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XXX

después de una hora de espera, decidí irme. ¿Qué podía ganar, en definitiva, insultando a esa imbécil? Por otra parte, durante ese lapso rumié una serie de reflexiones que terminaron por tranquilizarme: la carta estaba muy bien y era bueno que llegase a manos de María. (Muchas veces me ha pasado eso: luchar insensatamente contra un obstáculo que me impide hacer algo que juzgo necesario o conveniente, aceptar con rabia la derrota y finalmente, un tiempo después, comprobar que el destino tenía razón.) En realidad, cuando me puse a escribir la carta, lo hice sin reflexionar mayormente y hasta algunas de las hirientes frases parecían inmerecidas. Pero en ese momento, al volver a pensar en todo lo que antecedió a la carta, recordé de pronto un sueño que tuve en alguna de esas noches de borrachera: espiando desde un escondite me veía a mí mismo, sentado en una silla en el medio de una habitación sombría, sin muebles ni decorados, y, detrás de mí, a dos personas que se miraban con expresiones de diabólica ironía: una era María; la otra era Hunter.

Cuando recordé este sueño, una desconsoladora tristeza se apoderó de mí. Abandoné la puerta del correo y comencé a caminar pesadamente.

Un tiempo después me encontré sentado en la Recoleta, en un banco que hay debajo de un árbol gigantesco. Los lugares, los árboles, los senderos de nuestros mejores momentos empezaron a transformar mis ideas. ¿ Qué era, al fin de cuentas, lo que yo tenía en concreto contra María? Los mejores instantes de nuestro amor (un rostro de ella, una mirada tierna, el roce de su mano en mis cabellos) comenzaron a apoderarse suavemente de mi alma, con el mismo cuidado con que se recoge a un ser querido que ha tenido un accidente y que no puede sufrir la brusquedad más insignificante. Poco a poco fui incorporándome, la tristeza fue cambiándose en ansiedad, el odio contra María en odio contra mí mismo y mi aletarga-miento en una repentina necesidad de correr a mi casa. A medida que iba llegando al taller fui dándome cuenta de lo que quería: hablar, llamarla por teléfono a la estancia, en seguida, sin pérdida de tiempo. ¿Cómo no había pensado antes en esa posibilidad?

Cuando me dieron la comunicación, casi no tenía fuerzas para hablar. Atendió un mucamo. Le dije que necesitaba comunicarme sin pérdida de tiempo con la señora María. Al rato me atendió la misma voz, para decirme que la señora me llamaría dentro de una hora, más o menos.

La espera me pareció interminable.

No recuerdo bien las palabras de aquella conversación por teléfono, pero sí recuerdo que en vez de pedirle perdón por la carta (la causa que me había movido a hablar), concluí por decirle cosas más fuertes que las contenidas en la carta. Claro que eso no sucedió irrazonablemente; la verdad es que yo comencé hablándole con humildad y ternura, pero empezó a exasperarme el tono dolorido de su voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis preguntas precisas, según su hábito. El diálogo, más bien mi monólogo, fue creciendo en violencia y cuanto más violento era, más dolorida parecía ella y más eso me exasperaba, porque yo tenía plena conciencia de mi razón y de la injusticia de su dolor. Terminé diciéndole a gritos que me mataría, que era una comediante y que necesitaba verla en seguida, en Buenos Aires.

No contestó a ninguna de mis preguntas precisas, pero finalmente, ante mi insistencia y mis amenazas de matarme, me prometió venir a Buenos Aires, al día siguiente, "aunque no sabía para qué".

– Lo único que lograremos -agregó con voz muy débiles lastimarnos cruelmente, una vez más.

– Si no venís, me mataré -repetí por fin-. Pensalo bien antes de tomar cualquier decisión.

Colgué el tubo sin agregar nada más, y la verdad es que en ese momento estaba decidido a matarme si ella no venía a aclarar la situación. Quedé extrañamente satisfecho al decidirlo. "Ya verá", pensé, como si se tratara de una venganza.

XXXI

ese día fue execrable.

Salí de mi taller furiosamente. A pesar de que la vería al día siguiente, estaba desconsolado y sentía un odio sordo e impreciso. Ahora creo que era contra mí mismo, porque en el fondo sabía que mis crueles insultos no tenían fundamento. Pero me daba rabia que ella no se defendiera, y su voz dolorida y humilde, lejos de aplacarme, me enardecía más.

Me desprecié. Esa tarde comencé a beber mucho y terminé buscando líos en un bar de Leandro Alem. Me apoderé de la mujer que me pareció más depravada y luego desafié a pelear a un marinero porque le hizo un chiste obsceno. No recuerdo lo que pasó después, excepto que comenzamos a pelear y que la gente nos separó en medio de una gran alegría. Después me recuerdo con la mujer esa en la calle. El fresco me hizo bien. A la madrugada la llevé al taller. Cuando llegamos se puso a reír de un cuadro que estaba sobre un caballete. (No sé si dije que, desde la escena de la ventana, mi pintura se fue transformando paulatinamente: era como si los seres y cosas de mi antigua pintura hubieran sufrido un cataclismo cósmico. Ya hablaré de esto más adelante, porque ahora quiero relatar lo que sucedió en aquellos días decisivos.) La mujer miró, riéndose, el cuadro y después me miró a mí, como en demanda de una explicación. Como ustedes supondrán, me importaba un bledo el juicio que aquella desgraciada podría formarse de mi arte. Le dije que no perdiéramos tiempo en pavadas.

