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– Eso no es verdad -susurró sin aliento, aunque ya no puedo hablar cuando la boca de él cayó sobre la suya.

Con suavidad le mordisqueó los labios, como si quisiera probarlos y no saciar su sed. Entonces, justo cuando Georgiana iba a apoyarse en su cuerpo duro, se retiró, dejándola con una vaga insatisfacción.

Le sonrió con una gentileza que jamás habría esperado de él y se dirigió hacia la puerta, desde donde le llegó la voz de su madre.

– Una romántica incurable -repitió él.

Por una vez, muda por una sensación casi abrumadora de anhelo, Georgiana no quiso discutir.

Ashdowne no confiaba en ella en absoluto.

Según sus cálculos, apenas disponía de tiempo para regresar a Camden Place. Sin importar lo que Georgiana pudiera prometer cuando estaba aturdida por la pasión, no tardaría en volver a ser una criatura lógica. Y entonces sin duda olvidaría el juramento que le había hecho.

Mientras tanto, tendría que responder a algunas preguntas de su familia sobre su súbita asociación con un marqués. Con un poco de suerte, el interrogatorio y las posteriores buenas noches la mantendrían ocupada, al menos durante un rato.

Al principio había desdeñado la exuberancia y la conducta irracional de Georgiana, pero empezaba a sentirse cada vez más hechizado. ¿Qué otra mujer tenía tantas facetas? ¿En qué otra parte la razón y la imaginación podían medrar en un único y delicioso envoltorio?

Hacía tiempo que Ashdowne se había entrenado para anticipar todas las posibilidades; no obstante, ella lo desconcertaba. Jamás había conocido una mujer que intentara minimizar su belleza, pero Georgiana trataba la suya como si fuera un inconveniente. Desde luego, esos vestidos que le elegía su madre eran espantosos, y prácticamente indecentes.

Para ella elegiría un atuendo más recatado, telas sencillas carentes de volantes que dejaran brillar su belleza innata sin atraer el interés excesivo de otros hombres.

Pero, sin importar qué se pusiera, seguiría siendo fiel a su naturaleza y soslayaría sus atributos a favor de sus tendencias más cerebrales. Sin embargo, tenía una idea aproximada de lo que le gustaría hacer con esa voluptuosa criatura; pensar en ello le tensó el cuerpo. Durante un largo y deliciosa momento la imaginó desnuda, esa forma gloriosa lista para ser tomada por él. De inmediato desterró esa visión. A pesar de lo tentadora que resultaba, Georgiana era una virgen educada con cuidado, y no estaba a su alcance.

Recordó que a punto había estado de sobrepasar sus límites. No había tenido intención de tocarla ese día, pero jamás se había reído con tanta libertad como al observarla en la habitación del vicario. Aunque tampoco había esperado que ella le devolviera su ardor con una reacción tan entusiasta.

Por desgracia, no podía permitirse semejante preocupación, y menos en ese instante; el conocimiento lo serenó. Entró en la casa y mientras se dirigía al estudio llamó a Finn. A la luz de la lámpara que aún ardía, se apoyó en la repisa de la chimenea. Estaba demasiado inquieto para sentarse. Cuando Finn entró y cerró la puerta a su espalda, se apartó de la madera dorada.

– Y bien, ¿qué tal ha ido la incursión a la casa del vicario? -preguntó el irlandés con una sonrisa.

– Un juego de niños -repuso para alegría de Finn. Se quitó el cuello de la camisa con un movimiento elegante.

– ¿Y el vicario? ¿También él ha estado robando tónico capilar?

– Creo que de lo único que es culpable es de tener un gusto más bien perverso en sus juguetes sexuales.

– ¡Santo cielo, milord! -bufó el mayordomo-. ¿Y qué pensó al respecto la pequeña dama?

Ashdowne hizo una mueca; sabía que no podía ocultarle mucho a Finn, pero era reacio a reconocer mucho, incluso a sí mismo. No tenía intención de hacer partícipe al irlandés de lo que había compartido con Georgiana en el dormitorio del vicario.

– Por fortuna, es demasiado inocente para entenderlo.

