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Al salir del teatro, como era bastante tarde, fueron directamente a la estación. Los jóvenes condiscípulos de Hin se pegaban a Lu como un enjambre de moscas; no querían perderse una palabra, bebían con avidez sus comentarios para repetirlos al día siguiente. Para ellos era un prócer, una leyenda viva, el autor de «La espera pueril», el texto más reproducido en los dazhibaos de todo el país. Una vez en el tren, agotado el tema de la obra, al menos por el momento, y a partir de su carácter didáctico, la conversación viró hacia la política educativa.

En respuesta a la atención de los jóvenes, Lu Hsin se hallaba inspirado. La función de teatro, además de llenarlo de ideas, había actuado como un alcohol sobre sus nervios. No defraudó a su auditorio, pues en el curso del viaje se hizo tiempo para improvisar una persuasiva teoría, que expuso en resumen, sin entrar en excesivos detalles.

Sobre la educación, creía que las reformas que se instaba a la gente a pensar y proponer eran inconducentes, y peor todavía, inhibían un pensamiento eficaz sobre el tema. El mero concepto de «reformas» chocaba con el de «pensamiento». Pensar era un gesto muy radical: podía tener por objeto lo que no existía, exclusivamente, y en modo muy fugaz. Y la educación existía. En tal caso, quedaba por hacer una sola cosa, a su juicio muy razonable, y para nada utópica (utópicas eran las tímidas reformas): invertir completamente el curriculum, adecuando de modo algo más razonable los datos. La universidad debía venir primero, para párvulos de tres a cinco años. El infantilismo universitario venía como anillo al dedo a esa edad: la especialización obsesiva, el «interés» personal subjetivo, el profundo pozo de ciencia sin relación alguna con nada ajeno a él, la repetición (el discurso ya oído, pues las ciencias no se inventan cada vez), el saber útil de utilidad inmediata, para «vivir» con él, los lenguaje científicos con sus palabras tontas y sonoras, la universidad-ciudad, el mundo aparte, y sobre todo las reivindicaciones estudiantiles y la política en los claustros, que tomaban sentido puestas en práctica por el infante caprichoso y tiránico, Su Majestad el Niño.

Entre los seis y los doce años, el Colegio Secundario, cuyas características se adaptaban inmejorablemente a la edad, la del despertar de la inteligencia: el enciclopedismo, que al fin tendría alguna utilidad como método de aprendizaje de la lectoescritura, la sucesión al azar de los profesores a lo largo de una larguísima mañana (o una tarde) de aburrimiento, y era la edad del aburrimiento, el desprecio por el saber, la busca deportiva de resultados, es decir, de las notas.

En este punto, decía Lu Hsin, se completaba la etapa obligatoria, y los que interrumpieran aquí sus estudios ya estarían preparados para la vida, para la estupidez y burocratización profundas e inerradicables de la vida en sociedad, que constituían un dato tan existente como la educación misma. Para las elites de la inteligencia y el esfuerzo, venían las etapas siguientes.

En primer lugar, la Escuela Primaría para adolescentes de trece a diecisiete años. Sus programas conllevaban los elementos de un saber ya elevado: una introducción al uso de los materiales, cuadernos, carpetas, lápiz, tinta, la cartuchera, el sacapuntas, la escuadra, los lápices de colores; el aprendizaje de la lengua, silabarios, libros de lectura; los números; disciplina en el aula, prolijidad, cuidado de los útiles; los recreos, y una primera aproximación a la gimnasia.

Por último, ya en el nivel más alto, y sólo para quienes, entre los dieciocho y los veintitrés años, mostraran capacidades para ello, el Jardín de Infantes, donde se cultivaban las más altas potencias del hombre: las artes: música, pintura, modelado, teatro, fábulas; el uso del cuerpo: juegos libres, el arenero; la socialización: paseos, pernoctadas, cumpleaños; y, en materia edilicia y de amoblamiento, el mundo a la medida de la persona.

