Las páginas de Sur fueron educadoras de toda mi generación. A través de ella se conocieron en todos los países de lengua castellana a autores como Virginia Woolf, D. H. Lawrcnce, Aldous Huxley, Lawrence de Arabia, Henri Michaux, William Faulkner; lo mejor del pensamiento desde Japón a los Estados Unidos apareció allí. El descubrimiento de estas destacadas personalidades lo realizaban no sólo Victoria y Pepe sino también un Comité de Colaboradores.

Los encuentros en casa de Victoria significaron para mí una segunda formación, una nueva universidad de la que resulté finalmente un mal alumno. En ese ámbito eran infaltables Bianco y la clásica sopa para Borges. También iban Patricio y Estela Canto, Rodolfo Wilcock y a veces, Mastronardi. En medio de las discusiones sobre Stevenson, Henry James, Coleridge, Quevedo, Cervantes, eran frecuentes las conversaciones acerca del tiempo, Nietzsche y el eterno retorno, los números transfinitos y la expansión del Universo. Al provenir yo del mundo oscuro de los surrealistas, en medio de aquel límpido ambiente me sentía una especie de bárbaro; hasta que lograba infiltrar a los escritores rusos y, bajo la irónica mirada de Borges, las discusiones se extendían hasta la madrugada.

Entonces surgió mi vínculo con Borges, interminables fueron las conversaciones sobre Platón y Heráclito de Efeso, siempre con el pretexto de vicisitudes porteñas. Lamentablemente, en 1956 nos separaron ásperas discrepancias políticas -¡cuánta pena que esto sucediera!- pero así como, según Aristóteles, las cosas se diferencian en lo que se parecen, en ocasiones los seres humanos llegan a separarse por lo mismo que aman.

Yo no fui antiperonista por defender los privilegios, sino porque no podía soportar el despotismo y la expulsión de maestras y profesores por no someterse a las directivas del gobierno. En aquel movimiento hubo un justificado anhelo de justicia y de dignidad, frente a una sociedad fría y egoísta que explotaba a los pobres de la manera más denigrante, esclavizándolos en esa especie de campos de concentración que eran los yerbales y los quebrachales. Mientras tanto muchos intelectuales, en lugar de responder al drama de estos hombres, se habían entregado a sus propios y mezquinos intereses.

A todos estos desamparados, como los llamó Evita, que luchó verdadera y heroicamente por ellos, los supo movilizar Perón. Medio siglo después, la desvaída foto de Evita preside, junto a la de la Virgen, los hogares más pobres del país, simboliza la devoción y la gratitud por aquellos años únicos de prosperidad y respeto para los más humildes. Con los errores que todos conocemos hubo allí gente tan honrada como Scalabrini y Jauretche, de quienes fui amigo.

A pesar de haber perdido mis cátedras durante el gobierno peronista, cuando en 1955 fui nombrado director de Mundo Argentino, me opuse a toda medida que fuese represiva hacia la oposición. De inmediato noté que a mis superiores les molestaba que yo aceptase que en la revista colaboraran personas de distintos sectores; hasta que finalmente fui forzado a renunciar cuando denuncié la tortura de obreros peronistas en distintos centros del país y en los sótanos del Congreso de la Nación. Luego, en un programa de radio, volví a hablar de aquellos acontecimientos provocando el escándalo y la ruptura con buena parte de los intelectuales.

En esa oportunidad, además de las torturas, hice referencia a grandes escritores cuya militancia les valió la enemistad, el rencor y el silencio. Y hablé del hombre eminente que fue Leopoldo Marechal.

En esas épocas de resentimiento político, se le negó el reconocimiento a uno de los más grandes escritores argentinos; obligándolo a sobrellevar un durísimo exilio en su propia patria, a la que tanto amor lo unía. Sostenido en el puntal que fue su compañera, en un momento de extrema amargura, a ese modesto hombre se lo oyó murmurar: “¿Cuándo mis compatriotas dejarán de orinarme encima?”.

