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Resultaba decididamente humillante.

Peor aún, ese curioso fenómeno no podría haber llegado en un momento más malo, ya que ese caso requería el máximo de su ingenio. Suspiró exasperada.

Era evidente que hacían falta medidas drásticas. A pesar de lo mucho que le gustaba el marqués y de cuánto apreciaba su ayuda en la investigación, iba a tener que poner punto final a su asociación. La decisión era dolorosa, y empeoró cuando se detuvo a mirarlo delante de su casa. Era tan alto y atractivo, y exhibía una expresión relajada que nunca antes le había visto.

– Ashdowne, yo…

– ¡Georgie! ¡Estás aquí! -ella sintió consternación al oír la voz de su padre. No solo la interrumpía en el momento más inoportuno, sino que se vería obligada a presentarle a Ashdowne cuando planeaba no volver a saber más de él-. Las chicas dijeron que habías ido a pasear con… -calló al observar al marqués-. Ah, ¿no es lord Ashdowne quien te acompaña? -preguntó con una voz que daba a entender que conocía muy bien la identidad de su acompañante y que eso lo complacía mucho.

– Milord, permita que le presente a mi padre, el terrateniente Bellewether.

Como de costumbre, su padre apenas le brindó a Ashdowne la oportunidad de asentir con la cabeza antes de lanzarse a un discurso sociable.

– ¡Milord! ¡Es un placer! ¡Mi pequeña Georgie paseando con uno de los visitantes más ilustres de Bath! -miró con aprobación a su hija, como si tratar con el marqués fuera una especie de logro.

Georgiana se puso rígida, ya que no era una de las mujeres embobadas que se pasaban el tiempo buscando un marido. ¡Si ni siquiera deseaba que el marqués siguiera siendo su ayudante!

– Sí, pero ya se marchaba -no prestó atención al gesto de Ashdowne al enarcar la ceja.

– ¡Oh, no! No puede irse ahora, milord -atronó su padre-. ¡No sin conocer a la familia! Pase, pase -indicó la casa-. Debe conocer a la señora Bellewether, y estoy convencido de que ella no permitirá que se marche hasta después de haber cenado con nosotros.

Georgiana miró alarmada a su padre. Incluso antes de haber tomado la decisión de despedirlo, jamás habría sometido a Ashdowne a los rigores de una cena con su alocada familia.

– Estoy segura de que su excelencia tiene otras citas esta noche -dijo, brindándole al marqués una excusa educada para rechazar la invitación. Desde luego, en ningún momento se le ocurrió que el hombre que la había mirado con desdén al principio pudiera desear quedarse a cenar, de modo que al oír su respuesta, lo miró sorprendida.

– En realidad, nada apremiante me espera esta noche -sonrió.

“¿Por qué?” Pensó ella. Decidió que tal vez deseara continuar la discusión sobre el caso. Le dio el beneficio de la duda y, después de comprobar que su padre no miraba, meneó la cabeza con vehemencia.

Eso solo consiguió provocar la curiosidad de Ashdowne.

– De hecho, terrateniente, me encantará aceptar su invitación -aunque inclinó la cabeza en dirección al padre de ella, no dejó de mirar a Georgiana, como si la retara a contradecirlo.

Indignada, lo contempló con ojos brillantes, pero no pudo plantear más objeciones, pues su padre los conducía a su casa mientras manifestaba su satisfacción con voz sonora. También Ashdowne parecía inexplicablemente complacido.

A pesar de sus recelos, se dijo que la situación podría resultar a su favor, ya que de ese modo se le evitaba una separación difícil de su ayudante. Era posible que ni siquiera tuviera que despedirlo.

Una cena con los Bellewether lo conseguiría con mucha más facilidad.

Siete

Como para confirmar las sospechas de Georgiana, Ashdowne y ella apenas habían entrado en la casa después de su padre cuando fueron recibidos por gritos. En el salón principal se veía a Araminta y a Eustacia enfrascadas en una ruidosa discusión.

– ¡Es mi cinta! -exclamó Araminta, tirando con fuerza de una cinta rosa pálido que tenía entre los dedos.

