En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir, surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago, y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los “procesos” del siniestro imperio stalinista y apenas tuve esa conversación con Pierre, comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.

Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la Guerra Civil Española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L’Humanité. Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde, entré en la librería Gibert, del boulevard Saint-Michel y robé un libro de análisis matemático de Emil Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.

De regreso en el país, espiritualmente destrozado me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi “traición” al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos stalinistas.

En medio de la crisis total de la civilización que se levantó en Occidente por la primacía de la técnica y los bienes materiales, miles de muchachos volvimos los ojos hacia la gran revolución que en Rusia pareció anunciar la libertad del hombre. No lo hicimos luego de haber estudiado minuciosamente El capital, ni por habernos convencido de la validez del materialismo dialéctico, o por haber comprendido lo que era la plusvalía sino, simple pero poderosamente, porque en aquella revolución encontrábamos al fin un vasto y romántico movimiento de liberación. La palabra justicia prometía llegar a tener un lugar que en la historia nunca se le había dado. La lucha por los desheredados, y la portentosa frase: “Un fantasma recorre el mundo”, nos colocaron bajo el justo reclamo de su bandera.

En la época del famoso “Boom”, más allá de sus valores literarios, muchos escritores me acusaron de traidor al comunismo, pretendiendo ignorar que yo había vivido aquella entrega, pero también, la desilusión de ver cómo el stalinismo había corrompido los principios que el movimiento pretendía enaltecer. Y algunos de estos comunistas de salón, a los que los franceses llaman la gauche caviar, alejándose del peligro, se manifestaron detrás de sus escritorios en cómodas oficinas de Europa, en innoble, cobarde retaguardia. Y otros, habiendo estado de paseo por el comunismo, se han convertido finalmente en empresarios de la literatura.

Sin embargo, se mantuvieron callados ante las atrocidades cometidas por el régimen soviético, torturas y asesinatos que, como suele suceder, se perpetraron en nombre de grandes palabras en favor de la humanidad. Camus tenía razón al decir que “siempre hay una filosofía para la falta de valor”. Ellos guardaron silencio cuando pudieron y debieron decir cosas sin temor a disentir, lo que es legítimo en reuniones pero indefendible en hechos que hacen al honor y a los valores por los que muchos, de manera horrenda y despiadada, perdieron su vida. No hay dictaduras malas y dictaduras buenas, todas son igualmente abominables, como tampoco hay torturas atroces y torturas beneficiosas. Y la lucha contra el capitalismo no debería haberles impedido el repudio de los actos que atentaban contra la dignidad de la criatura humana, cualquiera haya sido el nombre de la ideología que pretendía justificarlos.

¡Qué diferente habría sido la situación si el “socialismo utópico” no hubiera sido destruido por el “socialismo científico” de Marx!

Equivocadamente se cree que los anarquistas son espíritus destructivos, hombres con piloto que en su portafolio trasladan una bomba. Desde luego, al igual que en toda empresa que lleva la impronta del ser humano, en aquel movimiento se infiltraban delincuentes y pistoleros -alguno de los cuales conocí en los años treinta-, pero eso no debe hacernos olvidar a esos seres nobles, que ansiaban un mundo mejor, donde el hombre no se convirtiera en ese lobo despiadado que vaticinó Hobbes.

Otra falacia frecuente es considerar que estos espíritus rebeldes eran resentidos sociales, ya que han sido anarquistas desde el príncipe Bakunin al conde Tolstoi, pasando por el poeta Shelley, el conde de Saint-Simon, Proudhon, en cierto sentido Nietzsche, el poeta Whitman, Thoreau, Oscar Wilde, Dickens, y en nuestro tiempo sir Herbert Read, el arquitecto Lloyd Wrigth, el poeta T. S. Eliott, Lewis Munford, Denis de Rougemont, Albert Camus, Ibsen, Schweitzer, en buena medida Bernard Shaw, el conde Bertrand Russel, y años atrás, el Campanella de La cittá del solé y el Thomas Moro de Utopía. Al igual que todos aquellos vinculados a grandes pensadores religiosos, como Emmanuel Monuier -cuyo “personalismo” tiene mucho que ver con la concepción anarquista-, y judíos como Martin Buber.

Quizá, por mi formación anarquista, he sido siempre una especie de francotirador solitario, perteneciendo a esa clase de escritores que, como señaló Camus: “Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”. El escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo, con coraje para decir la verdad, y levantarse contra todo oficialismo que, enceguecido por sus intereses, pierde de vista la sacralidad de la persona humana. Debe prepararse para asumir lo que la etimología de la palabra testigo le advierte: para el martirologio. Es arduo el camino que le espera: los poderosos lo calificarán de comunista por reclamar justicia para los desvalidos y los hambrientos; los comunistas lo tildarán de reaccionario por exigir libertad y respeto por la persona. En esta tremenda dualidad vivirá desgarrado y lastimado, pero deberá sostenerse con uñas y dientes.

De no ser así, la historia de los tiempos venideros tendrá toda la razón de acusarlo por haber traicionado lo más preciado de la condición humana.

Me despierto sobresaltado. Casi nunca he tenido sueños buenos, excepto en estos últimos años, quizá porque mi inconsciencia se fue limpiando con las ficciones. Y la pintura me ha ayudado a liberarme de las últimas tensiones. Probablemente porque es una actividad más sana, porque permite volcar de modo inmediato nuestras pavorosas visiones, sin la mediación de la palabra. Sin embargo, en las telas aún perdura cierta angustia, un universo tenebroso que sólo una luz tenue ilumina.