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XXXII

muchas de las conclusiones que extraje en aquel lúcido pero fantasmagórico examen eran hipotéticas, no las podía demostrar, aunque tenía la certeza de no equivocarme. Pero advertí, de pronto, que había desperdiciado, hasta ese momento, una importante posibilidad de investigación: la opinión de otras personas. Con satisfacción feroz y con claridad nunca tan intensa, pensé por primera vez en ese procedimiento y en la persona indicada: Lartigue. Era amigo de Hunter, amigo íntimo. Es cierto que era otro individuo despreciable: había escrito un libro de poemas acerca de la vanidad de todas las cosas humanas, pero se quejaba de que no le hubieran dado el premio nacional. No iba a detenerme en escrúpulos. Con viva repugnancia, pero con decisión, lo llamé por teléfono, le dije que tenía que verlo urgentemente, lo fui a ver a su casa, le elogié el libro de versos y (con gran disgusto suyo, que quería que siguiésemos hablando de él), le hice a boca de jarro una pregunta ya preparada:

– ¿Cuánto hace que María Iribarne es amante de Hunter?

Mi madre no preguntaba nunca si habíamos comido una manzana, porque habríamos negado; preguntaba cuántas, dando astutamente por averiguado lo que quería averiguar: si habíamos comido o no la fruta; y nosotros, arrastrados sutilmente por ese acento cuantitativo respondíamos que sólo habíamos comido una manzana.

Lartigue es vanidoso pero no es zonzo: sospechó que había algo misterioso en mi pregunta y creyó evadirla contestando:

– De eso no sé nada.

Y volvió a hablar del libro y del premio. Con verdadero asco, le grité:

– ¡Qué gran injusticia han cometido con su libro!

Me fui corriendo. Lartigue no era zonzo, pero no advirtió que sus palabras eran suficientes.

Eran las tres de la tarde. Ya debía estar María en Buenos Aires. Llamé por teléfono desde un café: no tenía paciencia para ir hasta el taller. En cuanto me atendió, le dije:

– Tengo que verte en seguida.

Traté de disimular mi odio porque temía que sospechara algo y no viniese a la cita. Convinimos en vernos a las cinco en la Recoleta, en el lugar de siempre.

– Aunque no veo qué saldremos ganando -agregó tristemente.

– Muchas cosas -respondí-, muchas cosas.

– ¿ Lo crees? -preguntó con acento de desesperanza.

– Desde luego.

– Pues yo creo que sólo lograremos hacernos un poco más de daño, destruir un poco más el débil puente que nos comunica, herirnos con mayor crueldad… He venido porque lo has pedido tanto, pero debía haberme quedado en la estancia: Hunter está enfermo.

"Otra mentira", pense.

– Gracias -contesté secamente-. Quedamos, pues, en que nos vemos a las cinco en punto. María asintió con un suspiro.

XXXIII

antes de las cinco estuve en la Recoleta, en el banco donde solíamos encontrarnos. Mi espíritu, ya ensombrecido, cayó en un total abatimiento al ver los árboles, los senderos y los bancos que habían sido testigos de nuestro amor. Pensé, con desesperada melancolía, en los instantes que habíamos pasado en aquellos jardines de la Recoleta y de la Plaza Francia y cómo, en aquel entonces que parecía estar a una distancia innumerable, había creído en la eternidad de nuestro amor. Todo era milagroso, alucinante, y ahora todo era sombrío y helado, en un mundo desprovisto de sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de destruir el resto que quedaba de nuestro amor y de quedarme definitivamente solo, me hizo vacilar. Pensé que quizá era posible echar a un lado todas las dudas que me torturaban. ¿Qué me importaba lo que fuera María más allá de nosotros? Al ver esos bancos, esos árboles, pensé que jamás podría resignarme a perder su apoyo, aunque más no fuera que en esos instantes de comunicación, de misterioso amor que nos unía. A medida que avanzaba en estas reflexiones, más iba haciéndome a la idea de aceptar su amor así, sin condiciones y más me iba aterrorizando la idea de quedarme sin nada, absolutamente nada. Y de ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como sólo pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente, empezó a poseerme una desbordante alegría, al darme cuenta de que nada se había perdido y que podía empezar, a partir de ese instante de lucidez, una nueva vida.

Desgraciadamente, María me falló una vez más. A las cinco y media, alarmado, enloquecido, volví a llamarla por teléfono. Me dijeron que se había vuelto repentinamente a la estancia. Sin advertir lo que hacía, le grité a la mucama:

– ¡Pero si habíamos quedado en vernos a las cinco!

– Yo no sé nada, señor -me respondió algo asustada-. La señora salió en auto hace un rato y dijo que se quedaría allá una semana por lo menos.

¡ Una semana por lo menos! El mundo parecía derrumbarse, todo me parecía increíble e inútil. Salí del café como un sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro, como si eso sirviera para algo. ¡ Y tanto como le había pedido verla esa tarde, tanto como la necesitaba! ¡ Y tan poco que estaba dispuesto a pedirle, a mendigarle! Pero, -pensé con feroz amargura- entre consolarme a mí en un parque y acostarse con Hunter en la estancia no podía haber lugar a dudas. Y en cuanto me hice esta reflexión se me ocurrió una idea. No, mejor dicho, tuve la certeza de algo. Corrí las pocas cuadras que faltaban para llegar a mi taller y desde allí llamé nuevamente por teléfono a la casa de Allende. Pregunté si la señora no había recibido un llamado telefónico de la estancia, antes de ir.

– Sí -respondió la mucama, después de una pequeña vacilación.

– ¿ Un llamado del señor Hunter, no? La mucama volvió a vacilar. Tomé nota de las dos vacilaciones.

– Sí -contestó finalmente.

Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡ Tal como lo había intuido! Me dominaba a la vez un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado.

Pensé en Mapelli.

Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina, agarré un cuchillo grande y volví al taller. ¡Qué poco quedaba de la vieja pintura de Juan Pablo Castel! ¡Ya tendrían motivos para admirarse esos imbéciles que me habían comparado a un arquitecto! ¡Como si un hombre pudiera cambiar de verdad! ¿ Cuántos de esos imbéciles habían adivinado que debajo de mis arquitecturas y de "la cosa intelectual" había un volcán pronto a estallar? Ninguno. ¡Ya tendrían tiempo de sobra para ver estas columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras infernales! Ahí estaban, como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo que quería destruir sin dejar siquiera rastros. Lo miré por última vez, sentí que la garganta se me contraía dolorosamente, pero no vacilé: a través de mis lágrimas vi confusamente cómo caía en pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa, aquella espera. Pisoteé los jirones de tela y los refregué hasta convertirlos en guiñapos sucios. ¡ Ya nunca más recibiría respuesta aquella espera insensata! ¡Ahora sabía más que nunca que esa espera era completamente inútil!

Corrí a la casa de Mapelli pero no lo encontré: me dijeron que debía de estar en la librería Viau. Fui hasta la librería, lo encontré, lo llevé aparte de un brazo, le dije que necesitaba su auto. Me miró con asombro: me preguntó si pasaba algo grave. No había pensado nada pero se me ocurrió decirle que mi padre estaba muy grave y que no tenía tren hasta el otro día. Se ofreció a llevarme él mismo, pero rehusé: le dije que prefería ir solo. Volvió a mirarme con asombro, pero terminó por darme las llaves.