Le atendió a pesar de que su antiguo superior no deseaba que se quedara a su lado, y cuando la enfermedad lo derribó en el único lecho que podía permitirse un centurión a la espera de destino, Valerio se sentó a su lado para lavarlo, alimentarlo y animarlo. Respiraba el mismo aire viciado que Grato y pronto comenzó a concebir los mismos temores, fundamentalmente, el de encontrarse en breve con Caronte, el piloto de la barca que conduce al Hades. Sólo cuando Grato caía en un sueño profundo y pespunteado de agitadas pesadillas, Valerio se permitía levantarse e incluso salir unos momentos a respirar un aire poco menos viciado que el de aquel cuarto.
Aquella misma mañana, no sólo había contemplado al pobre anciano abandonado por su familia. También había descubierto en las miradas huidizas de los transeúntes, en su caminar acelerado, en sus bisbiseos nerviosos, que su rostro ya no era el de un curtido legionario, sino el de alguien tocado por los dedos gélidos y sarmentosos de las Parcas. Se repitió desde lo más profundo de su corazón que no podía ser, que estaban equivocados, que lo suyo era un error provocado por el miedo. Sin embargo, mientras apretaba el paso, cayó en la apuesta mágica que millones de hombres habían formulado antes de él y no menos millones realizarían después. Se dijo que si lograba llegar a casa de Grato no moriría, que bastaría con alcanzar su umbral para salvar la vida, que tan sólo tenía que retener el alma en el interior de su pecho lo justo para llegar a aquella domus.
Cuando dobló la esquina, el sudor, un sudor espeso como suero, había comenzado a descenderle por la espalda como si le hubieran arrojado un cubo de agua. Pero no se detuvo. No se podía detener. Si lo hacía -se repetía una y otra vez-, no se salvaría, no viviría, no volvería a servir en las legiones.
Llegó sin aliento a la esquina irregular de una insula de cinco pisos. Le costaba respirar. Se apoyó en la rugosa pared y se dijo que tan sólo necesitaba dar unos pasos más y alcanzaría la domus donde residía Grato. Sólo unos pasos más. Tan sólo unas zancadas más. Inhaló con fuerza un aire que le pareció más viciado que nunca, apretó los puños y echó a andar. Logró dar seis, ocho, diez pasos y entonces, como si alguien le hubiera segado las piernas con una hoz gigantesca, se vio privado de fuerza; y observó cómo las piedras de la vía se acercaban aceleradas a su rostro y sintió un golpe seco y sordo. Intentó ponerse en pie, pero nos lo consiguió. Tan sólo, con un enorme esfuerzo, pudo separar la cara del suelo y percibir cómo sobre éste caían gruesas gotas de sangre. Pero… pero no podía ser… tenía que alcanzar la domus…
Estiró la diestra como si pudiera atraparla y atraerla hacia sí. Pero no pasó de ser un movimiento fútil dirigido hacia un inalcanzable objetivo. Y entonces todo se volvió oscuro y lo último que sintió fue su mano golpeándose contra unas piedras tan frías como el manto de la Muerte que había venido en su busca.
16 RODE
Contempló el cuerpecito. Era pequeño, rojizo y dotado de una mata abundante de pelo negro. El parto no había resultado fácil y además Plácida no había tenido la fortuna de que la criatura muriera al nacer. Eso hubiera sido demasiada suerte. Echó un vistazo a Plácida. Sufría un sueño agitado y asaltado por quién sabía qué pesadillas. La droga había logrado dormirla, pero no le había proporcionado paz. Sus cabellos, convertidos en grumos sudorosos fijados a la frente, daban testimonio de aquella brega que, en otros seres, es preludio de alegría y que en ella sólo significaba una preocupación nueva y angustiosa.
Volvió a mirar al niño. Estaba bien formado. No sabía mucho del tema, pero incluso parecía fuerte. Sí, no cabía duda de que lo convertirían en un trabajador en cuanto que hubiera cumplido los cinco o seis años. Primero, lo dedicarían a acarrear leña y agua. Luego… sólo los dioses sabían lo que podría suceder luego.