Los jovencitos lo escuchaban boquiabiertos: un nuevo mundo se abría ante ellos. El tren atravesaba la noche china, directo a su destino. Lu Hsin nunca lo supo, pero uno de sus ocasionales oyentes, al tiempo que miraba las negras profundidades de la ventanilla, donde se reflejaba todo el grupo, y cuando todavía resonaban en sus oídos las últimas palabras del maestro, desarrolló sobre ellas una involuntaria ensoñación: un mueble demasiado grande o demasiado pequeño podía no tener consecuencias en la vida corriente, pero el mismo defecto en una tacita podía hacer eterna la hora de tomar el té. El tren llegó.

En la estación se dispersaron, cada cual con rumbo a su casa. Como Hin no había traído linterna, algunos se ofrecieron a alumbrarle el camino a ella y a Lu, pero éste declinó el ofrecimiento. La luna, que en ese momento asomaba por sobre las montañas, haría con creces su papel de fanal portátil. Los jóvenes, con apuro de liebres, recogieron sus bicicletas que habían dejado a cargo de los empleados ferroviarios, y partieron veloces. La niña y el sabio salieron caminando por el sendero que prolongaba el andén y bajaba a la aldea.

Era una noche fría, pero no demasiado. Las lluvias parecían haber caldeado el invierno, y las nieves habían pasado casi inadvertidas. De no haber sido una exageración, podrían haber dicho que ya se anunciaba la primavera. Por el cielo corrían unas nubes alargadas, que sólo la luna había venido a hacer visibles. Sus bordes azulados cortaban el negro intenso de la atmósfera.

Abajo, en la tierra, todo era extraño. No tenían el hábito de los paseos nocturnos (la gente de campo nunca lo tiene), y a esta hora, las cercanías de la aldea les resultaban irreconocibles como un país extranjero. Pero eso, a su vez, sí les era habitual y conocido: los chinos tenemos distintos mundos superpuestos, a nuestra disposición, al alcance de la mano podría decirse, y lo más fantástico está bajo una imperceptible capa de luz, incluso nocturna, o de laca cotidiana.

– ¿Y si se nos apareciera el dragón? -bromeó Hin.

– Si fuera real…

– Debería serlo, después de todo lo que se dijo esta noche.

Las voces resonaban en el metal nocturno, en el frío, en la nada que envolvía todos los mundos. Hin tenía una voz tenue, pero con una resonancia vigorosa que la hacía muy diferente de las voces habituales. La de Lu en cambio era completamente opaca, convencional.

– Si saliera de la oscuridad, frente a nosotros -insistió Hin-, ¿qué haríamos?

– ¿Qué podríamos hacer? Nada. Cualquier cosa. Lo que hacemos siempre.

– De todos modos, no podría dejar de haber una reacción.

– Eso es inevitable. Siempre reaccionamos a lo que sucede.

– Pero está la noche -dijo ella mirando a su alrededor. Como a muchos jóvenes muy jóvenes, la ruptura de los horarios acostumbrados le producía un estado de euforia-. La noche es apropiada para la venida de los seres… dudosos.

Lu Hsin soltó su vieja risita de mandarín, el único recodo de su voz donde había una resistencia a lo opaco:

– La noche, niña, es lo que está en el fondo de una mirada. Y las miradas son las fundas de la luz, que se dan vuelta siempre al sacarlas. Por eso la noche, y los dragones, siempre están apareciendo.

– ¡Creí ver unas florcitas blancas! -dijo Hin tras una pequeña exclamación de sorpresa. Se había detenido, y volvió unos pasos atrás mirando el suelo -. Habría jurado que brillaban… -musitó para sí misma, decepcionada.

– ¿Estaban desarmadas? Sería el Hannokan.

– Me pareció que parpadeaban.

Eso le interesó más a él. Ya habían reanudado la marcha, renunciando a hallarlas.

– ¿Parpadeos? ¿Como vistas de costado?

– Por el contrario. Me pareció verlas a mis pies. Quizás las pisé sin querer.

– ¿Unas florcitas de corola redonda, entonces?

– Sí… Diría que redondas.

– En ese caso, podrían ser unas viejas conocidas mías.

– ¿Cómo se llaman?

– El nombre no te diría nada. Desde hace tiempo sospecho que tienen cierta fosforescencia preliminar. Mejor dicho, la deduje de su dispositivo de polinización, pero nunca he podido probarlo. Flores con señales luminosas, es casi obvio que existan, al fin. No sabemos gran cosa de la flora nocturna.