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Vigilé las luces del primer piso, que todavía estaba completamente a oscuras. Al poco tiempo vi que se encendía la luz del dormitorio central, el de Hunter. Hasta ese instante, todo era normal: el dormitorio de Hunter estaba frente a la escalera y era lógico que fuera el primero en ser iluminado. Ahora debía encenderse la luz de la otra pieza. Los segundos que podía emplear María en ir desde la escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente marcados por los salvajes latidos de mi corazón.

Pero la otra luz no se encendió.

¡ Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbó lentamente, como si le hubiera llegado la hora de la vejez.

XXXVII

De pie entre los árboles agitados por el vendaval, empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo implacable. Hasta que, a través de mis ojos mojados por el agua y las lágrimas, vi que una luz se encendía en otro dormitorio.

Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla. Luchando con la tormenta, trepé hasta la planta alta por la reja de una ventana. Luego, caminé por la terraza hasta encontrar una puerta. Entré a la galería interior y busqué su dormitorio: la línea de luz debajo de su puerta me la señaló inequívocamente. Temblando empuñé el cuchillo y abrí la puerta. Y cuando ella me miró con ojos alucinados, yo estaba de pie, en el vano de la puerta. Me acerqué a su cama y cuando estuve a su lado, me dijo tristemente:

– ¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?

Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le respondí:

– Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.

Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella apretó las mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el cuchillo chorreante de sangre, los abrió con esfuerzo y me miró con una mirada dolorosa y humilde. Un súbito furor fortaleció mi alma y clavé muchas veces el cuchillo en su pecho y en su vientre.

Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu. Los relámpagos me mostraron, por última vez, un paisaje que nos había sido común.

Corrí a Buenos Aires. Llegué a las cuatro o cinco de la madrugada. Desde un café telefoneé a la casa de Allende, lo hice despertar y le dije que debía verlo sin pérdida de tiempo.

Luego corrí a Posadas. El polaco estaba esperándome en la puerta de calle. Al llegar al quinto piso, vi a Allende frente al ascensor, con los ojos inútiles muy abiertos. Lo agarré de un brazo y lo arrastré dentro. El polaco, como un idiota, vino detrás y me miraba asombrado. Lo hice echar. Apenas salió, le grité al ciego:

– ¡Vengo de la estancia! ¡María era la amante de Hunter!

La cara de Allende se puso mortalmente rígida.

– ¡ Imbécil! -gritó entre dientes, con un odio helado. Exasperado por su incredulidad, le grité:

– ¡ Usted es el imbécil! ¡ María era también mi amante y la amante de muchos otros!

Sentí un horrendo placer, mientras el ciego, de pie, parecía de piedra.

– ¡Sí! -grité-. ¡Yo lo engañaba a usted y ella nos engañaba a todos! ¡Pero ahora ya no podrá engañar a nadie! ¿Comprende? ¡A nadie! ¡A nadie!

– ¡ Insensato! -aulló el ciego con una voz de fiera y corrió hacia mí con unas manos que parecían garras.

Me hice a un lado y tropezó contra una mesita, cayéndose. Con increíble rapidez, se incorporó y me persiguió por toda la sala, tropezando con sillas y muebles, mientras lloraba con un llanto seco, sin lágrimas, y gritaba esa sola palabra: ¡insensato!

Escapé a la calle por la escalera, después de derribar al mucamo que quiso interponerse. Me poseían el odio, el desprecio y la compasión.

Cuando me entregué, en la comisaría, eran casi las seis.

A través de la ventanita de mi calabozo vi cómo nacía un nuevo día, con un cielo ya sin nubes. Pensé que muchos hombres y mujeres comenzarían a despertarse y luego tomarían el desayuno y leerían el diario e irían a la oficina, o darían de comer a los chicos o al gato, o comentarían el film de la noche anterior.

Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo.

XXXVIII

en estos meses de encierro he intentado muchas veces razonar la última palabra del ciego, la palabra insensato. Un cansancio muy grande, o quizá oscuro instinto, me lo impide reiteradamente. Algún día tal vez logre hacerlo y entonces analizaré también los motivos que pudo haber tenido Allende para suicidarse.

Al menos puedo pintar, aunque sospecho que los médicos se ríen a mis espaldas, como sospecho que se rieron durante el proceso cuando mencioné la escena de la ventana.

Sólo existió un ser que entendía mi pintura. Mientras tanto, estos cuadros deben de confirmarlos cada vez más en su estúpido punto de vista. Y los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos.

Biografia

Ernesto Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata. Trabajó luego en el Laboratorio Curie, en París, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura.

Ha escrito varios libros de ensayos sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria -El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979)-, y tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974).

Dice Sábato: Puede parecer un acto de horrible esnobismo que tres crisis fundamentales de mi vida se sucedieran en París, pero efectivamente así fue. La primera se produjo en el invierno de 1935, cuando yo era un muchacho de 24 años. Desee 1930 milité en la Juventud Comunista, cuando la dictadura del general Uriburu. Abandoné estudios, familia y mis comodidades burguesas. Viví con nombre supuesto en La Plata, en cuyos suburbios estaban los dos frigoríficos más grandes del país, donde se explotaba despiadadamente a toda clase de inmigrantes, que vivían amontonados en tugurios de zinc, rodeados de pantanos de aguas podridas. Repartíamos manifiestos, participábamos de la organización de huelgas. Hacia 1933 fue ya secretario de la Juventud Comunista, cuando habían empezado mis dudas sobre el estalinismo, y entonces resolvieron mandarme a las Escuelas Leninistas de Moscú, a purificarme. Si hubiese ido, no habría vuelto jamás vivo. Tenía que pasar previamente por Bruselas, por un congreso contra el fascismo y allí supe con horrendos detalles de los procesos de Moscú. Me escapé a París, viví un invierno muy duro en la piecita de un compañero disidente, mientras el partido me buscaba. Logré volver a la Plata, donde proseguí mi carrera en física-metemática. Cuando terminé mi dieron una bourse para trabajar en el laboratorio Curie, donde trabajé durante casi un año y, allí en París, asistí a la ruptura del átomo de uranio, que se disputaban tres laboratorios: ganó la carrera un alemán. Pensé que era el comienzo del Apocalipsis. Viví en una confusión horrible, mientras escribía mi primera novela y cometí la infamia de dejar que Matilde se volviera a la Argentina con nuestro primer hijo, de pocos meses, mientras yo tenía una amante rusa. La tercera crisis fue consecuencia de todo esto, y de mi vínculo con los surrealistas: Domínguez, Matta, Wifredo Lam y otros. En otro día de invierno fuimos con Domínguez, a la tarde, al Marché aux Puces y volvimos después en el Metro hasta Montparnasse, donde tenía su estudio Domínguez. En la calle, ya era de noche, en un especie de nevisca, Domínguez se detuvo y me dijo:¿Qué te parece si esta noche nos suicidamos juntos? No era una broma, era muy propenso, como lo probó años después. Yo me negué, aunque también me atraía el suicidio: me salvó mi instinto, y aquí estoy, junto a la Matilde de todos los tiempos, una de esas mujeres fuertes de la Biblia, que está muriendo, en medio del dolor más profundo de mi vida, en el final de una existencia muy compleja. (Ernesto Sábato, 24 de enero de 1995)