Lo apretó contra su pecho y apenas pudo reprimir un respingo al notar la manera en que palpitaba aquel cuerpecillo. Por un instante, sintió, como si fuera un pujo animal, el deseo de abandonar sus propósitos, de depositar al niño al lado del cuerpo dormido de la madre, de contemplar cómo buscaba con ansia el pecho de Plácida. Sí, todo eso hubiera sido… ¿cómo decirlo? Bonito, sí, bonito. Pero no existía mucho espacio en sus vidas para lo bonito. Respiró hondo y salió del cubículo donde había nacido el pequeño ser. Una bofetada de aire frío cuajado de copos de nieve le golpeó en el rostro. El escalofrío resultó inevitable, pero, a la vez, la gelidez pareció aliviar un poco su malestar.
Estaba oscuro aunque algunas guedejas de luz plateada habían comenzado a deslizarse perezosas por los bordes del castra. Se echó encima de la cabeza un manto y apretó el paso. Sólo un par de legionarios que golpeaban el suelo para soportar las mordeduras del frío repararon en ella. Ninguno le dijo nada. Seguramente, aquella meretrix se limitaba a cumplir con su deber aunque la hora fuera tan temprana.
El camino serpenteante que moría en el negro bosque aparecía prácticamente cubierto por una nieve dura y espesa. Tan sólo, aquí y allí, sobresalían algunas piedras que, incluso con su mortaja blanca, indicaban la senda construida con la mayor competencia por los legionarios.
Cuando alcanzó los primeros árboles, los pies ya se le habían quedado helados y el frío había comenzado a subirle por los tobillos hasta alcanzarle las pantorrillas. Llevaba bien cubiertas las piernas, pero ahora se percataba de que la lana era insuficiente para protegerse de aquella helada. Echó un vistazo a la criatura. El calor que despedía su pecho había tenido el efecto de amodorrarlo y daba la sensación de disfrutar de un sueño plácido y tranquilo.
Debió adentrarse un centenar de pasos en el bosque antes de detenerse. Lo hizo en un claro casi redondo cuyos bordes estaban delimitados por unos árboles tan elevados que apenas permitían el paso tembloroso de los tímidos rayos del sol. Suavemente, como si intentara no turbar su sueño, se arrodilló y depositó al recién nacido en el suelo. Iba muy bien fajado y no se dio cuenta de nada. Lo observó por un instante, y acto seguido, la meretrix se llevó la mano al pecho. Sacó un cuchillo largo, de hoja ancha y afilada. Lo había cogido prestado de las cocinas y estaba segura de que nadie se percataría de su ausencia antes de que lo devolviera. Lo agarró con las dos manos y con toda la fuerza de que fue capaz, lo descargó sobre la tierra. Fue un golpe vigoroso, pero el suelo, endurecido por el frío hasta alcanzar la consistencia de la piedra, lo absorbió sin apenas sufrir un arañazo.
Sin soltar el cuchillo, Rode observó la superficie que se extendía ante sus ojos. ¿Podía tratarse de una roca? Depositó la hoja al lado de sus rodillas y pasó la mano por la nieve. Al apartarla, pudo percibir el lecho de hojas y tierra agazapado bajo la alba cobertura. No, no se trataba de roca. Era tierra, una tierra negra y húmeda, pero también de consistencia pétrea. La arañó sólo para descubrir que no conseguiría cavar un hoyo ni siquiera ayudada por el cuchillo. Quizá si contara con un fuego para ablandarla, quizá si dispusiera de una de esas azadas que llevaban a todas partes los legionarios, sí, quizá con alguna de esas ayudas podría hacer algo. Sin embargo, no disponía de ellas.
Un gemido, similar a un ronroneo, la obligó a dirigir la mirada hacia el niño. Se agitaba suavemente. Sin duda, se despertaría enseguida y cuando lo hiciera rompería a llorar, asustado y hambriento. No, no debía regresar del sueño. Por el contrario, tenía que pasar del que ahora atravesaba a aquel otro, eterno, del que nadie volvía. Por un instante, pensó en descargar el cuchillo sobre el pecho o el cuello de la criatura. Sin embargo, rechazó la idea con horror. No, estaba segura de que no sería capaz de derramar la sangre de un recién nacido.