– Pero quizá demasiado lista para su propio bien -aventuró Finn.

– Quizá -musitó él-. Tengo una tarea para ti, si no te molesta realizarla -miró al mayordomo.

– Sabe que no -plegó la chaqueta que le había ayudado a quitarse y asintió-. ¿Quiere que me ocupe de vigilar al vicario?

– No. Él no representa ninguna amenaza. Quiero que vigiles a la señorita Bellewether. En cuanto le dé la espalda es posible que se meta en líos.

– ¿Cree que va detrás de la pista correcta? -inquirió Finn con mirada penetrante.

Ashdowne solo pudo volver a mover la cabeza, sintiéndose raro al notar lo protector que se había vuelto con Georgiana. Nunca se había considerado una persona honorable, pero no podía quedarse quieto y dejar que ella se lanzara de cabeza a los problemas.

– Vigílala Finn. No confío en nadie más para que lo haga.

– De acuerdo, si reconoce que la encuentra interesante -pidió con ojos brillantes.

Ashdowne emitió una risa áspera.

– Oh, claro que es interesante -Georgiana era tantas cosas que costaba manifestar en palabras todas sus fascinantes facetas, pero percibió que Finn no dejaría el tema sin una explicación-. ¿Hace cuánto que no conoces a una mujer que se divierte? -preguntó con ironía. Con una sonrisa, el criado mencionó a una cierta dama de la nobleza famosa por sus aventuras salvajes y perversas. Ashdowne rió entre dientes-. No, no esa clase de diversión. Me refiero a un inocente gozo de vivir. Sin importar lo que suceda, Georgiana se lo pasa en grande, para ella es una aventura. Quizá todo esté en su mente, pero le saca tanto placer que los que la rodean no pueden evitar verse contagiados.

– ¿Una aventura ha dicho? Me parece que conocí a un hombre que solía vivir unas cuantas él mismo.

– Eso fue hace mucho tiempo, Finn -le desagradó el recordatorio.

– ¡No hace tanto! -contradijo el criado.

– Era otra vida.

– ¡Ja! Un hombre crea su propia vida -musitó Finn, volviéndose hacia la puerta.

Ashdowne sabía que no recibiría simpatía del irlandés, ni tampoco quería ninguna. Aunque contaba a Finn como su amigo más íntimo, el ladrón callejero convertido en criado no era capaz de entender las responsabilidades de un marqués ni lo mucho que estas te agobiaban.

– Bueno, si la joven impetuosa puede evitar que se vuelva como su hermano, estoy con ella -añadió Finn por encima del hombro.

– Yo no soy mi hermano -repuso con la mayor frialdad que pudo mostrar.

– Me alegra oírlo, milord -se marchó en silencio, dejando a Ashdowne con ojos furiosos.

“No me estoy convirtiendo en mi hermano”, se aseguró, entre otras cosas porque aquel jamás había reído. El recuerdo de la diversión de la tarde le provocó una sonrisa, igual que el deseo más bien alarmante de volver a ver a la señorita Bellewether.

En ese momento y siempre.

Ocho

A Ashdowne nunca le había gustado levantarse pronto. Como muchos nobles, se acostaba tarde y dormía hasta el mediodía. Aunque asumir los deberes que hasta entonces habían sido de su hermano había modificado algo de sus hábitos, no recordaba la última vez que se había levantado al amanecer. Sin embargo, ahí estaba, sobresaltando a las doncellas al pedir un desayuno rápido, ya que sospechaba que Georgiana no permanecería mucho tiempo en la cama.

Hizo a un lado las imágenes de sábanas arrugadas y un cuerpo cálido y lujurioso, y se tomó la taza de café con una tostada. Tenía que relevar a Finn, que había pasado toda la noche en vela.

Pensando qué es lo que haría ella a continuación, aceleró el paso hacia la residencia de Georgiana. Allí oculto entre las sombras de un alto seto, vio al irlandés, aunque le desagradó la sonrisa irónica que exhibió el criado.

– Es un caso serio, ¿verdad, milord? -se mofó Finn-. Hace años que no se levanta a esta hora. Creo que la última vez fue cuando apareció el amante celoso de aquella francesa…