El texto completo salió publicado en Minotaure, y quedó para mí como testimonio de un tiempo de crisis. Sin embargo, Bretón lo elogió con su acostumbrada solemnidad, sin advertir que era una mezcla de disparate y humor negro; lo que prueba, por otro lado, la ingenuidad de ese gran poeta que, en una delirante mezcla de materialismo dialéctico y Lautréamont, pretendía disimular su falta de rigor filosófico.

En otra oportunidad, Domínguez me habló de un amigo que pintaba la cuarta dimensión y, aunque trató de convencerme, le dije que era algo imposible de pintar. Pero cómo explicarle, si Oscar prácticamente no sabía multiplicar, y yo lo adoraba precisamente por esa clase de ignorancias. Hasta que un día lo acompañé al taller de su amigo, un muchachote más bien bajo y menudo, que me mostró sus cuadros. Me gustó mucho lo que hacía pero les dije que no era la cuarta dimensión, ni cosa que se le pareciera, que necesitaban del conocimiento de matemáticas superiores para comprender el fundamento. Durante muchos años perdí de vista al joven pintor amigo de Domínguez, hasta que en 1989, cuando viajé a París con motivo de mi exposición en el Foye del Centre Pompidou, reencontré con profunda alegría a aquel ser generoso y de curioso talento que es Matta. Mantiene el encanto que le había conocido, y está acompañado ahora por la hermosa Germain. Esa misma tarde cenamos juntos, y recordamos con emoción a personas y acontecimientos que nos acompañaron en un tiempo fundamental de nuestras vidas. En esa exposición el gran pensador surrealista Maurice Nadeau tuvo la generosidad de participar en un homenaje que se me hizo.

Cuando me contacté con el surrealismo ya se vivía de la nostalgia de lo que habían producido sus más grandes representantes. Acabada la Primera Guerra, la necesidad de destruir los mitos de la sociedad burguesa fue el suelo fértil para el demoledor espíritu de los surrealistas. Pero luego de la bomba atómica, los campos de concentración y sus seis millones de muertos, esos hombres no supieron cómo reconstruir un mundo en ruinas. Nunca el espíritu destructivo en sí mismo es beneficioso, Hitler, espantosamente lo demostró. Y cuando luego de la guerra, en 1947, volví a París, al provenir de una ciudad como Buenos Aires que no había sufrido ningún efecto directo de la catástrofe, tuve una dolorosa impresión. La encontré triste y, cosa curiosa, uno de los detalles que más me deprimió, quizá por su valor simbólico, fue encontrarme un sábado lluvioso y gris en un café desmantelado. Recordé entonces aquellas montañas de medialunas y brioches que se veían en los mostradores de cualquier café de barrio. Pero, sobre todo, la mayor tristeza fue ver a Bretón, que no se resignaba a dejar en paz el cadáver de su movimiento.

Sin embargo, el surrealismo tuvo el alto valor de permitirnos indagar más allá de los límites de una racionalidad hipócrita, y en medio de tanta falsedad, nos ofreció un novedoso estilo de vida. Muchos hombres, de ese modo, hemos podido descubrir nuestro ser auténtico.

Por eso mi aspereza, y hasta mi indignación, ante los mistificadores que lo ensuciaron, como Dalí, pero también mi reconocimiento a todos los hombres trágicos que han salvaguardado lo que de verdadero hubo en ese importante movimiento. Como aquel alocado, violento Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise. Surrealista en su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la última etapa de su vida entre las drogas, el alcohol y las mujeres. Hasta que se suicidó una noche cortándose las venas, y con su sangre manchó la tela colocada sobre su caballete.

En el Laboratorio Curie, en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido. Golpeado por el descreimiento, seguí avanzando por una fuerte inercia que mi alma rechazaba.

La beca me fue trasladada al Massachusetts Institute of Technology, el MIT, en la ciudad de Boston, donde publiqué un trabajo sobre rayos cósmicos. Pero yo estaba fatalmente desgarrado entre lo que había significado para mí esa vocación, a la que había sacrificado años, y la incierta pero invencible presencia de un nuevo llamado. Momento pendular en que ya no encontramos la identidad en lo que fuimos.

