Querido hijo mío, he soñado con ustedes día y noche. No sabía si aún seguía vivo o estaba muerto. Hubiera querido abrazarlos a ti y a tu madre. Perdóname, hijo mío, por esta muerte injusta que tan pronto te deja sin padre. Hoy podrán asesinarnos, pero no podrán destruir nuestras ideas. Ellas quedarán para generaciones futuras, para los jóvenes como tú. Recuerda, hijo mío, la felicidad que sientes cuando juegas, no la acapares toda para ti. Trata de comprender con humildad al prójimo, ayuda a los débiles, consuela a quienes lloran. Ayuda a los perseguidos, a los oprimidos. Ellos serán tus mejores amigos. Adiós esposa mía. Hijo mío. Camaradas.

Bartolomé Vanzetti

Las discusiones y peleas entre anarquistas y marxistas eran frecuentes, pero así y todo, tuve compañeros de ambos lados con quienes hasta hoy -¡los que sobrevivimos!- tenemos largas conversaciones recordando aquellos años heroicos.

Con cuánta emoción me viene a la memoria aquel tiempo en que inventaba -o descubría en el fondo de mi alma- a ese analfabeto Carlucho, uno de esos anarquistas infinitamente bondadosos que iban de pueblo en pueblo caminando, hasta llegar a alguna estancia donde se acostumbraba tener un catre para esos seres que predicaban en la noche, alrededor del fogón, lo hermoso que era el anarquismo. Y Carlucho, ese hombretón, que por causa de las torturas había perdido su fuerza, tuvo finalmente un kiosco donde le explicaba con torpes palabras a un chiquilín llamado Nacho, proveniente de una familia aristocrática, por qué era hermoso el anarquismo. Le contaba cómo los hombres encerraban a grandes e inocentes hipopótamos para servir de diversión a los chicos, lejos de sus praderas africanas, de sus bellísimos amaneceres y de su remota libertad.

La Revolución Rusa tenía aún el resplandor romántico de aquel Octubre, y los compañeros comunistas terminaron por convencerme, decían que los anarquistas eran utópicos y que jamás lograrían tomar el poder como lo habían hecho ellos en el imperio zarista. Como aún no habían empezado el stalinismo y sus crímenes, sentí, con romántico fanatismo, que la revolución del proletariado acabaría trayéndoles a los hombres el orbe puro que había vislumbrado en las matemáticas.

Me alejé de los claustros universitarios y me afilié a la Juventud Comunista; y junto a ellos, recorrí los grandes frigoríficos Armour y Swift, ubicados en Berisso, un pueblo suburbano de La Plata, donde los obreros vivían en la miseria más aterradora, amontonados en casuchas de zinc, entre verdes y malolientes pantanos, arriesgándolo todo en su lucha por un aumento de veinte centavos la hora. Aún hoy recuerdo esa confraternidad entre obreros y estudiantes, y con profunda emoción la reivindico.

En 1930 se produjo el primer golpe militar, terrible y sanguinario, y que fue la consecuencia del peligro que significaban para los militares y los capitalistas, los movimientos sociales. La dictadura de Uriburu sería la precursora de los siguientes golpes de Estado que sufrió nuestro país.

Aquel primer golpe fue decisivo en mi vida pues tuve que ingresar en la clandestinidad, primero por mi condición de militante -siempre desprecié a los revolucionarios de salón- y luego, porque llegué a ser secretario de la Juventud Comunista, y era muy buscado por los represores. A causa de las persecuciones debí escaparme de La Plata, interrumpí los estudios y abandoné a mi familia para instalarme en Avellaneda, el centro obrero más importante. Por la suerte que siempre me ha acompañado, no caí en manos de la siniestra Sección Especial contra el Comunismo, famosa por sus torturas, y que andaba detrás de mí. Debí cambiar de pensión y de nombre cada cierto tiempo; y en una oportunidad me salvé saltando por una ventana. Entonces llevaba el nombre de Ferri, quizá -ahora lo pienso- derivado inconscientemente del apellido Ferrari, de mi madre. La militancia era muy peligrosa y no se limitaba al trabajo, existía también una formación teórica obligatoria, en la que se estudiaba no sólo a Marx sino también a otros escritores.

A los obreros se les hablaba de libertad pero eran encarcelados por participar en las huelgas; se les hablaba de justicia pero eran reprimidos y bárbaramente torturados; el hábeas corpus y otros recursos constitucionales se burlaban cínicamente en la práctica de todos los días. Hasta que las amenazas y peligros de muerte que padecíamos cayeron sobre dos grandes dirigentes anarquistas: Severino Di Giovanni y Scarfó. A Di Giovanni lo conocí en el Centro Cultural Ateneo, y, a pesar de su aspecto de maestro de escuela, con su pistola y su banda, llegó a ser una figura de leyenda. Ellos cayeron presos y, frente al pelotón de Fusilamiento, murieron gritando: “¡Viva la anarquía!”; grito que, después de sesenta y tantos años, aún me sigue conmoviendo.

Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires, con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa Doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.

En esos tiempos de pobreza y persecución, se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.

Los miembros del Partido que, por supuesto, vigilaban cualquier “desviación”, advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el “materialismo dialéctico” era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, en el que se sostuvo precisamente lo mismo.

Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre- quedando ella oculta en casa de mi madre.

Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el Delta del Río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometía esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo, y fue muerto tras salvajes torturas.