Por desgracia, Eustacia aferraba con decisión el otro extremo, de modo que las jóvenes parecían unos perros luchando por un hueso.

– ¡No lo es! ¡Mamá me la dio a mí!

– ¡No es verdad! -acentuó sus palabras con un tirón violento que envió a Eustacia al suelo en una postura muy poco femenina.

– ¡Chicas! ¡Chicas! Reprendió su padre.

Georgiana se volvió hacia Ashdowne con una expresión que lo desafiaba a quejarse. Pero en vez de ver el horror que había esperado captar en su rostro, el marqués mostraba una leve diversión.

– Veo que no eres la única joven ruda de tu familia -le susurró al oído.

Georgiana lo miró con ojos centelleantes cuando él se irguió y le sonrió con inocencia, irritándola aún más. ¿Ella una joven ruda? ¡Desde luego que no! No se parecía en nada a sus hermanas. Preparó una respuesta apropiada pero no pudo dársela, ya que Eustacia y Araminta se percataron de su presencia y se adelantaron abanicándose, mientras la cinta de su disputa yacía olvidada en el suelo.

Para su consternación, comenzaron a emitir sus risitas incesantes.

– ¡Milord! -rodearon a Ashdowne y coquetearon con él de forma muy bobalicona.

Georgiana tuvo que morderse la lengua para contener la frase cortante que le fue a la cabeza. Su padre no ayudó en nada, ya que realizó unas presentaciones sonoras mientras era ajeno al comportamiento de sus hijas.

Con desagrado dejó que Araminta usurpara su puesto, ya que en toda conciencia no podía reclamarlo si pensaba despedirlo. Soslayó el aguijonazo que sintió por la separación y se apartó, para verse detenida por el contacto leve pero firme de la mano de Ashdowne en su codo.

No tenía ni idea de cómo lo consiguió, pero había burlado a sus hermanas para recuperar la posición a su lado de una manera bastante decorosa; ella no pudo evitar experimentar una oleada de felicidad.

Durante la velada, siguió mostrándose cortés y agradable, dos rasgos que Georgiana no le habría atribuido.

Logró manejar la ávida atención de sus hermanas y la conversación jovial de su padre, al tiempo que desvanecía las sutiles reservas de su madre de tener a un noble en su casa. Por suerte Bertrand no apareció y no salió a colación la visita que habían hecho antes a la casa del marqués.

Se preguntó por qué se mostraba tan amable cuando por lo general no le habría dedicado un segundo vistazo a su familia. Siendo de naturaleza suspicaz, de inmediato comenzó a reflexionar sobre los motivos que podían inducirlo a ello.

A medida que transcurría la noche se sintió cada vez más frustrada, en particular después de verse obligada a cantar y tocar música a sus hermanas. Aunque eran instrumentistas pasables, Georgiana no estaba de humor para disfrutar la actuación.

– ¿Y qué me dices de ti, georgiana? -musitó acercándose a ella-. ¿No te unes a ellas?

– No a menos que desees sufrir una indigestión -repuso con voz disgustada.

Su animada carcajada atrajo la atención de todos: un fruncimiento de ceño en su madre, una sonrisa en su padre y dos mohines en sus hermanas. Desde luego, cualquier intento de mantener un diálogo importante entre ellos era imposible, lo cual exasperó más a Georgiana.

¿Cómo podía permanecer sentado, fingiendo que disfrutaba de la mediocre capacidad de sus hermanas, cuando ella se moría por largarse? Jamás sabía qué clase de conducta esperar de ese hombre. Su naturaleza mercurial, al tiempo que molesta, también parecía estimular una parte hasta ahora desconocida en ella que anhelaba ese estímulo. Quizá lo encontraba tan irresistible por el hecho de que su vida era más bien corriente y su familia y conocidos absolutamente predecibles.

Pero eso era todo. En cuanto se deshiciera del errático marqués, recuperaría su existencia estable, donde imperaban la lógica y el raciocinio, siendo sus únicos estímulos los mentales. Y si el resto de su cuerpo femenino temblaba de decepción, no tenía intención de complacerlo.