La familia de Marechal, que había estado escuchando la transmisión de radio, llamó a casa para agradecer lo que yo había dicho. Desde entonces perduró una amistad que siempre valoré, de la que da testimonio esta carta tan hermosa:

Queridos Matilde y Ernesto: Elbia y yo recibimos los cariñosos votos que nos han formulado ustedes y que, literalmente, son otras tantas “bendiciones”. En este fin de año estamos pidiendo al cielo para nosotros y para ustedes dos, nuestros amigos: paz y alegría en la existencia, facilidad y felicidad en la creación literaria y otras buenas obras, que Dios nos libre de los hijos de puta literales o alegóricos que pretenden afligirnos, y que nos preserve de todo camelo e impostura; si hemos de combatir, que Dios nos ubique en la mejor trinchera y en la batalla más justa. Queridos Matilde y Ernesto, digan con nosotros “amén”, ¡y a vivir! Reciban los dos el sempiterno abrazo fraternal de Elbia y Leopoldo.

Marechal fue un hombre atormentado por el destino de su patria, como lo refleja en sus obras, y en esas tristes reflexiones en que critica a los que la ensucian o arrastran por el suelo, los que siempre la posponen a sus sórdidos bolsillos. Cuando alguien de un alma tan noble amonesta a la patria, lo hace porque conoce la posibilidad de su grandeza. Así lo hicieron, con un corazón desgarrado y sangrante, desde Hölderlin a Nietzsche, Dostoievski y Tolstoi. Y el maravilloso Pushkin que, luego de desternillarse de risa con las descripciones que su amigo Gogol le leía, termina exclamando con la voz quebrada por la amargura: “¡Dios mío, qué triste es Rusia!”.

Del mismo modo, en un verso memorable, Leopoldo Marechal dice: “La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre”. Todavía me parece oírlo, con su voz suave, apenas un grave murmullo.

El túnel fue la única novela que quise publicar, y para lograrlo debí sufrir amargas humillaciones. Dada mi formación científica, a nadie le parecía posible que yo pudiera dedicarme seriamente a la literatura. Un renombrado escritor llegó a comentar: “¡Qué va a hacer una novela un físico!”. ¿Y cómo defenderme cuando mis mejores antecedentes estaban en el futuro?

El túnel fue rechazado por todas las editoriales del país; hasta por Victoria Ocampo, que se excusó diciéndome: “Estamos medio fundidos, no tenemos un cobre partido por la mitad”. Qué auténtica me pareció entonces esa frase de Oscar Wilde: “Hay gente que se preocupa más por el dinero que los pobres: son los ricos”. Aún recuerdo la tarde en que se abrió la puerta del Querandí -el mismo café que luego frecuentaría en mis encuentros con Gombrowicz-, y vi aparecer a Matilde llorando, encorvada, trayendo entre las manos los originales de mi novela, que yo no me había atrevido a retirar, tanta era mi vergüenza.

Finalmente, el préstamo de un generoso amigo, Alfredo Weiss, hizo posible la publicación en Sur, y fue inmediatamente agotada. Al año siguiente, recibí la noticia de su edición francesa, gracias a la generosa iniciativa de Camus.

París, 13 de junio de 1949

Le agradezco su carta y su novela. Caillois me la hizo leer y me ha gustado mucho la sequedad y la intensidad. He aconsejado a Gallimard que la editen, y espero que “El túnel” encuentre en Francia el éxito que merece. Hubiera deseado poder decirle todo esto de viva voz, pero la prohibición de una de mis piezas en Buenos Aires me impide dar allí las conferencias previstas. Si, no obstante, llegara a ir a Brasil, trataría de acercarme a título personal a Buenos Aires y me alegraría entonces conocerlo. De aquí a entonces, cuente con toda mi simpatía fraternal.

Albert Camus

Cuánto le debo a aquel escritor genial, con quien compartiría luego inquietudes metafísicas y éticas. En muchas oportunidades se ha hablado de su nihilismo; en todo caso, fue esa clase de nihilista cuya blasfemia es una manera de creer en Dios. Vivía un idealismo desesperado, fue un hombre lleno de amor y de pasión.