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– Sans blague -se limitó a decir Mimí.

– Sí, te digo que sí. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las investigaciones de la policía no llegan a ningún resultado. Un tiempo después matan a la mujer; la misma cosa. Finalmente matan al chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta. Con los habituales métodos inductivos, deductivos, analíticos, sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusión de que el asesino deberá cometer un cuarto asesinato, el día tal, a la hora tal, en el lugar tal. Su conclusión es que el asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber calculado mal la hora: no, la hora está bien. La conclusión es horrorosa: el asesino debe estar ya en el lugar. En otras palabras: el asesino es él mismo, que ha cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El detective y el asesino son la misma persona.

– Demasiado original para mi gusto -comentó Mimí-. ¿Y cómo concluye? ¿No decías que debía haber un cuarto asesinato?

– La conclusión es evidente -dijo Hunter, con pereza-: el hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo asesino mata al yo detective, como en un vulgar asesinato. ¿No te gusta?

– Me parece divertido. Pero una cosa es contarla así y otra escribir la novela.

– En efecto -admitió Hunter, con tranquilidad.

Después la mujer empezó a hablar de un quiromántico que había conocido en Mar del Plata y de una señora vidente. Hunter hizo un chiste y Mimí se enojó:

– Te imaginarás que tiene que ser algo serio -dijo-. El marido es profesor en la facultad de ingeniería.

Siguieron discutiendo de telepatía y yo estaba desesperado porque María no aparecía. Cuando los volví a atender, estaban hablando del estatuto del peón.

– Lo que pasa -dictaminó Mimí, empuñando la boquilla como una batuta- es que la gente no quiere trabajar más.

Hacia el final de ¡a conversación tuve una repentina iluminación que me disipó la inexplicable tristeza: intuí que la tal Mimí había llegado a último momento y que María no bajaba para no tener que soportar las opiniones (que seguramente conocía hasta el cansancio) de Mimí y su primo. Pero ahora que recuerdo, esta intuición no fue completamente irracional sino la consecuencia de unas palabras que me había dicho el chofer mientras íbamos a la estancia y en las que yo no puse al principio ninguna atención; algo referente a una prima del señor que acababa de llegar de Mar del Plata, para tomar el té. La cosa era clara: María, desesperada por la llegada repentina de esa mujer, se había encerrado en su dormitorio pretextando una indisposición; era evidente que no podía soportar a semejantes personajes. Y el sentir que mi tristeza se disipaba con esta deducción me iluminó bruscamente la causa de esa tristeza: al llegar a la casa y ver que Hunter y Mimí eran unos hipócritas y unos frívolos, la parte más superficial de mi alma se alegró, porque veía de ese modo que no había competencia posible en Hunter; pero mi capa más profunda se entristeció al pensar (mejor dicho, al sentir) que María formaba también parte de ese círculo y que, de alguna manera, podría tener atributos parecidos.

XXV

cuando nos levantamos de la mesa para caminar por el parque, vi que María se acercaba a nosotros, lo que confirmaba mi hipótesis: había esperado ese momento para acercársenos, evitando la absurda conversación en la mesa.

Cada vez que María se aproximaba a mí en medio de otras personas, yo pensaba: "Entre este ser maravilloso y yo hay un vínculo secreto" y luego, cuando analizaba mis sentimientos, advertía que ella había empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra en una isla desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo que me enorgullecía, y era en esta segunda fase de mi amor en que habían empezado a surgir mil dificultades; del mismo modo que cuando alguien se está muriendo de hambre acepta cualquier cosa, incondicionalmente, para luego, una vez que lo más urgente ha sido satisfecho, empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e inconvenientes. He visto en los últimos años emigrados que llegaban con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentración, aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempeñar los trabajos más humillantes; pero es bastante extraño que a un hombre no le baste con haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir contento: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habían sido aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que hubieran huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia, como avergonzados de haber caído hasta ese punto. No es difícil que en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento.

Ahora que puedo analizar mis sentimientos con tranquilidad, pienso que hubo algo de eso en mis relaciones con María y siento que, en cierto modo, estoy pagando la insensatez de no haberme conformado con la parte de María que me salvó (momentáneamente) de la soledad. Ese estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de posesión exclusiva debían haberme revelado que iba por mal camino, aconsejado por la vanidad y la soberbia.

En ese momento, al ver venir a María, ese orgulloso sentimiento estaba casi abolido por una sensación de culpa y de vergüenza provocada por el recuerdo de la atroz escena en mi taller, de mi estúpida, cruel y hasta vulgar acusación de "engañar a un ciego". Sentí que mis piernas se aflojaban y que el frío y la palidez invadían mi rostro. ¡Y encontrarme así, en medio de esa gente! ¡Y no poder arrojarme humildemente para que me perdonase y calmase el horror y el desprecio que sentía por mí mismo!

María, sin embargo, no pareció perder el dominio y yo comencé inmediatamente a sentir que la vaga tristeza de esa tarde comenzaba a poseerme de nuevo.

Me saludó con una expresión muy medida, como queriendo probar ante los dos primos que entre nosotros no había más que una simple amistad. Recordé, con un malestar de ridículo, una actitud que había tenido con ella unos días antes. En uno de esos arrebatos de desesperación, le había dicho que algún día quería, al atardecer, mirar, desde una colina, las torres de San Gemignano. Me miró con fervor y me dijo: "¡Qué maravilloso, Juan Pablo!" Pero cuando le propuse que nos escapásemos esa misma noche, se espantó, su rostro se endureció y dijo, sombríamente: "No tenemos derecho a pensar en nosotros solos. El mundo es muy complicado." Le pregunté qué quería decir con eso. Me respondió, con acento aún más sombrío: "La felicidad está rodeada de dolor." La dejé bruscamente, sin saludarla. Más que nunca, sentí que jamás llegaría a unirme con ella en forma total y que debía resignarme a tener frágiles momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos sueños, o como la felicidad de algunos pasajes musicales.

Y ahora llegaba y controlaba cada movimiento, calculaba cada palabra, cada gesto de su cara. ¡ Hasta era capaz de sonreír a esa otra mujer!

Me preguntó si había traído las manchas.

– ¡ Qué manchas! -exclamé con rabia, sabiendo que malograba alguna complicada maniobra, aunque fuera en favor nuestro.

– Las manchas que prometió mostrarme -insistió con tranquilidad absoluta-. Las manchas del puerto.

La miré con odio, pero ella mantuvo serenamente mi mirada y, por un décimo de segundo, sus ojos se hicieron blandos y parecieron decirme: "Compadéceme de todo eso." ¡Querida, querida María! ¡Cómo sufrí por ese instante de ruego y de humillación! La miré con ternura y le respondí: