquella dicha que recorría sus venas cuando estaba montado sobre la silla de su caballo o en brazos de una mujer.