Estábamos en la cama, cuando de pronto cruzó por mi cabeza una idea tremenda: la expresión de la rumana se parecía a una expresión que alguna vez había observado en María.

– ¡Puta! -grité enloquecido, apartándome con asco-. ¡Claro que es una puta!

La rumana se incorporó como una víbora y me mordió el brazo hasta hacerlo sangrar. Pensaba que me refería a ella. Lleno de desprecio a la humanidad entera y de odio, la saqué a puntapiés de mi taller y le dije que la mataría como a un perro si no se iba en seguida. Se fue gritando insultos a pesar de la cantidad de dinero que le arrojé detrás.

Por largo tiempo quedé estupefacto en el medio del taller, sin saber qué hacer y sin atinar a ordenar mis sentimientos ni mis ideas. Por fin tomé una decisión: fui al baño, llené la bañadera de agua fría, me desnudé y entré. Quería aclarar mis ideas, así que me quedé en la bañadera hasta refrescarme bien. Poco a poco logré poner el cerebro en pleno funcionamiento. Traté de pensar con absoluto rigor, porque tenía la intuición de haber llegado a un punto decisivo. ¿Cuál era la idea inicial? Varias palabras acudieron a esta pregunta que yo mismo me hacía. Esas palabras fueron: rumana, María, prostituta, placer, simulación. Pensé: estas palabras deben de representar el hecho esencial, la verdad profunda de la que debo partir. Hice repetidos esfuerzos para colocarlas en el orden debido, hasta que logré formular la idea en esta forma terrible, pero indudable: Marta y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta simulaba placer; María, pues, simulaba placer; Marta es una prostituta.

– ¡Puta, puta, puta! -grité saltando de la bañadera.

Mi cerebro funcionaba ya con la lúcida ferocidad de los mejores días: vi nítidamente que era preciso terminar y que no debía dejarme embaucar una vez más por su voz dolorida y su espíritu de comediante. Tenía que dejarme guiar únicamente por la lógica y debía llevar, sin temor, hasta las últimas consecuencias, las frases sospechosas, los gestos, los silencios equívocos de María.

Fue como si las imágenes de una pesadilla desfilaran vertiginosamente bajo la luz de un foco monstruoso. Mientras me vestía con rapidez, pasaron ante mí todos los momentos sospechosos: la primera conversación por teléfono, con la asombrosa capacidad de simulación y el largo aprendizaje que revelaban sus cambios de voz; las oscuras sombras en torno de María que se delataban a través de tantas frases enigmáticas; y ese temor de ella de "hacerme mal", que sólo podía significar "te haré mal con mis mentiras, con mis inconsecuencias, con mis hechos ocultos, con la simulación de mis sentimientos y sensaciones", ya que no podría hacerme mal por amarme de verdad; y la dolorosa escena de los fósforos; y cómo al comienzo había rehuido hasta mis besos y como sólo había cedido al amor físico cuando la había puesto ante el extremo de confesar su aversión o, en el mejor de los casos, el sentido maternal o fraternal de su cariño, lo que, desde luego, me impedía creer en sus arrebatos de placer, en sus palabras y en sus rostros de éxtasis; y además su precisa experiencia sexual, que difícilmente podía haber adquirido con un filósofo estoico como Allende; y las respuestas sobre el amor a su marido, que sólo permitían inferir una vez más su capacidad para engañar con sentimientos y sensaciones apócrifos; y el círculo de familia, formado por una colección de hipócritas y mentirosos; y el aplomo y la eficacia con que había engañado a sus dos primos con las inexistentes manchas del puerto; y la escena durante la comida, en la estancia, la discusión allá abajo, los celos de Hunter; y aquella frase que se le había escapado en el acantilado: "como me había equivocado una vez"; ¿con quién, cuándo, cómo? y "los hechos tormentosos y crueles" con ese otro primo, palabras que también se escaparon inconscientemente de sus labios, como lo reveló al no contestar mi pedido de aclaración, porque no me oía, simplemente no me oía, vuelta como estaba hacia su infancia, en la quizá única confesión auténtica que había tenido en mi presencia; y, finalmente, esta horrenda escena con la rumana, o rusa, o lo que fuera. ¡ Y esa sucia bestia que se había reído de mis cuadros y la frágil criatura que me había alentado a pintarlos tenían la misma expresión en algún momento de sus vidas! ¡ Dios mío, si era para desconsolarse por la naturaleza humana, al pensar que entre ciertos instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes subterráneos!