En tinieblas volví a Buenos Aires. La decisión estaba tomada en mi espíritu, pero debía arraigarse en la lucha con quienes me tentaban con puestos importantes y me agobiaban con su certeza de la trascendente misión que yo debía a la física. Reivindico con emoción el profundo apoyo que Matilde me dio en ese momento. Ella jamás consideró que yo debiera hacer otra cosa que consagrarme a lo que mi intuición me señalaba, y nunca me recriminó las comodidades que nuestra familia habría de perder.

Hice ese tránsito, como un puente que se extendiera entre dos colosales montañas, por momentos mareado y sin saber lo que estaba haciendo, y en otros, en cambio, con el gozo irrefrenable que acompaña al nacimiento de toda gran pasión.

Como último deber hacia las personas que me habían dado la beca, enseñé Teoría Cuántica y Relatividad en la Universidad de La Plata, donde tuve como alumnos a Balzeiro, cuyo nombre preside hoy un centro atómico en la ciudad de Bariloche, y a Mario Bunge.

Cuando a principios de la década del cuarenta tomé la decisión de abandonar la ciencia, recibí durísimas críticas de los científicos más destacados del país. El doctor Houssay me retiró el saludo para siempre. El doctor Gaviola, entonces director del Observatorio de Córdoba, que tanto me había querido, dijo: “Sabato abandona la ciencia por el charlatanismo”. Y Guido Beck, emigrado austriaco, discípulo de Einstein, en una carta se lamenta diciendo: “En su caso, perdemos en usted un físico muy capaz en el cual tuvimos muchas esperanzas”.

El mundo de los teoremas y un trabajo sobre rayos cósmicos que acababa de publicar en la Physical Review, apenas se divisaban en la inmensa polvareda.

Acompañado por Matilde y Jorge, de cuatro años, me fui a vivir a las sierras de Córdoba, en un rancho sin agua corriente ni luz eléctrica, en la localidad de Pantanillo. Bajo la majestuosidad de los cielos estrellados, sentí cierta paz. Algo parecido a lo que dice Henry David Thoreau: “Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía para enseñarme; no sucediera que, estando próximo a morir, descubriese que no había vivido”.

No teníamos ni vidrios en las ventanas, y en ese invierno soportamos catorce grados bajo cero, hasta el punto que el río Chorrillos, que cruzaba el terreno, se heló. Nosotros nos calentábamos con el mismo sol de noche con que nos alumbrábamos, y a las siete de la mañana volvíamos a la cama, de puro frío que hacía. En la tranquilidad de una tarde serrana, conocí a un muchacho médico que pasó a visitar a unos parientes en camino hacia Latinoamérica, donde curaría enfermos y hallaría su destino. A aquel joven, hoy símbolo de las mejores banderas, lo recuerda la historia con el nombre de Che Guevara.

Portentosas torres se derrumbaban frente a mí. Entre los escombros, como un yuyito entre rocas resecas, mi yo más profundo intentaba resurgir entre dudas, inseguridades y remordimientos. De mi tumulto interior nació mi primer libro, Uno y el Universo, documento de un largo cuestionamiento sobre aquella angustiosa decisión, y también, de la nostálgica despedida del universo purísimo.

Enfurecidos por lo que llamaban mi empecinamiento, en reiteradas ocasiones, el doctor Gaviola junto a Guido Beck, vinieron a nuestro rancho para tratar de convencer a mi mujer de la locura que estaba cometiendo, en el momento en que el país más necesitaba de científicos. Y aunque traté de explicarles mi crisis espiritual, y de convencerlos de que mi verdadera vocación era el arte, apenas lo comprendieron, ya que para esos hombres, la ciencia es la creación suprema del hombre. Guido Beck atribuía mi decisión a la ligereza sudamericana, y Gaviola dijo que me perdonaría si algún día lograba escribir una obra como La montaña mágica. Pobre Gaviola, creo que nunca supo que la lectura de El túnel lo impresionó al propio Thomas Mann, según anotó en un volumen de sus diarios.